Читать книгу Hablemos de amor - Claire Kann - Страница 4
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Margot se había ido hacía exactamente diecisiete horas. Tras cinco días de caminar como en un campo de minas por el cuarto de ambas, Margot le había dicho a Alice que quería una «ruptura total» antes de acabar de mudarse. Ni siquiera quería que siguieran siendo amigas porque la asexualidad era antinatural.
(Vale, igual Margot no había dicho justo eso, pero poco le había faltado.)
(Como si su identidad fuera contagiosa y tuviera la capacidad de hacer desaparecer la libido por encima de la media de Margot.)
—Aquí tienes —dijo Moschoula, mientras dejaba sobre la mesa la tercera taza de café de Alice.
Moschoula tenía la piel bronceada, del tipo de color que daba a entender que probablemente fuera mestiza y no blanca, con el pelo ondulado de color cobrizo natural recogido en un moño en la coronilla.
Código de monosidad: Amarillo, sin ninguna duda.
En el instituto, una intensa obsesión con lo estético había pillado a Alice por sorpresa, de modo que había empezado a codificar sus reacciones. Había creado «el código de monosidad de Alice», con su propio círculo cromático, para clasificar fácilmente: de verde a rojo, con todos los colores entre esos dos.
—Y un pastelillo de almendra. Invita la casa —dijo Moschoula—. ¿Te esforzarás para que tu día mejore?
Hasta acurrucada en lo más hondo del Salty Sea Coffee & Co., con sus paredes de tiza, preciosos paneles de madera y luz ambiental a raudales en la hora punta de la mañana, cuando nadie tendría que haberle prestado atención, Alice irradiaba tristeza como una nube nuclear. Había ido a esa cafetería para no quedarse regodeándose en su miseria, sola en el que ahora era su cuarto medio vacío. Y también para no llorar.
(Pero, Dios, nada le apetecía más que darles trabajo a sus lagrimales.)
—No tengo un mal día, estoy bien, en serio.
—Llevas viendo vídeos de animalitos desde que llegaste, y aún no te he oído reírte ni una vez. Olvidas que te conozco. Es evidente que pasa algo.
—He apodado esta zona «el rincón de la desgracia». Estoy infectada.
A dos mesas de Alice, había sentada una chica que parecía estresada a morir. Miraba al infinito con los ojos abiertos, húmedos e inyectados en sangre. Con los puños, tensaba las mangas de su chaqueta, que tapaban el dorso de sus temblorosas manos.
La melancolía fluía en oleadas de la muchacha, sumiéndola en la oscuridad. Caray, era verla y tener ganas de abrazarla. Varias veces y con al menos una hora de arrumacos en silencio. A Alice (una firme creyente en el poder de los abrazos) le encantaban los mimos, pero sabía que no le pasaba igual a todo el mundo.
Moschoula miró la pantalla del móvil de Alice.
—A ver, es que míralo. Eso merecería al menos media sonrisa.
En esos momentos, un cachorrito de tejón hacía la croqueta en una montaña de mantas. Desde luego, verlo le dejaba el corazón tan calentito que era para morirse. En vez de reaccionar al vídeo, suspiró. Suspiró antes de morderse el labio inferior.
—Estoy bien.
Moschoula sonrió con bondad y preocupación. A Alice le encantaba que fueran amigas, y no solo porque Moschoula empezaba a prepararle su pedido para llevar en cuanto la veía acercarse por la calle y le daba pastelillos gratis. Había conocido a Moschoula y su gente durante la celebración de un Día del Orgullo en la uni; ella había sido la única chica de ese grupo que no desairó a Alice por ser bi.
(Y la única persona que había conocido a la que le encantaba ver competiciones de gimnasia.)
—Tengo que seguir trabajando —dijo Moschoula, que miró rápidamente por encima del hombro y se volvió hacia Alice para dirigirle una última sonrisa—. Si necesitas cualquier cosa, silba. Lo que sea.
Alice asintió antes de volver a ponerse los auriculares. Pasó de vídeos a una lista de canciones con el acertado título «Nadie lo sabe», así llamada por el título de una de sus canciones preferidas de un grupo de un solo éxito, y dejó caer la cabeza sobre la fría madera de la mesa.[1]
Siendo sincera, no estaba enamorada de Margot, pero habían tenido potencial. Hasta tenía pensado decirle a su padre que tenía novia (con la esperanza de que se lo dijera con delicadeza a su madre). Incluso su mejor amiga, Feenie, le había dado el visto bueno a Margot, algo que era de lo más inusual.
(A excepción de su novio Ryan y de Alice, Feenie odiaba a todo el mundo, incluida su propia familia biológica.)
Las lágrimas se acumularon entre las pestañas de Alice y el puente de su nariz. Cuando parpadeó, la primera lágrima se separó y resbaló hasta salpicar la mesa. La limpió antes de que la viera alguien a quien pudiera importarle lo más mínimo.
Todo había sido idea de Margot. Ella había besado a Alice primero. Ella la había convencido de que salieran juntas. Ella la había querido, había querido estar con ella. Y Alice se lo había creído todo, se había colado por Margot y por todo lo que podían ser. Alice había creído en Margot y en su relación. Le había dado millones de vueltas y cada noche la resucitaba en sus sueños. Margot había hecho que quisiera esa clase concreta de felicidad. Le había hecho creer que podía tenerla.
Decir que se sentía estúpida se quedaba cortísimo.
