Читать книгу El general se confiesa - Cesar Gavela - Страница 22

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-¡Usted aquí…! ¿En mi casa? ¿Pero qué es esto? ¿Qué quiere a estas horas? ¿Detenerme a mí? ¡Váyase, déjeme! Prefiero morir a tener que verle. ¡Váyase!

Manuel Acebo no estaba acostumbrado a recibimientos tan desabridos. Sonrió y dijo:

-Te dejo que me hables así, no hay ningún problema. ¿Y sabes por qué? Porque yo ahora no vengo como comisario.

-¿Y cómo qué viene? ¿Cómo James Dean?

Acebo entró en la casa.

-No aspiro a tanto, aunque me gustaría. En todo caso, yo creo que no soy feo. ¿Qué te parezco?

Elva López no dijo nada. Él continuó:

-Te voy a pedir un favor: no hagas ruido.

-Yo en mi casa hago lo que quiero.

-Te lo digo porque he venido aquí a hacer algo que no sé si querrás, pero yo sí quiero, y lo voy a hacer.

-En cuanto lo vi, lo imaginé. Pero, ¿quiere que le diga una cosa? No va a poder.

Manuel Acebo volvió a sonreír. Tenía toda la noche por delante. Se sentó en el sofá.

-Soy paciente, Elva, y además, no duermo. Fíjate, he aprendido a no dormir. Es algo maravilloso: tengo todo el día para vivir. Para trabajar, para pensar…

-Y para algo más.

-¿A qué se refiere?

Elva no respondió, las cosas se complicaban. Pero Manuel Acebo no iba a salir de aquella casa derrotado: había que esperar un rato. Hablar, jugar con las palabras, tratar de ganarse la confianza de Elva. Además, él sabía que algunas mujeres de detenidos estaban dispuestas a acostarse con él. A veces era por temor, pero sobre todo era por entender que así podrían mejorar la suerte de su marido.

Había otras mujeres, sin embargo −y esas eran las únicas que le interesaban al comisario−, que lo hacían por un extraño deseo de olvidar al cónyuge. Porque, aunque lo amaran, él era la causa de su nueva situación difícil y angustiosa. Entonces se acostaban como quien da un paso hacia la locura más que hacia la traición. Y a veces también lo hacían desde un inconfesable y jamás entendido anhelo de obsequiar al verdugo. A cambio de nada.

A Manuel Acebo esas mujeres le daban el placer más alto, el más buscado. Su gozo era ya pleno cuando terminaban reconociéndole que se habían entregado a él con una mayor generosidad que a sus maridos. Esas eran las palabras que el comisario perseguía. Aunque fueran falsas.

Elva volvió a decirle que se marchara, pero él no hizo caso: fue arrinconándola en una esquina de la sala de estar. Era un cuarto amarillo limón con tres cuadros que había pintado Elva a los quince años. Uno era un crepúsculo en el mar, con un galeón en sombra. Otro una playa con palmeras y un velero blanco. El tercero, una flor que ella había inventado a partir del dibujo de una rosa.

El comisario bajó los brazos y le ofreció tabaco. Elva lo rechazó.

-¿No tienes vicios?

-Los tengo todos. Pero con quien quiero.

-Así me gusta, Elva. Algún día te contaré los momentos más ilustres de mi vida amorosa.

-No me interesan.

-Algunos son apasionantes, de verdad. También para una mujer. Sobre todo para una mujer inteligente como tú. Estoy seguro de que te gusta romper límites, buscar lo que aún no has vivido. No conozco a ninguna mujer valiosa a la que no le guste eso.

-Muchas gracias por considerarme inteligente, comisario. Pero tengo otros principios. No soy como usted, afortunadamente.

-¿Principios? A mí me hacen mucha gracia los principios. ¿Sabes por qué? Pues porque son finales. Enseguida se olvidan, caen. ¿Y sabes qué pasa luego?

-No quiero hablar con usted. No lo puedo soportar.

-El final es hacer lo que pensábamos que no haríamos.

-¡Váyase, por favor…!

-No te voy a hacer nada. Ni a rozarte. ¿Qué te parece?

