Читать книгу Plegaria en el asedio - Damir Ovčina - Страница 28
ОглавлениеEl sol desde el monte Trebević. A mí y a un hombre de la edad de mi padre nos destinan al ayuntamiento, los demás a la calle Ljubljanska. Corremos desde los locales de la planta baja hacia la tintorería. La parte de la facultad más cercana a mi edificio llena de agujeros de balas. Delante de la entrada, a la derecha, uno con uniforme de policía en la reserva. Lleva un fusil largo. En la gorra la bandera de tres colores y cuatro letras. El jefe le dice que nosotros dos debemos quedarnos allí delante mientras él va a ver una cosa. El hombre da tres pasos hacia un lado y luego cuatro hacia el otro. Pasa una mujer con el pelo cardado. Él cordial, qué tal está hoy, jefa. Ella repite rápidamente dos veces su nombre como hacen las maestras con los niños, lo reprende porque es poco serio, que ella no es ninguna jefa. Él la sigue atentamente con la mirada, repasándola de arriba abajo y meneando satisfecho la cabeza. Un Golf II blanco aparca delante del edificio. Baja un tipo con uniforme de camuflaje, se mencionó su nombre en relación con el reparto de la policía, también alguien contó que regenta la tienda de ultramarinos en el barrio de Hrasnica. Lo acompaña otro con gafas de sol y fusil en ristre. El centinela se cuadra.
¿Cómo está, ministro?
Le tiende la mano.
Ya ves, trabajando. ¿Cómo estás tú? ¿Está Milorad arriba?
Sí, arriba está. ¿Sabe usted que somos paisanos? Yo soy también de Kalinovik.
El tipo nos mira.
¿Qué hacéis vosotros aquí?
Esperamos para limpiar algo.
¿Qué?
Lo que nos digan. Ayudamos en cosas diversas.
Ajááá. Eso.
Se van por las escaleras. En la placa recién colocada figura República Srpska, Bosnia y Herzegovina, Ayuntamiento de Nuevo Sarajevo. Vuelve nuestro jefe.
Vamos cerca.
En la entrada un hombre alto da la mano al jefe. Incómodo, nos tiende la mano también a nosotros. Yo le pregunto qué tal está esta mañana. Él me contesta y da las gracias. Luego nos ponemos en marcha entre los rascacielos y los edificios marrones detrás de la facultad y a través del parque infantil y de la cancha de juego. Árboles alrededor de la escuela. Delante del garaje un coche inservible. Gente en la entrada. Unos parapetos hechos con mantas hacia el río. Entramos en el rascacielos por una puerta de pesados cristales. En la planta baja un jubilado relativamente joven. Lo que hay que hacer está en el octavo. Del ascensor sale una mujer con una džezva de café en una bandeja. En el quinto el hombre mayor se detiene. Se quita las gafas de montura gris y se sienta en la escalera. Reuma. El jefe lo anima. Tengo una edad similar, si es que no soy mayor. Uno al lado del otro en la escalera. Fuman. Una ametralladora desde uno de los edificios junto al río y luego algún disparo amortiguado y una explosión hacia el centro. Se levantan. El hombre del reuma se sujeta los riñones. Desde arriba un tipo uniformado con fusil. Nos para con severidad.
¿Adónde?
