Читать книгу Hablemos de amor - Claire Kann - Страница 3
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Todo era perfecto hasta que Alice abrió la puerta del cuarto de su residencia universitaria.
—Quiero romper —dijo Margot.
Alice se quedó parada, balbuceando, sin acabar de arrancar con lo que fuera que estuviera pensando decir. Sus labios se movían de modo que parecían formar palabras, pero solo se oían ecos diminutos de sonidos en su garganta. Un dolor agudo y violento le empezó a subir desde el estómago.
—Sé que parece repentino.
Margot había empezado a retorcerse las manos; una de las cosas que tenía en común con Alice era que ambas sentían auténtica aversión por el conflicto directo.
—Quería esperar a mudarme, pero he estado dándole vueltas, y creo que es mejor quitárnoslo de encima ahora para poder centrarme en mis exámenes finales. En vez de en esto.
—¿Por qué? —preguntó Alice.
Era incapaz de mirar a Margot a los ojos: le miraba fijamente los brazos, cruzados sobre el pecho.
—Porque no te acuestas conmigo —respondió Margot.
Alice lo sabía antes de que pronunciase las palabras. Por supuesto que era por el sexo; ¿por qué otra cosa iba a ser? Irguió la espalda, negándose a encogerse para reprimir el dolor. En vez de contenerlo, permitió que la llenase; permitió que ese monstruo rabioso y ansioso fluyera por su ser.
La tensión de sus piernas la instaba a correr, pero ¿adónde iba a ir? Aún compartían cuarto y faltaba una semana para que acabase el semestre. Tarde o temprano tendría que volver. Era inevitable que tuviesen esa conversación. ¿No podría Margot haberle mandado un mensaje de móvil para romper como cualquier ser humano decente?
—Lo hicimos esta mañana —respondió Alice. El miedo le corría por las venas y hacía que su voz sonara tan quebradiza como se sentía—. Dos veces.
—No es la clase de sexo que quiero —dijo Margot, mientras se colocaba uno de sus rebeldes rizos rubios detrás de la oreja.
El monstruo se puso al rojo vivo dentro de Alice. El único motivo por el que Alice se molestaba en practicar sexo era para hacer feliz a su novia. Si Margot no quería, ¿para qué leches lo hacían?
—Pues no me lo pareció. Si mal no recuerdo, y no lo creo, hubo gran cantidad de gritos de felicidad.
—¡Porque se te da bien!
Margot se puso de pie y se acercó a Alice con las manos extendidas.
—Sabes justo lo que me gusta. Pero yo no puedo decir lo mismo de ti. —Margot suspiró—. Quiero tocarte, Alice.
—Me tocas constantemente. —Las manos flácidas de Alice colgaban mientras Margot la cogía por las muñecas—. Ahora me estás tocando.
—Quiero tumbarme en la cama y besarte todo el cuerpo durante horas. Quiero poder demostrarte lo feliz que me haces.
—Eso también lo hacemos. Ya me conoces: sin mimos, me muero.
—Y me encanta eso de ti, pero cuando la cosa se pone seria, es como si te convirtieras en otra persona. Quiero hacer el amor apasionadamente contigo. Es raro no poder devolverte nada de lo que me haces.
—No es raro. —Alice se soltó de un tirón.
—Me hace sentir rara —aclaró Margot con voz suplicante—. Es como si yo no te gustase tanto como tú dices. Cuando nos liamos, es porque yo quiero. Nunca tomas la iniciativa y no tengo permitido hacerte absolutamente nada. En las raras ocasiones en las que nos damos el lote, te juro que noto que piensas en otras cosas.
—¡Pero me gusta besarte!
—Y lo peor de todo es que no confías en mí lo bastante como para explicarme por qué.
¿Por qué, por qué, por qué? ¿Por qué necesitaba Margot saber el porqué? Como si Alice fuera un problema que hubiera que solucionar; como si los dedos mágicos de Margot pudieran mejorarlo todo. Se había dado cuenta, antes de que el concepto «ellas» fuera siquiera una mota en el universo, de que Margot nunca lo entendería. Antes de que decidieran estar juntas, Margot llevaba a otras chicas a su cuarto tan a menudo que habían tenido que inventarse un sistema de «bufanda en el pomo de la puerta» para que Alice dejase de irrumpir en sus frecuentes escarceos.
