Читать книгу Plegaria en el asedio - Damir Ovčina - Страница 31
ОглавлениеUn transporte blindado delante del jardín de infancia. En letras cirílicas rojas pone policía y las cuatro eses entre las dos líneas en forma de cruz.9 El morro forma una suerte de pico de pato. El hombre a mi lado en las escaleras señala furtivamente hacia los garajes y la esquina donde se encuentra el edificio Digitron Buje. Se pasa rápidamente la mano por el cuello con el gesto de rebanárselo, luego extiende los brazos y continúa mirando al frente. El comandante sale del jardín de infancia con dos tipos. El de la derecha, con pistola en una funda negra, dice que ha sido deportista y sabe de estas cosas. El otro se aleja hacia la Zagrebačka sin despedirse muy cordialmente que se diga de los dos primeros. El hombre a mi lado susurra, Žilmar.
¿Quién?
Žilmar, fue portero suplente en el equipo del Željezničar. Pobres los que trabajan en su pelotón. Yo conozco a dos de ellos. No hacen más que rezar a Dios para que los trasladen a nuestro grupo. Así que imagínate cómo es. Suelen estar arriba del estadio. Este nuestro, a pesar de todo, es una persona razonable y procura que regresemos vivos. Lo que es cierto es cierto. Aunque cuando oyes su apellido piensas, se acabó.
Y no es así. Igual que el que cubre el cementerio judío y los alrededores de la calle Ljubljanska, ¿lo conoces?, quizá lo has visto, es un tipo con pelo largo, escarapela y barba, es mejor que estos sin barba. Al parecer es más fácil cuando les ves la barba que cuando no se la ves.
Un hombre de mediana edad que está sentado unos escalones más arriba le dice en voz baja que no sea ingenuo.
Él puede conversar contigo amablemente y luego envía a alguien y dice, liquida a ese, no me gusta mucho. ¡No confíes en nadie! Si hubiera alguien bueno, no estaría ocurriendo esto. Saben que no pueden eliminarnos a todos, por eso prefieren aparentar al menos un poco de bondad entre todas estas matanzas. ¡Déjate de cuentos! Hay que ver cómo cruzar el río, tú, yo y todos nosotros mientras todavía estemos vivos y no lo estaremos por mucho tiempo si esto sigue así. No nos ayudará nadie. Yo estoy esperando a ver si por fin los nuestros lanzan una ofensiva, cruzan el río y nos salvan del sufrimiento y de la vergüenza, pero ellos nada. Aguardan una intervención internacional. Así que podemos hartarnos de esperar que otros nos salven.
El jefe reparte las tareas. Yo con él, y los demás, que coloquen unos sacos detrás del jardín de infancia. Ayer cayó una granada, hay que restaurar el parapeto. Nosotros a través de la Zagrebačka y por la facultad. Un Zastava 101 blanco aparcado delante. Hacia la biblioteca y luego entramos en el rascacielos de fachada amarillenta. En la entrada un hombre lee el periódico Politika, el encargado del portal. Sí, ha llamado él. En el octavo. Escaleras oscuras con olor a guiso. El comandante se queda sin aliento en el cuarto y los dos se sientan en los escalones. Encienden un cigarrillo. El encargado me ofrece uno. Conversan sin hablar mucho. Comprendo que se trata de un médico y de algo que tuvo lugar la tarde anterior. Dos veces algo.
¿Y estuvo la policía?
La militar, pero dicen que no es de su competencia. Ese y su grupo, uno narigudo y dos aparentemente borrachos, que al parecer colaboran con la policía. Tienen una autorización especial desde muy arriba.
Ay, madre mía, con gente como ellos y un Estado que autoriza a semejantes tipejos. Y además autorizaciones especiales.