El jefe lo explica. En el séptimo un niño de unos doce años con un haz de leña entre los brazos. En el octavo dos mujeres cuchichean y se callan al vernos. Un vidrio pesado roto contra la pared del ascensor. La puerta abierta de uno de los pisos. En el pasillo cosas tiradas. En el cuarto de estar un sofá marrón de tres plazas rajado a cuchillazos. Al lado de la mesita café derramado y una džezva grande azul en la alfombra. Dos cuadros descolgados y depositados en el parqué debajo de una ventana. Por otra se ve el monte Trebević. En el dormitorio dos cuerpos. Un hombre de unos cincuenta años. Debajo de la ventana una mujer en bata. Yace de costado. Alrededor cosas desparramadas. En la pared encima del cabecero cinco orificios. Junto a la cama una almohada con funda azul y florecitas blancas. El jefe entra, gime, se santigua. Se sienta en la silla a la derecha de la cama de matrimonio. Saca el pañuelo, se seca la frente y luego las gafas. Mantiene el pañuelo desplegado y luego lo dobla por los bordes. Mi compañero empieza a llorar en silencio, dice nos van a matar a todos y se sienta en el suelo. Hacia el mercado los árboles se han vuelto frondosos. El paseo Wilson verdea tanto en dirección a Hrasno como hacia Skenderija. El jefe me reprende, que me aparte de la ventana para que no me mate mi propia gente, es lo último que le faltaba. Quito la sábana de la cama y tapo a la mujer. Los ojos cerrados. La bata muy floreada. Arrastramos al marido a su lado. Un paño de encaje hecho a mano sobre el arcón de la ropa de cama. Una sábana planchada y almidonada. Silencio en las escaleras. Del piso de enfrente asoma una mujer. Dice vosotros sois de los nuestros. Asentimos, pero señalamos que dentro está nuestro jefe, que no es de los nuestros. Ella sigue asomada y se calla. En la placa que ahora veo figura el apellido y debajo Ing. dipl. El jefe pregunta, ¿qué tal está, señora? Baja el primero zapateando con las botas. Nosotros con la mujer en la penumbra del rellano en el octavo. Cuenta que primero vino uno al que llaman Patata o Cebolla o algo así, y pidió dinero. El matrimonio le dio mil marcos alemanes. Luego entró otro y pidió dinero. Al ver que el marido era ingeniero se alegró. Ella escuchó todo desde su piso. Rompió la puerta de una patada. Ya dentro oyó que le gritaba a la mujer que debía dispararle al marido, oyó que ella gritaba que no tenían dinero, que lo conseguirían como fuera para el día siguiente, y cómo sollozaba, lloraba, suplicaba. A la vecina se le ocurrió llamar al encargado del portal, pero tuvo miedo de abrir la puerta. Se oyeron chillidos, llantos, el primer hombre gritaba que tenía que disparar, mientras que el otro se reía, alentándolo, vamos, así se hace, eres el puto amo. Luego un disparo, llanto, chillidos y otro tiro precedido de las voces del que se reía como un loco que gritaba que la mujer había matado a su marido y no merecía seguir viviendo. Los dos salieron, dejaron la puerta abierta, dispararon varios tiros y desaparecieron. Se oyeron sus pasos medio minuto más en las escaleras. Ella encontró a la pareja muerta. No se atrevió a tocar nada. Bajó y solo le dijo al encargado, el cual la atendió con frialdad, que había oído gritos y disparos en el piso de los vecinos de su planta. Este subió con ella, echó un vistazo, no dijo nada y se fue. En la planta no había nadie más, ya que ellos eran las dos últimas familias que quedaban. Al cabo de dos horas aparecieron unos tipos con correajes blancos, dijeron que eran policía militar del cuartel de Lukavica, que ellos se ocuparían del asunto, que sabían quién lo había hecho, que nadie tocara nada en el piso, hicieron un informe y se fueron. El encargado llamó a su puerta y le ordenó que estuviera atenta para que nadie entrara en el piso hasta que llegara la gente de protección civil y limpiara el terreno. Tal cual lo dijo, limpiar el terreno. Y parece que no se tranquilizarán hasta que no limpien el país de nosotros. Debemos haberles hecho algo. Nos ofrece agua, tiene pita hecha de hace unos días, a ella no le entra nada. El jefe nos apremia. En la tercera planta asoma una mujer de la puerta entreabierta de su piso y cierra enseguida. Bajamos a la mujer muerta a la entreplanta. Ellos dos se sientan y fuman. Cuentan quién ha trabajado dónde y cómo obtuvo el piso y cuándo se torció todo. Fuera, delante de la entrada, el encargado echa a los niños a otro portal. Nosotros sujetamos en alto los extremos de la manta y caminamos un poco encorvados hacia la biblioteca. Detrás del edificio la furgoneta azul. El conductor levanta la puerta trasera. En el vehículo el pico y la pala. Colocamos el cuerpo de costado. Mi compañero de trabajo se sienta en el bordillo de la acera, para descansar, dice que si no se morirá. El jefe no se lo permite.
¡Fuera de ahí, niños! No estamos en el circo.
