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3. LOS MODOS DE EFICIENCIA

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El contenido y la denominación se toman de la obra de Cassirer, y más cerca de la problemática –central en su espíritu– del «fenómeno de expresión». En el tercer tomo de Filosofía de las formas simbólicas (1998), podemos leer: «Porque toda realidad efectiva que captamos es menos, en su forma primitiva, la de un mundo preciso de cosas, erigido ante nosotros, que la certeza de una eficiencia viviente experimentada por nosotros»*. Si tomamos en serio esta opinión, es decir, si la aceptamos como directriz y poiética para la comprensión del pensamiento mítico, nos conducirá a rechazar la «tentación algebraica» preconizada, aunque por razones distintas, por Saussure3 y por Hjelmslev4. En cuanto a la terminología, admitiremos que, grosso modo, el «fenómeno de expresión» para Cassirer y la «sustancia del contenido» para Hjelmslev se refieren a las mismas magnitudes: aquellas que aluden comúnmente a la afectividad. A pesar de que estos dos maestros hayan, salvo error o ignorancia de nuestra parte, permanecido ajenos el uno al otro, ambos han abordado la misma cuestión: la de la precedencia que se debe observar entre la forma y la sustancia. Hjelmslev, en este punto, es el continuador de Saussure (1974) cuando este último afirma: «Dicho de otro modo, la lengua es una forma y no una sustancia» (p. 206). La afectividad, por lo que concierne al plano del contenido, se encuentra, pues, expulsada; luego, reintroducida. Sin embargo, Cassirer (1998, t. 3) rechaza la legitimidad de ese doble gesto:

Ciertas teorías psicológicas desconocen los puros fenómenos de expresión cuando los hacen nacer de un acto secundario de interpretación, explicándolos como productos de la «empatía». El defecto capital de esas teorías y su prôton pseudos consiste en invertir el orden de los datos fenoménicos. Para eso deben previamente suprimir la percepción, convertirla en un complejo de simples contenidos de la impresión sensible para después reanimar ese «material» muerto de la sensación, gracias al acto de penetración afectiva. Pero la vida que así le toca en reparto es, en último análisis, obra de la ilusión psicológica. (p. 92)

Por esa misma razón, nosotros hemos formulado la tensividad como una «determinación», en la cual la intensidad subjetal es la constante y la extensidad, la variable.

Con el término eficiencia, Cassirer designa, pues, la aserción por el sujeto de una afección5. A fin de disponer de un metalenguaje operativo y adecuado, admitiremos que el modo de eficiencia designa la manera como una magnitud se instala en el campo de presencia: si ese proceso es efectuado a pedido, según el deseo del sujeto, en ese caso, retendremos la modalidad del «llegar a» [parvenir]; si la magnitud surge contra toda espera, negando ex abrupto las anticipaciones razonables, los cálculos minuciosos del sujeto, hablaremos de la modalidad del «sobrevenir» [survenir]. Desde el punto de vista paradigmático, el modo de eficiencia es estructurado por la distensión del «llegar a» y del «sobrevenir».

Esta exposición sumaria requiere de cuatro observaciones. (i) La pregnancia del «sobrevenir» es sin duda tan antigua como el mundo, puesto que la filosofía ha reconocido y reconoce en el asombro, en el thaumazein de los griegos, el corazón de nuestros afectos y de nuestros pensamientos. Esa preeminencia ha sido reconfirmada por Descartes (1991) en su análisis intacto de la admiración:

Cuando el primer encuentro de un objeto nos sorprende, y lo juzgamos nuevo o muy diferente de lo que antes conocíamos, o bien de aquello que suponíamos que debía ser, eso hace que lo admiremos y que nos asombre. Y como eso puede ocurrir antes de que podamos conocer si ese objeto nos conviene o no nos conviene, me parece que la admiración es la primera de todas las pasiones. (pp. 108-109)

(ii) Al sostener que esa pregnancia de lo sobrevenido es tan antigua como el mundo, queremos decir que lo divino es inseparable, en gran número de sociedades, de un surgimiento, de una epifanía:

Se dice en particular que la expresión manitu es empleada siempre que la representación y la imaginación son excitadas por algo nuevo y extraordinario: si durante la pesca uno atrapa un ejemplar de una especie aún desconocida de peces, eso hace nacer de inmediato la expresión manitu. (Cassirer, 1998, t. 2, p. 104)

La modalidad del «sobrevenir» estaría, pues, vinculada con la exclamación, que nosotros consideramos como el pivote de la estructura frástica. Pero esto es aún demasiado decir; según Cassirer (1998, t. 2), la pertinencia deber ser atribuida no a la exclamación, sino rendida a la interjección: «Las expresiones wakan y wakanda entre los sioux parecen remontarse etimológicamente a interjecciones que traducen el asombro» (p. 104). El evento es esa magnitud extraña, por decirlo así, extraparadigmática, o más bien que se manifiesta primero en el plano sintagmático por una anticipación, y espera por ese mismo hecho su identidad paradigmática. La fórmula del evento comprendería, de esta manera, una anticipación sintagmática y un retraso paradigmático. El evento rompe el ajuste sintónico ordinario de lo sintagmático y de lo paradigmático.

(iii) Desde el punto de vista figural, el «sobrevenir» y el «llegar a» son regímenes de valencias dirigidos por el tempo.


Las magnitudes postuladas son ante todo cuantitativas, pero nosotros aceptamos la hipótesis según la cual las diferencias cualitativas concentran diferencias cuantitativas, movilizando dos argumentos. El primero estipula que la gradualidad, a la cual, según parece, Saussure se adhería6, queda fuera de alcance si las magnitudes no se presentan mentalmente como divisibles. En segundo lugar, sin esa misma divisibilidad, la sintaxis estaría condenada al «todo o nada», condenada a desconocer las virtudes, en otro tiempo consideradas superiores, del matiz y de la lentitud. En la semiótica greimasiana, esa carencia figural fue suplida con la aspectualidad, es decir, con un dato figurativo.

