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Luis Boeza había nacido en Dalma en 1925. La aldea tenía unos sesenta habitantes, era un lugar muy remoto y a muchos de sus pobladores les gustaba sentir aquella lejanía y aislamiento: la tenían por una fortuna de pobres felices. Una paz que les libraba en parte del tiempo y de la historia, aunque cada vez menos.

Sus padres tenían un huerto y unos pocos animales. Era un vivir sencillo, entre la naturaleza. En el verano el padre iba a segar a Tierra de Campos con una cuadrilla del pueblo. Allí lograba el dinero en metálico con el que luego la familia tenía que vivir el resto del año. La mayoría de esa renta era para pagar las compras de aceite, azúcar y telas que hacían en Vereda, una villa situada unos veinte kilómetros al sur.

Cuando Luis tenía nueve años, la familia se instaló en aquella población, que era la capital del municipio. Allí su padre había encontrado, gracias a un pariente, un trabajo en la brigada de obras. Luis fue a la escuela primaria –no había otra en Vereda– y a los dieciséis años terminó el bachillerato elemental, estudiando por libre. Meses después, en el otoño de 1943, empezó a trabajar como ordenanza en una agencia bancaria.

Era una labor que no le gustaba. Le producía tristeza y agobio y no soportaba tener que vestir aquel uniforme azul marino con adornos dorados. Para sus padres, sin embargo, no había destino mejor que trabajar en un banco, sobre todo desde que supieron que un importante jefe de finanzas de Valladolid había empezado como su hijo, recorriendo las calles de Vereda con una vieja cartera de cuero llena de letras de cambio.

El general se confiesa

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