En las ventanas del primero frente a la biblioteca una mujer con la mano derecha en la boca. Se oculta detrás de la cortina. Nosotros de nuevo al portal. Nos acompaña el encargado. Cuenta que ellos no querían la guerra, pero que no podían permitir que se les obligara a vivir en tres o cuatro Estados diferentes, que se los separara, que no quedaba otro remedio, que su pueblo aún recuerda vivamente la última guerra y todas las guerras y los quinientos años de esclavitud. Tal vez han muerto unas cuantas personas, pero qué es eso comparándolo con un Estado propio y la salvación del pueblo. Al final será mejor para todos nosotros. La historia no se contempla a corto plazo. Nuestro comandante lo aprueba en parte.
Estas personas no han hecho daño a nadie.
Puede que ellos no, pero sí lo han hecho diversos criminales y ladrones como el tal Jusuf «Juka» Prazina, o Ramiz «Ćelo» Delalić y delincuentes parecidos. Allí al otro lado del río hay cárceles, un manicomio, burdeles. ¿Por qué nadie habla de esto?
No es justificación para lo ocurrido aquí. Nosotros poseemos un ejército de verdad, un pasado, una tradición, honor, fe y decencia. No se puede tirar todo esto por la borda sin ton ni son. Quedará como una mancha para todo el pueblo.
A saber quién estará mañana vivo y quién muerto. Ya ves que aquí a nosotros los francotiradores tampoco nos dan un respiro.
El jefe deja a mi compañero en la cuarta planta para que descanse. Nosotros a la octava. La mujer que nos ofrecía pita atisba por la mirilla, pero no abre. En el piso, el viento cierra de golpe la ventana. El sol sobre Sarajevo. Ráfagas lejanas y esporádicas. Yo agarro la manta por dos extremos, el encargado del portal sujeta la parte de los pies. Él va delante. El cuerpo pesa más que el primero. Bajamos dos plantas. Luego dos más. Descanso. El cadáver en el rellano entre el primero y el segundo, el encargado suelta una broma macabra, no veas qué resfriado cogerían en este hormigón si no hubierais traído mantas. Delante del portal vuelve a echar a dos niñas. Una pregunta a quién llevamos y qué le ha ocurrido. Le contesta que lo ha alcanzado un francotirador desde el edificio de Elektroprivreda, que ahora puede ver por qué él siempre está advirtiendo a los niños de que deben tener cuidado y no correr de acá para allá. Que se vayan a casa. El comandante del pelotón de trabajo y yo introducimos el cuerpo en la furgoneta.
Arranca.
Hablan sobre la compañía militar del Trebević al mando de la cual está Mina. Dejando atrás la parada de la calle Zagrebačka, monte arriba. Al lado de la pizzería Aleksandrija el vehículo desacelera.
¿Dónde andas, Rato?
Se trata de un hombre de unos treinta años. Por un instante nos mira fijamente a nosotros dos. Lleva una boina gris con un águila. Enseña los dientes separados al sonreír. El comandante pide al conductor que se detenga. Baja y le da la mano. Le alegra verlo en Grbavica. Se siente inmediatamente mejor en cuanto ve que muchachos como él han bajado aquí al zoológico urbano.
Quién va a hacerlo si no lo hace Rato.
Rato llama a alguien.
Njego, ven aquí.
Hombre, pero si es Miro.
Se acerca un tipo bastante alto que también lleva un chaleco antibalas, y nuestro jefe le pregunta por su salud y le agradece que esté en el lugar donde más se le necesita y donde es más difícil. Lo fácil es darse aires de gran serbio en Pale.
El encomiado se inclina sobre la parte trasera del vehículo, alza el mentón en una señal breve e inquisitiva hacia nuestro jefe, el cual se encoge de hombros. De nuevo le da un apretón de manos y vuelve al coche. Anima al tipo del chaleco a que permanezca allí y a que no abandone a esta gente. Nos explica que Rato es uno de los muchachos más peligrosos de Sarajevo. Pero no de los descarados. Solo machaca a los poderosos y villanos. Conoce muy bien a su familia en Pale.
Lo importante es que estén aquí, en nuestro bando, tanto unos como otros, ya que somos pocos y en el otro bando solodiossabecuántos.
El vehículo berrea monte arriba. Un carro de combate se dirige hacia la calle Radnička. La furgoneta pasa junto al parque memorial de Vraca en segunda marcha. El tubo de escape completamente perforado.
