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Vicente Anta era un maestro de escuela que había sido expulsado del escalafón debido a sus simpatías republicanas. Sin sueldo ni rentas, sobrevivía en Vereda muy austeramente vendiendo tabaco de contrabando por los bares, una práctica ilegal, pero tolerada por la policía.

Luis Boeza nunca había hablado con él. Pero una tarde del verano de 1945 se atrevió a llamar a su puerta.

-Vengo a pedirle un consejo.

-¡Qué sorpresa! ¿Y cómo has pensado en mí?

-No sé… me da confianza.

-¿Y eso por qué?

-Usted es una persona diferente a las demás de por aquí.

-¿Tú crees?

-Es lo que yo noto.

-¿Me vigilas?

Luis rió.

-Claro que no le vigilo, pero es lo que me parece. Usted es diferente, sí.

-Seguro que sabes algo de mí.

-No. Solo verlo.

-¿Y por qué crees que soy diferente?

-Porque sabe mucho más que la mayoría. Y lee. Le he visto leer en el balcón. Aquí nadie lee.

-Soy una persona cualquiera que vive y aguanta en estos tiempos tan malos. Eso es todo. Pero dime la verdad: ¿alguien te ha mandado venir?

-Nadie. Es solo cosa mía. Lo he pensado mucho antes de decidirme.

Vicente Anta lo miró fijamente. Los dos hombres seguían en la puerta de la casa, que era muy pequeña, con muy pocos muebles.

-¿Qué quieres de mí?

-Me gustaría saber qué cree usted que debo hacer para cambiar mi vida. No me gusta mi trabajo, tampoco quiero vivir en Vereda.

-Pues mira, si esa es la pregunta yo creo que es fácil de responder. Lo que tienes que hacer es estudiar, no veo otro camino.

-No puedo irme; para eso necesitaría un trabajo.

Entraron en el piso, se sentaron en la cocina. La inicial prevención que había sentido Vicente Anta se fue diluyendo al observar los gestos de Luis Boeza. Su mirar sincero, un tanto desvalido.

-Lo ideal sería que te fueras a Madrid. A estudiar y trabajar. Allí hay academias nocturnas, de compañeros a los que echaron de las escuelas, como a mí. Algunos dan clases a esas horas, cobran poco.

-¿Y el trabajo?

-En Madrid empieza a haberlo. Muy duro y con sueldos de miseria, pero lo hay.

Vicente Anta observó a Luis Boeza. Lo conocía de verlo alguna vez y lo tenía por un muchacho de tantos. Sin futuro, condenado a una vida irrelevante en una pequeña villa. Pero ahora estaba viendo en él a un hombre con muchas ganas de luchar.

-Pues mira, estoy pensando…

-¿Qué, don Vicente?

-Que a lo mejor yo te puedo ayudar en eso. Intentarlo, quiero decir. Conozco gente en Madrid. Viví allí algún tiempo, cuando la República.

-¿Y no ha vuelto desde entonces?

-No.

Luis sintió una emoción muy intensa.

-Yo solo venía a pedir un consejo; lo que me ha dicho ya es mucho.

-No es nada. ¿Quieres que intente ayudarte?

-¡Claro! Pero es que me parece increíble todo esto. Como si fuera un sueño.

-En esta basura de país todo lo que no sea crimen y desgracia parece un sueño. Todo lo que no sea tristeza parece mentira. Pero esto no lo cuentes por ahí.

-No diré nada.

-Verás, tengo un buen amigo en Madrid. Le escribiré. Él acaso pueda…

-Muchísimas gracias. No sé qué decirle.

-No te he dado nada, solo unas palabras. No tienes nada que agradecerme.

Luis Boeza se sentía feliz.

-¿Y usted? –dijo– ¿Por qué no se va también?

-Ya soy mayor, aunque no tenga tantos años. He podido ir a Argentina, donde vive la única familia que me queda: un primo al que quiero mucho. Pero he preferido estar a mi aire aquí, con estos libros. No creas que me va tan mal, aunque pueda parecerlo. Además, cuanto peor crean que vivo, mejor para mí. Resisto bien.

-¿Por qué?

-Porque le pido muy poco a la vida. Ahora ya le pido muy poco, y ese poco la vida me lo da.

El general se confiesa

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