Continuamos subiendo. Un descanso breve en el sexto. Nadie en el rellano del octavo. Cuatro viviendas. Una puerta abierta. Figura un apellido de diez letras y a continuación un piso lleno de aire primaveral. Silencio. En la mesa un mantel multicolor. El mueble de la tele vacío. Un jarrón roto. Cristales azules en el parqué. Una enciclopedia de medicina de varios tomos y las obras completas de Tolstói en la estantería de color madera. Dos cuadros en el suelo, uno abstracto con predominio del rojo, el otro una mujer de estilo renacentista. Cosas tiradas alrededor. Un pedazo de pan casero debajo de la mesa de la cocina. Hojas del Oslobođenje del mes de abril pisoteadas en la alfombra. Entramos en las tres habitaciones. Ellos delante, yo me asomo. En el dormitorio una ventana abierta que da a la ciudad. El sol sobre Sarajevo. Una mañana tranquila.
Parece que se lo han llevado. Es lo que pensé, sin embargo, me dije, mejor comprobarlo.
En la escalera, movimientos detrás de una puerta sin placa. La mirilla se oscurece. Ellos dos empiezan a bajar diciendo que avisarán de que el piso está vacío y de que al médico probablemente lo están interrogando en algún lugar. Detrás de mí se abre la puerta y una mujer hace señas con la mano para que me espere mientras ellos se alejan.
Tú eres de los nuestros, veo que trabajas en el pelotón.
Los pasos de los hombres bajando por las escaleras. Ella tira de mí para que entre en el pasillo. Me ofrece un trozo de pita. El piso huele a pita de patatas. Susurra que al doctor se lo llevaron la noche pasada. Vinieron dos veces. La primera hace tres días. El encargado del portal, un auténtico canalla, ya ha entrado tres veces solo al piso y ahora se hace el loco y finge amabilidad. Unos tipos pegaron al doctor en la escalera. Ella lo oyó todo.
Pedían dinero. Él les dio algo, y volvieron a golpearlo, se caía, lo levantaban, lo rociaban con agua, lo pateaban, a mí se me partía el alma. Estaba convencida de que yo tampoco me salvaría, como no tengo dinero lo único que podrían hacer era matarme. Supongo que contaban con que él tuviera más dinero. Así que no tienes, ¿eh?, gritaba uno. Creo que lo golpearon durante media hora, estaba completamente morado cuando se marcharon. Entré en su piso, lo puse en la cama, su mujer se había ido mucho antes. Es un médico respetado. Creo que les dio unos setenta mil, es lo que dijo. Me rogaba que no llamara a nadie, lo habían amenazado con degollarlo si se lo decía a la policía. A qué policía, pensaba yo, si la policía son ellos. La cara entera era una herida. Me pidió que le trajera algo del baño, una especie de alcohol, le limpié las heridas, no podía incorporarse. Insistió en que me fuera, pensaba que volverían, le habían mencionado a uno que era tres veces peor que ellos, imagínate. No había pasado ni una hora, ya era de noche, oigo pisotones de botas. Pienso, la policía. Ni hablar. No pude ver cómo era. Venía solo, abrió la puerta de un golpe. Grita, ¡conque no tienes! Lo arrastró hasta las escaleras. El pobre no podía andar, así que lo levantaba, lo empujaba, yo solo oía los insultos, y ahora tienes que explicarme de dónde sacaste el dinero y por qué se lo diste a ellos y no a mí. El mandamás aquí soy yo, gritaba. Tengo la sensación de que incluso yo me estaba muriendo de pena y de miedo. El encargado del portal vio que se lo llevaba, ahora se hace el loco. Son todos iguales, no confíes en nadie. Si puedes, sea como fuere, escápate de aquí. Yo soy vieja, no puedo.
Me llama el jefe. La mujer cierra la puerta.
Tuve que ir…, ya sabe.
Vamos, chico, lo último que me faltaba, preocuparme por ti.
Delante del rascacielos uno se acerca al comandante. Hace un aparte con él y le señala a la Zagrebačka. Él se encoge de hombros y el hombre le explica.
¡Nos vamos!