Si volvemos ahora a nuestro diagrama, las dos tensiones conservadas [subitaneidad vs. progresividad] y [brevedad vs. longevidad] se ajustan una a otra por medio de aumentos y de disminuciones correlacionadas. Pero, cualesquiera que sean sus méritos, el diagrama deja escapar un dato semiótico capital: la característica. Un diagrama no es nunca más que la proyección de un análisis y de sus resultados: el acoplamiento de por lo menos dos definiciones. Partiremos, pues, de nuestro análisis, y nos esforzaremos luego en generalizar.

En los Cuadernos (1973), Valéry, atormentado por los secretos del tiempo, anota: «El tiempo largo se hace sentir durante… El tiempo corto se hace sentir después» (p. 1329). La distensión paradigmática o morfológica [largo vs. breve] sigue siendo, en un sentido, incompleta si no comprende también una marca sintagmática: [simultaneidad vs. posterioridad]. La lectura de los Cuadernos muestra de inmediato que para la primera frase Valéry tiene en mente un proceso, cuyo agente es el sujeto, mientras que con la segunda se refiere a la sorpresa. De tal modo, la extensión temporal es la del actuar y la de la paciencia que el actuar razonado supone; y la brevedad es la del padecer que lo inesperado y brusco impone al sujeto. Entendemos por característica la junción, la connivencia singularizante de la paradigmática y de la sintagmática; la característica misma reside, pues, en la intersección de la morfología y de la sintaxis, intersección que constituye una preocupación permanente de la reflexión hjelmsleviana:

Lo sintagmático y lo paradigmático se condicionan constantemente. […] nos vemos obligados a introducir consideraciones manifiestamente «sintácticas» en «morfología» —incluyendo en ella, por ejemplo, las categorías de la preposición y de la conjunción, cuya sola razón de ser se encuentra en la sintaxis—, y a colocar en la sintaxis hechos plenamente «morfológicos», reservando forzosamente a la «sintaxis» la definición de casi todas las formas que se pretende haber reconocido en «morfología». (Hjelmslev, 1972, p. 189)

(iv) En fin, y esta será nuestra cuarta y última observación, a fin de dar cuenta de la complejidad que los discursos nos presentan, debemos introducir una distinción suplementaria entre modos de eficiencia directores y modos secundarios o asociados. El «sobrevenir» y el «llegar a» se inscriben por ahora como modos directores. (a) El «llegar a» está asociado a dos modos secundarios: el auxiliar [subvenir], que, después de la virtualización de su clasema, toma el relevo del «llegar a» cuando el sujeto operador no alcanza el resultado que se había fijado; y el proveer [provenir] toma el lugar del «llegar a» cuando el proceso tiene por agente supuesto un sujeto no-humano; una de las dimensiones de la reflexión de Spinoza (1955) concierne justamente a la mutación-conmutación del «llegar a» antropomorfo en proveer [provenir]: «Tal es esta libertad humana que todos se vanaglorian de poseer y que consiste solamente en que los hombres tienen conciencia de sus apetitos e ignoran las causas que los determinan» (pp. 303-304). El paradigma propio de este modo de eficiencia reside en la dependencia de las vicisitudes paradigmáticas y sintagmáticas que afectan la identidad y la eficacia del sujeto operador. (b) Por su lado, el «sobrevenir» se muestra la mayor parte de las veces como la denegación del prevenir en su acepción genérica, según el Micro-Robert: «III, 2.° Impedir con sus precauciones (un mal, un abuso). “Más vale prevenir que curar”». En La dialéctica de la duración (1978), Bachelard cree que debe definir el sujeto en estos términos: «La conciencia pura se nos presentará como una potencia de espera y de acecho» (p. VI), pero el espectáculo del mundo muestra que si esta definición está motivada, es porque el sujeto, y sin duda el viviente en general, es ese ser que siempre puede ser sorprendido, tomado por sorpresa, desprevenido, y que si buscamos el objeto necesario de los verbos esperar y acechar elegidos por Bachelard, solo encontramos uno: lo inesperado, a tal punto que Greimas mismo tituló «La espera de lo inesperado» el último capítulo de De la imperfección*, como deferencia a la gravedad del «sobrevenir».

En fin, la complementariedad antagonista del «llegar a» y del «sobrevenir» parece hallarse, según una medida que resulta muy difícil de precisar, en el principio, en la base de los grandes estilos estéticos, puesto que el estilo clásico, de acuerdo con la descripción que de él hace Wölfflin, está del lado del «llegar a», mientras que el estilo barroco, centrado en el aparecer y en la aceleración, asume el «sobrevenir». A este respecto, el arte moderno ha dado ampliamente la razón a Baudelaire cuando este último anunciaba en el texto titulado «Exposición universal de 1855» (1954b) el advenimiento de lo «bizarro»: «Lo Bello es siempre bizarro. […] Digo que contiene siempre un poco de bizarría, de bizarría espontánea, ingenua, no buscada, inconsciente, y que esa bizarría hace que lo bello sea Bello. Esa es su matrícula, su característica» (p. 691). En estas condiciones, si cada arte es claramente, a partir de las exigencias y de los recursos del plano de la expresión que contiene, una «deformación coherente», la totalidad virtual de las artes —de las cuales las obras de Edgar Faure y de André Malraux dan una idea— constituye una mímesis, así como la totalidad de las lenguas, por sí mismas «subjetivas», conformaba para Humboldt nuestra objetividad.

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