-Márchese. Ya es demasiado.

-He venido a leerte unos versos, solo a eso. ¿A que no te lo esperabas? Seguro que te vas a emocionar.

Eran poemas de Pablo Neruda. Cuerpo de mujer, muslos blancos. El comisario recitó el primero.

-¿A que te gusta?

-Suena un poco falso.

-¿Sabes que conocí a Pablo Neruda?

-¿Cómo iba a saber eso?

-¿Pero sabes quién es Neruda?

-Creo que un escritor. No leo mucho, pero lo conozco. Mi marido me regaló un libro suyo cuando éramos novios. Precisamente el de esos versos que leía usted.

-Veo que tienes bastantes libros.

-Son de Luis.

-¿Quieres que te cuente cómo conocí a Neruda?

-Con una condición, comisario.

-Ninguna, Elva. Tú no puedes poner ninguna condición porque eres la mujer de un criminal. No puedes. ¿Está claro?

Ella no dijo nada. Acebo continuó:

-Hace treinta años yo era militante del Partido Comunista. ¿Qué te parece?

Elva volvió al silencio, aunque ahora era un silencio lleno de curiosidad, que trataba de disimular.

-Nunca lo he negado, mis jefes lo saben. Pero me fui del comunismo y lo hice antes de la guerra. Tuve suerte, estuve fino ahí. ¿Que es raro pasar del comunismo a la Falange? Pues yo creo que no, todo lo contrario. Porque yo creía y creo en la revolución social de José Antonio Primo de Rivera. Yo creía en nacionalizar la banca, en que los trabajadores fueran los protagonistas de una nueva España. Pero no de una España sometida al marxismo internacional. Es todo bastante fácil de explicar.

-Usted habla como un político y me da asco, la verdad.

-Eres muy brava. Eso es excitante.

-Prefiero que me hable de Pablo Neruda.

-Un día me tocó ir a verlo. Vivía en Argüelles, en una casa que hace esquina. Neruda también era comunista y yo tenía que recogerle en un taxi y llevarlo a la Residencia de Estudiantes. En el viaje me habló de algunas cosas. Era muy activo, bastante gordo. Cuando terminó el recital, le llevé de nuevo a su casa. Me dijo que esperara un momento. Luego bajó con un libro que me dedicó allí mismo, sentado en un banco.

-Muy interesante –dijo Elva−. Pero ya son las dos de la mañana.

-Necesito que me ayudes si quieres que todo termine bien.

-¿Ayudarle?

-Claro. Tienes que desnudarte, poco a poco. Quiero conocer tu cuerpo, solo te pido eso. Luego te leo otros versos de Neruda y me voy. No volveré más. Te lo aseguro.

Elva se quitó la blusa. Lo hizo con firmeza, con rapidez. Después dijo:

-Dígame qué le espera a mi marido.

-He dicho desnuda.

Se fue despojando del pijama. Sus piernas eran largas, blancas, algo gruesas para el gusto del comisario.

-Es poco, Elva.

Saltó el cierre del sujetador: brotaron dos pechos redondos y grandes. Manuel Acebo sintió la fuerza de aquel cuerpo.

-Verás, Elva, pues…

-Por favor, hable. Hable más, cuente ya.

-Aún no. Falta un poco.

Ella se bajó las bragas.

-Demasiado rápido.

-Yo no soy una puta.

-Tiene un vello muy bonito. Bien tupido, me gusta.

-¡Por favor!

-Pues, Elva, yo creo que su marido tardará muchos años en volver a la libertad. Muchos.

-¿Dígame cuántos?

-Si es que vuelve…

Desnuda y blanca, Elva rompió a llorar.

-Me gusta vivir momentos mágicos, como este –dijo Manuel Acebo−. Pueden ser de cuerpos o no. Es la parte que más me interesa de mi trabajo. También creo que para un hombre lo más importante de la vida es una mujer desnuda. Lo demás no vale tanto. ¿Quiere que le lea otro poema?

El comisario miró a Elva, cerró el libro y se fue.

El general se confiesa

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