Читать книгу Hablemos de amor - Claire Kann - Страница 8

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Ser puntual satisfacía a Alice más de lo razonable. Ese día, su propia puntualidad le dio más garbo al andar y puso una melodía en su corazón mientras entraba en la biblioteca.

A diferencia de la novísima biblioteca de la uni, que pretendía ser un sitio esterilizado, dedicado al trabajo y al estudio todo el tiempo, esta la dirigía el condado y hacía que sus usuarios se sintieran como en casa. Las puertas correderas de cristal se abrían automáticamente para dar paso a un espacio amplio con varios ventanales de arco ojival que prácticamente eliminaban la necesidad de luz artificial. Había hileras e hileras de libros en estanterías de metal negro. La moqueta, que se había colocado mucho antes de que ella naciera, había ido pasando lentamente de su escarlata inicial a un tono morado oscuro, pero lograba dar la sensación de que el color se había elegido a propósito.

A la izquierda, la sección infantil rebosaba colores vivos y personajes de cuentos pintados en las paredes por artistas locales. Todos los muebles se habían reorganizado hacía poco (cosa de Alice, de hecho) para maximizar el espacio en el suelo y crear rincones tranquilos para lectores solitarios. La mediateca empezaba en el extremo derecho. Hileras de ordenadores colindaban con el inicio de la enorme sección de literatura de ficción y los medios digitales disponibles para tomar en préstamo.

Saludó con la mano a Cara Sánchez, la bibliotecaria. Con su metro y medio de estatura, tenía ganado el premio a la jefa más adorable del mundo. Redondita y con el pelo corto, remataba su look con un maquillaje impecable y un labial de un atrevido color rojo. Te daban ganas de cogerla, metértela en el bolsillo y salir corriendo, porque raptar a gente era ilegal.

Cara le devolvió el saludo antes de señalar la mesa más cercana al ascensor.

Alice miró… y su código de monosidad ascendió de inmediato a rojo.

(Eso no le pasaba a primera vista desde el desfile de Victoria’s Secret del año anterior. Y nunca le había pasado en el medio natural.)

Se detuvo frente al ascensor con la vista fija al frente y pulsó el botón. Una sensación extraña y nerviosa se le instaló en el pecho. Alice volvió a observar por encima del hombro, pestañeando con rapidez ante quien miraba su móvil totalmente ajeno a lo que experimentaba ella.

Solo lo veía de perfil. Piel bronceada. Cejas oscuras. Barbilla bien definida. Y un ricito minúsculo que le rozaba la frente. Tenía el pulgar entre los dientes y el dedo índice sobre el labio superior; el resto de la mano formaba un puño relajado. Seguramente fuera para esconder su sonrisa: lo que fuera que leía en el móvil lo hacía adorablemente feliz.

Su código de monosidad se disparó hasta alcanzar nuevas cotas.

Sonó el aviso de que el ascensor había llegado. Alice se sacudió toda aquella sensación y entró. Se giró y pulsó el botón de la quinta planta.

Justo cuando las puertas empezaban a cerrarse, Código de Monosidad Rojo en persona alzó la cabeza y miró directamente a Alice. Se quedó tan pasmada que dio un traspiés y se agarró al pasamanos mientras el ascensor comenzaba a subir.

En la mente de Alice empezaron a atronar las sirenas de Kill Bill.

El ascensor zumbaba, las plantas se iban iluminando y apagando conforme las dejaba atrás, y el aire la rodeaba en su abrazo cálido con olor a ambientador de pino. Como siempre. Nada había cambiado, lo que convertía mágicamente ese día en el día en que estaba a punto de sufrir un infarto fulminante.

Era cierto que llevaba tiempo sin hacer ejercicio (o sea, toda la vida) y que su dieta consistía principalmente en ramen en época de vacas flacas (o sea, siempre), pero eso era pasarse. A su cuerpo le quedaba al menos quince años para tener que preocuparse de algo así.

Una vez salió del ascensor, se dio un momento para recobrar el aliento. La sala de descanso estaba al lado y no tenía claro que estuviera vacía. No es que trabajase mucha gente en la biblioteca, pero lo último que necesitaba era que alguien la viera y le preguntase si se encontraba bien.

(En su cabeza, estaba segura de que tenía la misma mirada de pánico que un ciervo a punto de ser atropellado.)