El sexo era importante para Margot.
Y no era importante para Alice.
—Sí que confío en ti —dijo Alice. No era mentira, pero tampoco era toda la verdad—. Es que es difícil hablar del tema.
—Te pido que lo intentes. Si te importo, lo harás.
Las palabras «soy asexual» rebotaron en el interior de la cabeza de Alice. Sabía que lo era desde hacía tiempo. También esperaba poder vivir esquivando esa realidad como si no importase ni fuera a salir a relucir jamás. El instituto había sido infernal, pero la universidad era un nivel aún más bestia. Todo el mundo parecía intentar acostarse con todo el mundo. Y Alice estaba en el centro mismo de unas aguas ensangrentadas e infestadas de tiburones.
La cosa se había puesto tan fea que hasta había empezado a ponerles nombre a los desastres: La gran decepción del primer año: Robert (edición ilustrada), seguida de cerca por la segunda parte, La chica era pansexual (y me tiraba los trastos, sí), que se convirtió por sorpresa en una trilogía con A los tíos les van las chicas a las que les molan las chicas. Y ahora se había convertido en una tetralogía: Los peligros del sexo y otras lecciones no solicitadas.
Por lo que respectaba a aceptar que era asexual, estaba dividida al ochenta y al veinte por ciento. La parte del veinte por ciento abarcaba el hecho de que Alice era incapaz de referirse a sí misma como «asexual» delante de otra persona, de modo que, en vez de decir toda la cruda verdad, sorteaba la definición.
Alice se sentó en la cama, al fin permitiendo que su cuerpo se doblase sobre sí mismo. Había llegado el momento de guardárselo, de sentir ese dolor y tenerlo cerca del corazón. Grabárselo a fuego, custodiarlo en el fondo, justo al lado de su antiguo apodo: el Cadáver. Se quedó mirando fijamente las bailarinas de color pastel que Margot llevaba puestas con diminuta pedrería cerca de los dedos. Se las había regalado Alice.
—No le veo el sentido —dijo Alice—. No lo necesito. No pienso en el tema.
—¿En el sexo? —Margot soltó una risita muy suave, como si Alice le hubiera contado un chiste con poca gracia—. Pero si eres negra.
—Madre del amor hermoso. —Alice se tapó la boca con las manos y miró fijamente a Margot.
—¿Qué pasa? Yo también sé soltar chistes. —Se quedó confusa durante un momento antes de ponerse roja como un tomate de la vergüenza—. Ha sido racista, ¿verdad? Lo siento, no quería que sonase tan así. Te juro que era de broma.
(Las ventajas de tener una futura exnovia de la Iowa profunda eran infinitas.)
—Pero yo no hablo en broma, lo digo totalmente en serio. Me da igual el sexo. Tienes razón: lo hacía porque tú querías hacerlo.
Margot se sentó al lado de Alice, despacio, como si se tratara de un animal asustado.
—¿Has ido al médico? —preguntó.
Acarició con sus delicados dedos el hombro de Alice, siguiendo la curva hacia el centro de su espalda. Le hacía cosquillas, pero Alice no dio muestras de ello.
—No me hace falta. —Pregunta número uno, pensó.
—¿Sufriste abusos? ¿Es eso?
—No. —Pregunta número dos.
—¿Te reservas para cuando te cases?
—Espero que eso haya sido un chiste.
—Sí —admitió Margot. Alice vio su triste sonrisa por el rabillo del ojo—. Entonces, ¿qué? Dímelo. Tiene que haber algún motivo, a todo el mundo le gusta el sexo. Si no, es como antinatural, ¿no crees?
Ante eso, no tenía absolutamente nada que decir.
Después de unos minutos, Margot (que nunca había sido de suplicar) se alejó de Alice.
—No puedo estar con alguien incapaz de hablar conmigo —dijo.
El carácter definitivo del momento fue como un puñetazo en el estómago.
—Margot…
—Ni puedo estar con alguien que no me desea. Nunca podrías quererme tanto como yo a ti. Lo entiendes, ¿verdad?