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El comisario Manuel Acebo había elegido la ignominia y vivía bien gracias a ella, sobre todo cuando estaba fuera de Madrid. Él podía viajar a la ciudad que le apeteciera: le bastaba con exagerar los términos de cualquier informe policial y escribir luego un oficio indicando que en San Sebastián, en Barcelona, en Málaga o en Alicante se había detectado la presencia de personas sospechosas y que era necesario su desplazamiento para dirigir “in situ” la investigación.

En las ciudades elegidas, casi siempre junto al mar, solía pasar tres o cuatro días. Se alojaba en fondas baratas, comía de menú y se guardaba el resto de las dietas para pagar sus visitas a los burdeles. En esos viajes se sentía muy feliz, se intensificaban sus emociones de hombre de acción. Vivía en guerra entonces, le gustaba decir eso a sus superiores porque la guerra era la mejor ocupación para un hombre. La guerra contra el mal, aunque él sabía que no era exactamente el mal lo que perseguía. Pero le tocaba hacerlo y lo hacía mejor que nadie. En realidad, le era muy útil no creer en nada. Solo así se podía ser el mejor funcionario. El más eficaz.

Cuando se emborrachaba, algo que sucedía en la mayoría de sus viajes, la guerra se adormecía por unas horas y el hombre de acción se convertía en otro muy diferente. En uno que también era él, no solo el fruto oscuro del alcohol. En un Manuel Acebo González que venía de muy lejos, de antes de la guerra. Un joven soñador de la calle de Eloy Gonzalo donde había nacido, en la mínima y pobre vivienda aneja a una portería. Allí prendió su rebeldía, su anhelo de vengarse de aquel origen. De la estrechez y de la casa sin ventanas donde había pasado la infancia y la adolescencia. Años más tarde, cuando su padre murió, se pudo colocar de oficinista en una compañía de seguros. A partir de entonces alquiló un piso pequeño pero digno en la calle del Almendro, donde viviría con su madre unos cuantos años, los dos solos en el mundo, sin hermanos ni él ni ella, casi sin parientes.

A Manuel siempre le dolió aquella soledad, aquel no tener nada más que su voluntad y su madre. Se vio obligado a construir su vida con muy pocos mimbres, que nunca quiso convertir en acicate para la bondad y la alegría. Para él su pasado sería camino hacia el rencor, la ambición y el disimulo.

En el Madrid republicano se enroló en el Partido Comunista después de haber coqueteado con las juventudes católicas. Fue un tiempo de expectativas, de peligros y búsquedas, de anhelos nunca cumplidos. Tuvo amores contrariados, intentó ser militar de carrera, también valoró estudiar derecho y opositar en su día a un cuerpo de funcionarios ilustres: hacerse diplomático, juez, inspector de Hacienda. Pero la Guerra Civil destrozó todos sus planes y a partir de entonces se convirtió en un superviviente. En un comunista ocasional, calculador y dubitativo, que un día de diciembre de 1937, sospechando la derrota del ejército republicano, pasó a la clandestinidad en aquel Madrid de bombas y hambre, de resistencia y miedo.

Un día lo dieron legalmente por muerto. Su madre fue capaz de tejer una malla de pruebas falsas con otras amigas y con unos hombres de influencia, y se dio por hecho que Manuel Acebo había caído en un bombardeo en el cerro de los Ángeles. Que se fundió su cuerpo en una masa plana y vacía, en la nada exactamente. Y así se tramitó su partida de defunción, así pasó a nacer otro hombre. Escondido en el doble fondo de una carbonera. Allí permaneció año y medio, detrás de una tolva de hulla, pero con su rostro cada vez más blanco. Su madre le llevaba la comida cada día, era evidente que algún vecino más de la casa estaba al tanto. Pero nadie lo delató.

La memoria de aquel mundo de la guerra, del escondite y de su madre, que murió un año después de la victoria de Franco, derrotada por el hambre y la tristeza, siempre aparecía en los viajes de Manuel Acebo. Pero nunca lo recordaba cuando estaba en Madrid. Él prefería aquella separación tan clara y definitiva. Era imprescindible estar fuera de la ciudad. Para que las imágenes del pasado no fueran refutadas por las calles nuevas, por las tiendas y los parques de la actualidad, por el bullicio de lo real.

¿Qué buscaba en aquella memoria? Ni él mismo lo sabía. Porque no era añoranza, no era nada. Como mucho era la necesidad de saber que había sido otra persona. Que no solo era aquel esbirro gélido que interrogaba a los detenidos más importantes de la Brigada Político Social. Que no solo era un hombre que siempre estaba actuando. En el trabajo, en la calle, en casa, con su mujer y sus hijos, hasta en sus sueños.

Pero en sus viajes no solo se demoraba en aquellos recuerdos. En muchas ocasiones, de la memoria pasaba a otro estadio. A uno que él no quería vivir, pero que venía. Y entonces Manuel Acebo no se escondía, en eso no era cobarde. Reconocía su capacidad para hacer el mal, sus interrogatorios feroces, sus órdenes de tortura. Aceptaba en las noches de alcohol y soledad su infamia moral. Hasta ahí llegaba, pero ya pronto se daba la vuelta. Como quien necesita tocar la piedra negra de su vileza antes de regresar del modo más rápido a la normalidad.

En algunas noches llegó a decirse a sí mismo que quería ser bueno, terminar la vida siéndolo. Salía entonces del hotel con una sonrisa de loco y todo le parecía bien. Estaba pendiente de los niños o de los ancianos que iban a cruzar una calle y daba limosna a cada mendigo que veía. Luego se acercaba al mar y trataba de justificarse frente a las olas en penumbra. Le brotaban entonces unas palabras sinceras, extrañas, que solo pronunciaba allí. Eran un balbuceo, una despedida. Le hablaba al Atlántico o al Mediterráneo como si fuese una persona. Pero el mar nada le devolvía, ni siquiera un reproche.

El general se confiesa

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