Delante de un edificio dos viejos apilan leña. Una mujer en una ventana de la planta baja. Nosotros entramos. El comandante charla brevemente con la gente sobre la leña, la situación y las expectativas. Un Fićo amarillo hasta la entrada. Dentro unos tipos de uniforme. Nosotros dos continuamos hacia la facultad.
Que entre con él. Abajo un guardia alegre con fusil semiautomático en el regazo. No me mira. Yo me siento en las escaleras de la entrada. Pasa una mujer vestida para ir a trabajar, maquillada, de buen humor. Bromea con el guardia y los dos se ríen cómplices. Ahora llegarán la paga y los extras, dice. El comandante baja y me indica que nos vamos. De vuelta al edificio. Hace calor. Él se aproxima a tres contenedores quemados.
Tenemos que solucionar una cosa.
Los dos al jardín de infancia. Por la Zagrebačka dos blindados despacio hacia Kovačići. Un grupo de mujeres, tras ellas una especie de guardián, hacia el mercado. Una con un vestido estampado y una cesta entra en el portal contiguo a la pastelería Jadranka. El comandante a la carrera hasta el jardín de infancia. Tres del pelotón de trabajo todavía en la escalera. Uno comenta que ya han empezado a llevarse a trabajar también a las mujeres, a las nuestras, por supuesto.
Ahora un grupo se ha ido a limpiar el mercado. También las traen aquí y les reparten las tareas. Imagínatelo.
El jefe sale con un gran bidón. Me lo pasa.
Vosotros seguid con los sacos. Nada de estar sentados para que todo el mundo os vea y luego me fastidien porque protejo a los turcos.
Otra vez cruzamos la calle. Un Golf burdeos sube hacia Vraca. Arrastro el bidón de la época de las estufas de gasóleo. En las ventanas, alguien aquí y allá. Calor. Último día de mayo. Un hedor pesado del contenedor.
¿Cuál era el contenedor de antes?
Creo que este.
Nos inclinamos. Debajo de la basura, mantas, botellas, asoma algo.
¿Es un animal?
Un hombre. Parece que lo han tirado así sin más.
¿Y qué hacemos ahora?
Este lleva ya varios días aquí.
¿No se ocupará la policía?
Ni hablar, nosotros somos los encargados en estos casos. Hasta que se tranquilice la situación, para que no haya más problemas.
¿Y qué hacemos?
No nos queda más remedio.
Todos observan desde las ventanas.
Venga, hagámoslo así.
Vierte gasóleo en el contenedor. Tira un fósforo, aparta la tapa y se aleja. La cara arrugada. La llama salta alto, el hedor insoportable. Dos guardianes del orden, uno con la chaquetilla corta de la policía prebélica, el otro con cazadora de camuflaje y la tricolor cosida con hilo negro. Me miran fugazmente. El comandante explica que soy un buen muchacho con una tarea de gran responsabilidad. Solo nosotros cuatro entre los edificios. En uno de ellos encima del ambulatorio se cierran varias ventanas. Me tapo la nariz y la boca con la camisa. Los policías han entrado en el edificio y nos llaman. Una mujer aparece en la sombra del portal. Preparará café. El jefe quiere lavarse bien las manos y me dice que lo acompañe. La señora nos lleva a un piso de la planta baja. El baño pequeño y oscuro. En el lavabo un jabón de piedra y al lado un bidón de agua de reserva. Ella abre el grifo y dice que traerá toallas. Primero se restriega él las manos durante un buen rato con náuseas. Yo después. El agua se escurre por el lavabo sucio. La mujer en la puerta con una toalla azul.