¡Oye, tienes que reponerlo por mucha guerra que haya!
El hombre a mi lado otra vez empieza a llorar bajito. Está enfermo, no podrá aguantar esto durante mucho tiempo.
En la cima de Vraca, al pie del monumento una veintena de personas. El sol ha iluminado el paisaje en dirección a Jahorina y el Igman hasta Treskavica. El coche con el tubo de escape estropeado desacelera en el pueblo de Miljevići y continúa por una senda forestal hasta un punto donde se acaba el camino. El conductor fuera con el fusil de asalto. El hombre a mi lado tiene los ojos entornados, madre mía, madre mía, nos van a matar. Le digo que yo ya he hecho trabajos similares. Él tiembla. Descargamos uno de los cuerpos. El comandante dice que ellos dos cogerán el otro para no perder tiempo.
¿Qué hacemos si intentan escaparse?
No digas bobadas, hombre, míralos. ¿Adónde irían?
Nosotros primero. El compañero tropieza. El cuerpo resbala y golpea con un ruido sordo contra el suelo cubierto de pinochas. El cielo despejado entre las espaciadas ramas de pino. Una ametralladora a lo lejos. Hacia Sarajevsko polje dos tejados a cuatro aguas. Un perro desde la carretera. El conductor blasfema, el comandante lo silencia. Depositan el cuerpo junto a un tocón.
Vamos, despacio.
¡Sujeta bien los extremos de la manta!
Ahora con cuidado.
¡Suéltalo aquí!
¿No hemos cavado aquí hace unos días?
Por aquí fue, sí.
Mi compañero respira más tranquilo. El conductor va por las herramientas. La tierra dura. Muchas piedras. Una fosa poco profunda y ancha. La cubro de tierra yo solo. Ellos debajo del pino. El tema son los otros pelotones de trabajo y sus jefes.
Hay un inútil que supuestamente vigila un poco a la chusma que conoce de los bares alrededor del mercado y del estadio del Željezničar, pero solo se esfuerza lo necesario para que los suyos no puedan hacerle ningún reproche. Y cuando hay tiros él es el primero que se larga. Como un conejo. Y son los que hoy en día suben como la espuma.
El jefe me hace un guiño. Vuelve las palmas de la mano hacia el cielo por un instante. Yo recito las diez líneas sin repetir ni trabarme, con voz sosegada para que se oiga a varios metros a mi alrededor.
La furgoneta a través del pueblo. El conductor charla por la ventanilla con los pueblerinos. Pita a un perro que salta delante del coche. A lo largo de la carretera una columna con un blindado. La policía en el cruce al pie del monumento en Vraca. El conductor dice algo en voz baja y el coche se precipita hacia la vía rápida. Una vista del Hum y de la ciudad con sus altos edificios y numerosos tejados rojos. Humo en el centro urbano. Sobre el monte Igman un sol impoluto. La furgoneta hasta la parada del trolebús en la Zagrebačka. Delante de la pastelería Jadranka tres con uniforme verde y cervezas en la mano. En un balcón, una mujer de unos treinta años llama a un niño por su nombre. El jefe dice que ya es suficiente por hoy y me señala el camino a casa. Al otro hombre le ordena acompañarlo al mercado porque así estará más seguro. En el edificio donde antaño había un dentista hay un cuartel general y es mejor que no transite por allí solo. Yo junto al Golf blanco en la acera, una carrera hasta la tintorería, hasta los locales en el patio del edificio de la calle Lenjinova. Dos tipos en taburetes abajo y ella arriba con un pañuelo azul en el pelo. Hornea una pita. Me la traerá enseguida. La abuela está bien hoy. Ha venido una gente para ver los pisos. También han preguntado por el mío. Ella les ha dado largas. En el piso olor a primavera por la ventana entreabierta. Un bidón de agua en el baño, la mitad de un pan casero y margarina Buenos Días. Un libro entreabierto en la mesa. Todavía hay gas en la bombona de la cocina. Llama con un toque corto según lo acordado y se presenta con mallas y una camiseta blanca de tirantes. En la mesa, junto al libro, deja tres trozos de pita.
Vuelvo enseguida, me falta el agua.
