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Toda España se encontraba bajo el ruido incesante de los veinticinco años de paz que difundía la propaganda del régimen. Los edificios públicos, las estaciones ferroviarias, los aeropuertos, los muelles, las entradas a las ciudades, los campos de fútbol, las plazas de toros, los puentes sobre las carreteras… estaban engalanados con unos carteles con dibujos que parecían de metal, estética mussoliniana. Fuerza, tierra, muerte y miedo eran el escenario de las espigas de acero, de los motores, de los cielos y los barcos, de los crucifijos.

Los autobuses urbanos y los camiones llevaban las mismas imágenes en la gran ventanilla trasera. Había una intensa profusión de los papeles de la paz porque aún quedaba mucha guerra. Circulando por las miradas y las manos, por las normas y el miedo. Por el rencor y la vigilia.

La gente de cierta edad aún lo sabía todo. Pero muchos no querían recordar nada. Miraban al horizonte, callaban. Los camiones levantaban polvo por los caminos. Iban a los pueblos, a las aldeas más perdidas y llevaban la buena nueva del régimen ya viejo. La polvareda de los camiones podía tener mucha tristeza; era un cántico sordo de dolor. Bandada de nieve seca y a ratos negra, tanto luto. Porque los muertos de las guerras tardan mucho en morirse finalmente.

Ver los camiones: cómo se iban alejando de los pueblos, de las ciudades, verlos ya en las afueras, algo más lejos, entre los árboles que rodeaban las carreteras. Árboles pintados de blanco en el centro, y aquellos camiones que mecían el corazón de los niños.

El general se confiesa

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