Ellos tres alrededor de una mesa pequeña debajo de los buzones. Se les une un hombre entrado en años, responsable del portal. Les estrecha la mano cordialmente a los tres. Yo miro al suelo. Pregunta qué se está quemando. El jefe explica que es por las infecciones, que ahora hay que quemar la basura, que puede haber de todo en los contenedores, que pronto habrá solución para la recogida de basura, que los niños no se acerquen, lo mejor es que no salgan de los portales durante un tiempo. El policía mayor dice que no es fácil construir un Estado, que hace ya veinte años que es un profesional, que sabe muy bien lo que es el orden, que hay que ser severo con todos, que ellos no han tenido elección, que el referéndum los ha destrozado, que no han querido la guerra, que dentro de uno o dos meses estará todo controlado. El otro policía pregunta al anfitrión si hay problemas en su portal. Este explica que a menudo los visita la policía militar, que tienen varios inquilinos que son musulmanes y croatas, pero que también se les protege a ellos. La mujer trae café y azúcar. En la bandeja además hay una pequeña botella de aguardiente. Insiste en que tomen un trago. Llena las pequeñas copas. A mí me pasa una tacita de café en un platito con un terrón de azúcar al lado. Ten, hijo, dice. El policía, el que se considera profesional, lo rechaza. Y a su compañero le advierte de que tome solo una, ya que deben marcharse. El comandante se sirve una y luego otra, se levanta y dice que nosotros también debemos continuar con el trabajo.
Corren días duros para todo el mundo.
Ha anochecido y quiere acompañarme hasta el portal. Pregunta si alguien me da problemas en el edificio.
Nadie, no hay mucha gente.
Él ha oído hablar de un tipo por aquí que unos días atrás casi estrangula a un hombre con sus propias manos. Pero ahora ya nadie se atreve, desde que el voivoda está aquí. Que descanses bien para mañana, me dice. Ella en la puerta abierta de su piso.
¿Qué has hecho hoy?
Quemar contenedores.
¿No era peligroso?
No. Un día fácil. ¿Te alzarás a las alturas?
Enseguida.
Un cálido verano precoz.
En la radio dijeron que Dobrinja está bloqueada. Supuestamente existe un paso a través de un bosque, pero no pueden pasar coches, ni abastecimiento, ni nada.
Tampoco pensaba irme allí esta noche.
¿Por qué?
Tengo trabajo aquí.
¿Es difícil?
Más bien exige responsabilidad. No quiero meter la pata. Quedar como un palurdo.
¿Qué haremos cuando esto termine?
Ni siquiera pude imaginar que empezaría. Mucho menos puedo imaginarme cómo podría terminar.
De alguna manera terminará y la vida continuará. ¿Qué haremos entonces?
También nosotros vamos a continuar de alguna manera.
¿Qué le contarás a la chica aquella de lo que hacías aquí?
Pues que quemaba contenedores.
¿Y qué más?
Y que confiaba en que no amaneciera.
Soy una fresca.
¿Por qué?
Pues por esto.
¿Y qué deberías haber hecho?, ¿pedir la conformidad de todas las partes constituyentes? Lo demás tal vez ni siquiera ha ocurrido. Quizá la vida la soñamos.
Me vas a matar con esa poesía tuya.
¿Un masajito para que te olvides de mi patetismo?
¡Venga!
Para curarte el sentimiento de culpa.
¡Vamos a soñar con la vida que vendrá!
Ya está aquí. Esta parte tuya me parece mejor de lo que he soñado.
¿Qué sueñas cuando sueñas durmiendo?
Sueño que ella todavía está viva.
Un carro de combate da en algún blanco y toda la ciudad se estremece. Luego solo oscuridad.
Ella escaleras abajo a través de la oscuridad. Tamborilea el ritmo de la canción Si te acercas más. Yo respondo. Ella cierra.
El volumen del transistor muy bajo. Yo en el sofá repito y pulo frases y luego las ordeno para anotarlas por la mañana. Tengo sueño. Recuerdo que alguien dijo que morir es lo mismo que dormirse. Cada noche mueres cuando te duermes, o algo parecido. Doy vueltas a este pensamiento probando diferentes variantes, cómo lo empaquetaría yo, cómo él y cómo otros.
9Se refiere a la cruz de Serbia, un símbolo nacional, parte del escudo y de la bandera de Serbia. Las cuatro eses responden al lema Samo sloga Srbina spasava, «solo la unidad salva a los serbios»