Por suerte, la sala estaba vacía, lo que le dio unos momentos más para acabar de calmarse. Allí también estaban la máquina y las tarjetas para fichar de todos los empleados. La estancia no era gran cosa ni se le podía sacar más partido (Alice ya lo había intentado). Era una sala rectangular con tres mesas en el centro y sillas alineadas a cada lado. Las paredes estaban cubiertas de carteles artísticos con frases trilladas, carteles oficiales del Gobierno sobre trabajo y avisos para los empleados. Tenía luces integradas, pero Alice las apagó y optó por disfrutar de la poca luz natural que entraba por la ventana tintada.

Essie le había pegado un pósit a la tarjeta de Alice, que resopló. Bueno, pues tocaba trabajar. El análisis de monosidad tendría que esperar.

(Igual luego seguía abajo…)

(¡CÉNTRATE, TÍA!)

(¡Vale, vale!)

Despegó la nota de su tarjeta y fichó mientras la leía:

He tenido que salir un momento, no tardo. Por favor, enséñale a Takumi cómo se ficha y haz una copia del manual. ¡GRACIAS!

—¿Quién narices es Takumi? —Dobló por la mitad el pósit antes de tirarlo a la papelera. Takumi Shibue ya tenía una tarjeta temporal en la pared, pero aún sin foto.

De nuevo abajo, esperaba detrás del mostrador de información a que el manual acabase de imprimirse cuando notó esa sensación en la nuca que indicaba que alguien llevaba mucho rato mirándola. Intentó mirar disimuladamente quién era y… Dios.

(Jesusito, apiádate de su alma.)

Su código de monosidad rebasó la zona roja. De ser una válvula de presión, se habría resquebrajado.

Era guapísimo. Y Alice no usaba esa palabra a la ligera. No era guapísimo en plan vecino de al lado, sino tan increíblemente guapísimo que te hacía olvidar todo concepto de moralidad. Era guapísimo a un nivel que te haría apuñalar por la espalda a tu mejor amiga de la guardería, quemarle la casa y largarte a vivir la vida con su marido. Guapísimo nivel «nos lo montamos en la sala de descanso, aunque sabes que hay cámaras de seguridad».

Como si ella fuera a hacer ninguna de esas cosas…

Siempre se reía de los personajes que perdían hasta el último ápice de sentido común en la tele y las pelis cuando alguien demasiado atractivo como para describirlo se cruzaba en su camino. Si ese chico actuase en una serie, se lo consideraría del nivel de atractivo que provocaría giros argumentales a mitad de la temporada y vuelcos de ciento ochenta grados en el segundo acto, que dejarían al espectador al borde del asiento porque sus queridos personajes estaban acabados tras perderse en esos ojos de color marrón oscuro.

Y era él quien la miraba fijamente.

(Demasiado mono.)

(Se estaba produciendo una auténtica sobrecarga por monosidad.)

Vamos a ver, ser tan mono no podía ser legal. Quienquiera que fuera no solo se había pasado su escala: se la había cargado.

Código de monosidad: Negro, la nueva generación.

Tenía que ser él o el ataque al corazón había dado paso a un virus febril que la desorientaba. Así pasaba en las películas: algún pobre diablo (Alice) estaba estupendamente, tenía un día perfectamente normal (¡y puntual!). Y de repente, de la forma más tonta, entraba en contacto con el paciente cero y ¡zasca! Sudores incontrolables, fiebre, escalofríos, hemorragias y para acabar… la muerte.

Aquello no iba a matarla (seguramente), pero se hacía una idea de lo que era.

Atracción: La última frontera.

Atracción ultrafatala.

La muerte hecha atracción.

—¿Seguro que necesitas tantas copias? —preguntó Cara.

Alice salió de su bucle interno y miró abajo.

—¿Qué? ¡Mierda!

Se le había ido el dedo. En vez de una copia, había marcado hacer once. Pulsó el botón Cancelar una y otra vez, como si así la máquina fuera a pillar el mensaje antes. Cara se rio.

—¿Estás bien?

—Sí, de fábula. —Alice se frotó la cara con una mano—. Oye, ¿ese chico de ahí espera que alguien lo ayude o algo?

—Sí. Tú. Es el nuevo empleado, Takumi.

—¿Ese es Takumi? —susurró.

