Читать книгу Plegaria en el asedio - Damir Ovčina - Страница 24

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Retumba la puerta del portal. Sobresaltado hago memoria de quién soy y dónde estoy, de lo que ha pasado, y qué golpes son esos abajo. Consigo ponerme lo imprescindible y empiezo a contar. Delante del bloque alguien grita por un megáfono que todos salgan inmediatamente de los pisos y esperen. Abro. Salgo a la puerta. Los ancianos vecinos, originarios de algún pueblo de Croacia, silenciosos, en pijama debajo de la bata, de pie, apoyados en la pared pintada con pintura oleosa azul. Las gafas puestas. Les pregunto cómo están, la mujer se lleva una mano a la cara, el hombre dice que él está bien teniendo en cuenta los tiempos que corren, pero que su esposa está muy, muy débil, que ellos no pueden soportar esto, que va a pedir que los dejen regresar al lugar del que vinieron en los años sesenta para construir esta ciudad. Le trae a ella una silla y una manta y me cuenta que aquellos eran buenos tiempos, que se construía, que él trabajó en la construcción del edificio de correos del barrio de Malta, del edificio de la empresa Elektroprivreda, del de la escuela de Grbavica y del de la escuela de música 29 de Noviembre, que fueron de los primeros en comprarse un Fićo en Sarajevo, que todos los de correos salieron para verlo. Sienten lo de mi madre, ¿cómo está mi padre?, ¿qué planes tengo yo para cuando acabe este lío? Dos pisos vacíos. En la escalera asoma primero el cañón de un fusil, luego una šajkača, el gorro tradicional serbio, y una cabeza con mechones de pelo bajo el gorro, una camisa de camuflaje, arremangada, la bandera roja, azul y blanca con las cuatro eses, un tipo en la cuarentena y detrás de él otro de mi edad con cazadora vaquera y bolsa de munición en el cinturón marrón y por fin uno más con uniforme de reservista de la policía. Que me ponga contra la pared. Me cachean. También las perneras. Que bajemos. Entran en las casas buscando armas. En la planta baja cuatro tipos más, la abuela y la nieta particularmente amistosas y un poco protectoras conmigo y con los ancianos de mi planta, también están con dos jubilados no muy mayores. No los conozco mucho y responden con reservas a mi buenos días. Solían conducir un Lada cuadrado. No parecen preocupados. Hay que poner orden y que se sepa qué es de cada uno, ellos no le desean mal a nadie, pero ya era hora de parar el desmoronamiento y la ruptura del Estado. Le preguntan a la abuela por la salud y a la nieta por el trabajo. Que cuándo ha terminado la carrera. Que qué trabajo va a encontrar con Filología Rusa.

Ya saldrá algo, lo principal es que este lío se acabe.

A mí me llaman arriba. Ella me mira con complicidad. Me posa una mano en el hombro, dice que no me preocupe. Oigo a la mujer del funcionario del fondo de pensiones, ¡bah, a esos ni caso!, ellos saben de sobra de qué va esto, se hacen los tontos, pero se están organizando, quieren su Estado, lo quieren todo. Subo las escaleras saltando los escalones de dos en dos.

¡Siéntate!

Yo al sofá.

Mira, no tienes la resolución de la Comisión de Vivienda sobre la adjudicación del piso, no tienes carné de identidad, te están verificando, no estás en el lado bueno ni en el lugar adecuado, desde luego. ¿Armas?

No.

¿Dinero?

Saco los dinares y los pongo en la mesita. Unos cuantos billetes marrones y azules con muchos ceros. Que repita qué hago yo aquí. Lo cuento con pocas frases.

¿Dónde está tu padre?

Digo la dirección.

¿Está en los Boinas Verdes, en la policía o algo por el estilo?

No.

El tipo cuarentón se me acerca con profundo disgusto en los ojos, levanta la mano izquierda y me da un bofetón con el dorso. Uno de ellos se ríe, otro calla como si se sintiera un poco incómodo. Yo sorprendido. Que les cuente qué he hecho y dónde he estado el último mes. Se lo describo con un par de imágenes. Que vuelva abajo. Ella me pregunta con la mirada y unas breves palabras y yo con un ademán de la cabeza le confirmo que estoy bien. Bajan llevando algo en bolsas. Los tres tipos los últimos.

¿Puedo ir ahora allí donde debo presentarme?

¡Piérdete!

Ella me acompaña hasta la puerta del portal y se queda esperando. La abuela la llama y ella contesta que volverá enseguida. Delante del portal un centinela treintañero, sin afeitar, con casco verde y máscara antigás colgada del muslo izquierdo. En la planta baja del edificio rojo una decena de hombres con uniformes distintos. El mandamás parece uno con mono negro, un fusil de asalto y chaleco con munición extra. Les han traído el desayuno. Una ráfaga desde el puente, luego otra, y del edificio más cercano al puente, una ametralladora.

¿Quién eres? ¿Adónde vas?

Se lo explico.

¡A ver, el documento de identidad!

No tengo, lo están verificando.

Hala, ya te he verificado yo quién y qué eres, ¡largo!

Yo hasta el pasaje. En el extremo, un parapeto para que no se vea desde el Parlamento. De guardia, un hombre mayor con un capote muy pesado. También le explico a él el asunto y llama a la puerta del cuartel general. Dentro, el mismo de ayer.