¿Cómo había podido decir Margot algo así?
¿Qué convertía al sexo en algo tan esencial que la gente era incapaz de separar el amor emocional que sentían de un acto físico?
El amor no debía depender únicamente de exponer tu cuerpo físico ante otra persona. El amor era intangible. Universal. Era lo que fuera que alguien quisiera que fuera y debía ser respetado como tal. Para Alice, era quedarse despierta hasta tarde hablando de todo, de nada y de cualquier cosa porque no querías dormirte: echarías demasiado de menos a la persona con la que estabas. Era descubrirte sonriendo a esa persona antes de que te pillara porque: «Ostras, ¿cómo es posible que exista?». Era la intimidad de los secretos compartidos. La comodidad de la aceptación incondicional. Era la confianza de saber que, pasara lo que pasara, esa persona siempre te apoyaría.
Si Alice ni siquiera podía decirle a Margot que era asexual, no, no estaba enamorada de ella. Ese momento, esa inesperada distorsión en su vida no la mataría. Sin embargo, eso no quitaba que deseara con todas sus fuerzas pulsar un botón que omitiera ese momento.
(Es que dolía como un mal bicho, joder.)
(Un mal bicho muy insistente que parecía querer salírsele del pecho a dentelladas.)
Un paquete de Kleenex aterrizó en la mesa, cerca de su cabeza. Sobresaltada, se incorporó y se destapó una oreja. Moschoula se deslizó en la silla de enfrente con el delantal sobre un hombro.
—Estoy en la pausa —dijo—. Tú estás llorando. Deberíamos hablar.
—Margot rompió conmigo —soltó Alice de sopetón.
—Qué mierda. Lo siento.
Le acercó los Kleenex suavemente. Alice asintió en reconocimiento a su empatía mientras intentaba sonarse la nariz sin sonar como un ganso.
—Pensaba que las cosas os iban bien. ¿Te dio algún motivo?
Gracias a todo lo blandito del mundo, logró no rechinar los dientes.
—Pues sí que fue mal —comentó Moschoula, arqueando las cejas—. ¿Quieres hablar del tema?
—No. Pero gracias.
Moschoula era más el tipo de amiga de: «Oye, vamos a ver las tres primeras temporadas de American Horror Story este finde». Su rollo no era tanto: «Oye, me han roto el corazón. Escúchame y hazme sentir mejor, anda».
—¿Sigue en pie lo del viernes por la mañana?
Llevaban dos semestres seguidos viviendo a dos cuartos de distancia en la misma residencia. Moschoula se había prestado voluntaria para ayudar a Alice a cargar su furgoneta alquilada para mudarse, pero no podía ayudarla a descargar. Tenía que coger un vuelo para irse de vacaciones de verano a alguna isla de ensueño.
—Sí. Esas cajas no se van a mover solas. Te agradezco de antemano que vengas, tu tiempo y tu mano de obra.
—Puedes agradecérmelo pidiendo anchoas en la pizza con la que me sobornaste.
Alice hizo una mueca de asco.
—Pero si están saladísimas y saben a mar. ¿Por qué?
—Es lo que quiero.
—Bueno, y yo quiero que me lleves contigo en tu equipaje, pero ni siquiera me dejas intentarlo.
Moschoula tocó el dorso de la mano de Alice.
—Me alegro de verte sonreír.
—Solo para ti —dijo Alice.
—Sabes que mi novia no soporta que me digas cosas así.
—La devoción y los cumplidos continuos son mi forma de expresar afecto. —Alice puso los ojos en blanco—. Y no es que lo vaya diciendo delante de ella. Tiene literalmente cero motivos para estar celosa.
Moschoula suspiró.
—Creo que solo quiere que… le sueltes piropos a ella también.
—Ah. —Alice frunció los labios—. Pensaba que no le caía bien, pero creo que no habrá problema.
Sonó la alarma de su móvil: su aviso de que faltaban diez minutos para que empezase su última clase. Vivía (y menos mal) mediante las alarmas constantes que se ponía a lo largo del día. Si no estuvieran en su calendario para recordarle las cosas, lo más probable era que se olvidase de hacer lo que fuera.
—Sinceramente, tengo ganas de vomitar. Por si no tuviera bastante, estoy a punto de suspender el examen de Mates. Los exámenes finales me destrozan el aparato digestivo —dijo Alice mientras recogía sus cosas.
—Tú puedes. Confío plenamente en tus habilidades matemáticas. ¿Te acompaño fuera?
—No hace falta. ¿Me abrazas, porfa?
—Siempre.
Moschoula daba unos abrazos estupendos, con la presión adecuada: ni mucha ni poca, nada de palmaditas incómodas en la espalda. Y encima siempre olía a limón.
—Te echaré de menos cuando me vaya. —Moschoula se separó—. Anímate, Charlie.[2]
—Estupendo, ahora quiero chocolate. Y uno de esos refrescos gaseosos de la fábrica de Wonka.
—Pues lo tienes un poco crudo.
—Ahora todas las tiendas de zumos venden hierbajos comestibles, así que no creo que falte mucho. Los científicos pronto averiguarán cómo se fabrican.
Alice rio por primera vez en diecisiete horas y veintinueve minutos. Fue breve, poco más que una risa entre dientes, pero ahí estaba. Menos mal que tenía a sus amigos. ¿Qué sería de ella de no tenerlos?
(Ojalá nunca jamás tuviera que averiguarlo.)