—Sí —dijo Cara lentamente—. Es el que Essie quiere que formes.

—¿Ese? —Carraspeó—. ¿Estás segura?

—Es el único empleado nuevo, y tú, la única ayudante. Estoy segura —dijo Cara, impávida—. ¿Lo conoces?

—Qué va, no lo he visto en la vida.

—Vale. —Se rio—. Aquí viene. Si necesitas ayuda, sabes dónde encontrarme.

Ay, no, aún no. Si le diera tiempo a…

—Eres Alice, ¿verdad? Essie me describió cómo eres. Pensé que me daría mejor resultado preguntarte antes que seguir mirándote fijamente —dijo Takumi.

Era lo bastante alto como para que ella tuviera que mirar hacia arriba.

—Sí, lo soy. Alice. La misma —dijo, mientras le estrechaba la mano.

Ojalá no notase que le sudaban las manos. Ojalá Takumi no se las limpiase en los pantalones, porque Alice tenía bastante claro que se moriría de la vergüenza.

—Yo soy Takumi.

Sonrió y a Alice le entró un tic en el ojo. Todo iba como la seda.

—Por aquí. —Alice señaló el ascensor con la mano.

Takumi tenía los hombros anchos, manos grandes y fuertes, los ojos marrones y una sonrisa que tendría que haber estado penada por ley.

El ascensor sonó en cuanto Alice pulsó el botón.

—Tú primero —dijo él.

Alice se sentía como si estuviera teniendo una experiencia extracorporal. No tenía la capacidad de pensar en nada más, así que se centró en lo mono que era. Tenía sueños con ese nivel de monosidad; no deberían manifestarse en la realidad.

Tenía una mandíbula preciosa. Y un pelo brillantísimo que se había teñido del azul más oscuro que existía. Y olía de muerte.

Cuando él volvió a mirarla, Alice se centró en mirarse los pies.

—¿Hace mucho que trabajas aquí?

—Sí.

—¿Te gusta?

—Seh.

Él dudó antes de preguntar:

—¿Qué es lo que más te gusta?

La respuesta se formó en la mente de Alice, una frase hermosa, rebosante de ingenio, que lo tiraría para atrás. Pero, de algún modo, durante la casi instantánea ruta del cerebro a la boca, las palabras decidieron combatir a muerte entre ellas. ¿Y cuál fue la única que salió victoriosa? «Cosas».

Takumi esperó a que continuase y, cuando no dijo nada más, se rio.

—No eres muy habladora, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza y él sonrió.

—No pasa nada.

El ascensor sonó al llegar y se abrió. Takumi indicó con la mano (¡¡¡otra vez!!!) que saliera ella primero. Alice salió del ascensor como si se hubiera pasado la tarde tocando en una banda en un campo de fútbol a pleno sol; por supuesto, no le faltaba el sudor recorriéndole la espalda. Después de abrir la primera puerta a su izquierda, se quedó a un lado para dejarlo pasar.

—Esta es la sala de descanso —dijo, mientras se cocía a fuego lento en una buena cantidad de desprecio por sí misma.

Él pasó a su lado y ella respiró hondo para calmarse… No, a ver, mentira podrida. Alice acababa de vivir su primer momento baboso y se había coronado como la señora Babosa Grimósez, famosa en el mundo entero.

—Tarjetas. —Alice señaló la pared.

—¿Tengo que fichar?

—Sí.

—¿Y mi tarjeta está en la pared? —preguntó, mientras ya la buscaba.

—Orden alfabético. Por apellido.

—Ya me he dado cuenta.

—Claro, lógico.

Él sonrió abiertamente mientras miraba a los ojos a Alice, que se irguió, contuvo el aliento mientras contaba hasta diez y soltó el aire despacio. Takumi giraba su tarjeta entre los dedos.

—Bueno, ¿qué hago?

Alice señaló la caja roja.

—Basta con que la deslices ahí. Ficha al entrar y al salir a comer. Las pausas entran en el horario de trabajo.

—Y ahora, ¿qué?

—Pues no lo tengo claro. Essie solo quería que te enseñase a fichar. Supongo que puedes esperar aquí a que vuelva, yo tengo que seguir trabajando.

—¿Y nada más?

Alice le entregó el manual que había olvidado darle y con el que había cargado todo el tiempo.

—Bueno, adiós.

Hablemos de amor

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