Cierra suavemente mi puerta. Cuento sus veinte pasos por la escalera. Abre la puerta de abajo. Subo un poco la radio con noticias de todas partes. Una veintena de pasos hacia arriba. Bajo hasta la entreplanta y recojo la cazuela con el agua. Se me derrama un poco delante de la puerta.
¿Dónde te has metido?
Sale de la cocina.
Todavía no he logrado verte de verdad.
En realidad, nadie ve ni conoce a nadie.
Le resplandece la piel del hombro y de la rodilla. Deposita las gafas en la mesita.
Por esto merece la pena haber estado en el pelotón de trabajo.
Pagar con tu vida por esto no es una buena opción. Lo podrías haber obtenido de otra forma.
No me habría atrevido.
Te habrías atrevido, seguramente. No veo por qué no.
Me daba miedo.
Y ahora no te da miedo acabar en el cementerio judío o en Vraca en alguna zanja.
Sí, me da miedo en el momento, pero ahora menos.
¿Menos?
Menos.
Entreabrimos la puerta despacio, ella se asoma a las escaleras. Abrimos con llave el piso. El cristal de la ventana que da a la Lenjinova roto. Oscuro y poco ventilado. Ella en la cocina.
Aquí está. ¿Cómo se desengancha esto?
Desenrosco el tubo azul. En la bombona pone 12,1. De un armario empotrado saca un paquete de harina de dos kilos. En la nevera tres latas de sardinas con envoltorio azul y un frasco de mayonesa estropeada de la marca Thommy. Yo la bombona, ella la comida. Todo al descansillo de mi piso. Ella vuelve para cerrar con llave. Enganchamos la bombona a la cocina. Nos ilumina la llama azul.
Es mejor que esté abajo en vuestra casa.
Déjala por ahora aquí. Así para cocinar tendré que venir siempre a tu casa.
¿Puedes hacerlo?
Pero no cuentes luego que me he aprovechado de ti aquí donde no estás precisamente en la mejor posición.
Ahora estoy en la mejor posición de toda la ciudad. De momento al menos. Aunque todavía existe la esperanza de que no amanezca.
Tal vez no amanezca, sí.
Ahora estamos en un compartimento nocturno.
Una ráfaga debajo del edificio. Golpes contra la puerta del portal. Los centinelas de correos dicen algo en voz baja. El que ha golpeado grita. Ellos vuelven a explicarle algo. Solo entiendo bueno, bueno. Una granada de mortero cerca del río. Desde el puente una serie de ráfagas y a continuación desde diferentes direcciones. Una granada de fusil hacia la calle Ljubljanska. Un carro de combate por la vía rápida. Por la ventana tres estrellas en el sur.
Me tengo que ir.
¿Tu abuela estará dormida ahora?
Probablemente.
¿Querrás que mañana hablemos de los tiempos remotos?
Cuando vuelvas de allí yo subiré en un pispás.
¿Y qué haremos entonces?
Practicar.
¿Cómo?
Pues como hoy o quizá otra cosa, ni idea. ¿Escribirás todo esto?
Al amanecer si hay oportunidad.
Todo lo que hablamos.
Y hacemos.
Qué bonito por tu parte.
Y por la tuya.
De la calle el ruido de un blindado no muy lejos superado por el de un carro de combate en dirección a Vraca. Varias explosiones. Debajo del edificio el centinela grita algo a alguien. En el edificio de la izquierda candiles en dos ventanas y el rescoldo de un cigarrillo en el balcón. En las escaleras sonido breve de radio. Ella dice que ya es la hora porque si se desvela la abuela podría pensar que se han llevado a su nieta, y últimamente se despierta cada vez con más frecuencia, cuando uno menos se lo espera. Se dirige a la puerta. Los zapatos en la mano. Un coche en la calle. Yo doy dos vueltas por el piso y como un poco del bocadillo preparado para el desayuno y escucho las noticias de Radio Sarajevo con el volumen bajo en su transistor esperando el parte sobre Dobrinja y Grbavica. Del primero comentan algo y del segundo nada. Noto que se me cierran los ojos, así que repito las frases y los diálogos que quiero apuntar a primera hora de la mañana. Si puedo. Si no, habrá que memorizarlo hasta la siguiente ocasión.