Vamos a ver, camarada. Tú tienes que contribuir un poco a nuestra lucha justa, ¿no te parece?

No sé qué hacer con las manos. Las cruzo a la espalda, luego delante, miro un cartel, la bandera, los papeles en la mesa.

Teniendo en cuenta que eres lo que eres y no tienes la culpa, voy a intentar ayudarte. Te vamos a destinar a un pelotón de trabajo, recibirás un carné, nadie más podrá movilizarte, estarás para cuando se necesite algo, ayudarás a llevar cosas a la gente y tal. Pronto, en cuanto la situación se calme, tú por tu lado, nosotros por el nuestro y sanseacabó. Ya ves todo este desastre. Han venido estos amigos, ellos tienen unos métodos un poco diferentes, son bastante impacientes, así que, hasta que les expliques quién eres y qué haces aquí y que tus tataratatarabuelos cambiaron de religión, mal asunto. Si alguien te toca, recurre a mí con toda libertad. Diles Zoka.

En la calle del trolebús están poniendo barreras en dirección a Skenderija. Un camión de la arteria principal se repliega entre los edificios de la calle Lenjinova. Una ráfaga desde el cementerio judío. Por encima del hombro echo un vistazo a la otra orilla del río y capto un trocito del museo y del hotel soleado. Ella en la ventana y de allí a la puerta mientras subo por las escaleras. Le comento algo de lo que me han dicho. Ella menea ligeramente la cabeza y me indica que vayamos arriba a comer algo, tomar café y charlar un poco. Acepto sin vacilar. A través de las puertas la radio emite en la segunda planta unas noticias y en la tercera otras.

Ella me sigue con una bandeja llena. Se ha hecho un moño. La pareja que espera poder marcharse a Croacia habla en las escaleras de que tal vez les hayan desaparecido algunas joyas, que les han revuelto toda la casa, que ellos no pueden soportarlo y que van a pedir que los dejen irse, que esto es horrible y que no tienen culpa de nada. En el piso contiguo al mío la puerta forzada. Dentro está todo tirado y reina el silencio. En mi cuarto de estar, huellas de barro y ceniza en la alfombra. Ella pone en la mesita una džezva azul con dos tazas y un azucarero. Dice que le han dado un permiso para moverse, que puede ir y venir por esta primera zona de guerra. Le han ofrecido trasladarse a un lugar más seguro. Ni ella ni su abuela quieren.

La abuela quiere morir en su casa.

Y yo preferiría no morirme de ningún modo.

Claro. Morirse no es precisamente una suerte.

Te traeré una escoba para que pongas un poco de orden.

Tú realmente estás empeñada en salvarme.

Empeñadísima.

¿Por qué?

Vaya pregunta.

Es que tengo que saberlo.

Pues creo que debo hacer algo bueno.

Qué bonito por tu parte.

Y por tu parte también.

Más bonito por la tuya. ¿Está enfadada tu abuela porque me visitas?

En absoluto. Ella es una mujer cabal.

Tú también lo eres.

Pero no soy una abuela.

No lo eres.

Es cierto que soy un poco mayor que tú, pero tampoco una abuela.

Definitivamente no. De ninguna manera.

Gracias.

Entonces, ¿ya no estoy en deuda contigo por la comida, el café, las toallas y las mantas?

Al contrario, ahora soy yo la que debe.

Yo con ella hasta la puerta, baja por las escaleras y se despide con una señal de la mano entre la barandilla. Leo treinta páginas de golpe y, un poco retirado de la ventana, atisbo la calle Zagrebačka durante unos diez minutos. Doy unas veinte vueltas por el piso y me trago cuarenta páginas más. Me tumbo en el sofá hasta que acaban las noticias, augurándome a mí mismo la necesidad de sentadillas y flexiones. Leo mientras hay luz. Me acuesto con la primera oscuridad. Sirenas. Ráfagas. Silencio. Ráfagas. Un coche hacia el oeste. Granadas hacia Pofalići. Disparos hacia Skenderija. Me parece que alguien llama a la puerta. Silencio en el portal. Una ametralladora del edificio rojo dispara a la otra orilla del río. Pasos escaleras arriba. A mi planta. Una persona. Femenina. Golpecitos rítmicos, como una clave. Entra. Ha traído el té en un termo para que yo me lo quede. Solo estará un ratito. Se echa en el sofá donde estaba tumbado yo y se envuelve con la misma manta. Yo en la silla. Pregunta si tengo mucho sueño. Yo dormiré cuando muera, como decía el famoso aquel. Que va a regresar abajo. Yo me opongo. Ella se deja caer en el sofá.

La acompaño hasta el segundo. Me hace señas desde la oscuridad. Fuera los tipos en los locales cada vez más ruidosos. Repiquetea la clave con los nudillos y cierra la puerta. Calor debajo de la manta. Seguro de dormirme, elijo con qué voy a soñar. Fuera faros desde la pastelería Jadranka y voces groseras abajo en los locales. En la radio muchas noticias emitidas a través de teléfonos corrientes desde diferentes calles. Ponen música. La dejo encendida.

Plegaria en el asedio

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