Читать книгу Plegaria en el asedio - Damir Ovčina - Страница 29

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Un transporte blindado, en el que con espray rojo está escrito: policía, república srpska bh s s s s, aparcado delante del jardín de infancia. Varios de nosotros en las escaleras. El comandante en el jardín de infancia con un oficial del ejército yugoslavo que explica la misión.

Un francotirador dificulta con sus disparos el paso por la carretera que cruza el monte Trebević, hay que parapetarla y acabar con ello. Arriba donde el hotel Prvi Šumar. Os esperará alguien.

El jefe comenta que es mejor hacerlo por la noche, pero el oficial replica que no hay tiempo porque deben tener la carretera transitable.

Pero está la otra por Tvrdimić.

Pero esta es indispensable, es más rápida. Llévatelos.

Llega la furgoneta azul. Nos apretujamos dentro.

Desde arriba un Jeep de la policía. Nuestro comandante les hace señas. El Jeep para. El hombre lleva la cazadora corta de la policía regular. Explica que hay tiros arriba en la carretera, que todos moriremos, que de colocar parapetos nada de nada. Hay que hacerlo por la noche.

Más quisiéramos, la orden militar es la que es.

Uno susurra, nos matarán, lo de trabajar allí no es más que una treta. Me dice sin que el conductor lo oiga que a dos de su portal se los han llevado unos días atrás y están desaparecidos. Sus mujeres los buscan, gritan, alguien dijo que están en los garajes. Otro asegura que están en alguna institución en Vraca, que arriba reina la locura. Otros del vecindario dicen que no es nada, que la gente se alarma sin motivo, que los están interrogando en la cárcel de Kula. Averiguarán que no tienen ninguna culpa, los soltarán pronto. Las mujeres duermen en el balcón. Para tirarse abajo si vienen también por ellas. No les queda ninguna esperanza.

¿Qué garajes son?

Pues por el ambulatorio. Y en la calle Radnička. La policía hace la vista gorda. Y la policía militar por otra parte dice que ellos supuestamente solo están si se trata de soldados y estos no son oficialmente soldados sino al parecer voluntarios adscritos a la policía. Allí el peor es un montenegrino.

Al pasar por Vraca el motor casi revienta por el esfuerzo. El comandante promete que encontrará un tubo de escape.

No podemos seguir así.

En la cima, la policía. El ejército ha prohibido cualquier tránsito por la carretera de Trebević a Jahorina. Hoy no puede pasar nadie, ni siquiera protección civil. El mayor no quiere tener que responder por ocurrencias estúpidas como esta. Nuestro jefe exige que el policía con la bandera tricolor en el hombro llame por radio a alguien y compruebe si él tiene que presentarse con su gente arriba en el Prvi Šumar. Órdenes son órdenes. Este lo invita a acompañarlo al kiosco rodeado de sacos de arena. Los de los asientos de en medio abren las ventanillas. Desde el Trebević baja una columna de dos blindados y cinco camiones pequeños. Soldados con uniforme verdigrís y los rifles apuntando al cielo. Niños en el murete de piedra bajo el monumento. Los chicos se levantan y saludan con la mano corriendo junto a la carretera. Las niñas se quedan sentadas. Un ruidoso Lada azul cuesta abajo. El conductor lleva una šajkača y el que va a su lado una boina gris. Dispara al aire la pistola. El comandante regresa y llama al conductor. El policía nos da paso libre. Nuestro vehículo a la izquierda y luego despacio hacia el pueblo de Petrovići. En el borde de la carretera, en la gran curva, una columna de soldados con uniformes dispares en dirección al pueblo. El conductor pita, el comandante levanta el brazo. Baja la ventanilla, saluda.

¿Cómo están hoy las cosas arriba?

Están disparando desde Zlatište y Čolina Kapa sobre una parte de la carretera. Nosotros hemos estado tres días arriba, ahora ha venido el relevo. Hay que cubrir la vía.

Nosotros lo haremos.

No podéis ahora, hay un francotirador letal, os liquidará a todos.

Lo haremos con cuidado. Yo sé cómo.

Sepas mucho o poco, el que salga a la carretera está muerto.

Órdenes son órdenes. Hay que hacerlo, aunque muramos todos.

Venga, patrón, habrá tiempo de sobra para morir.

Los soldados de la columna saludan con la mano de vez en cuando, nuestro comandante devuelve el saludo a cada uno y les desea la suerte de los valientes. Desde la parte recta de la carretera contemplamos la ciudad, una masa de ordenadas edificaciones de hormigón al pie del monte. Al otro lado se ve a lo lejos el estadio. La furgoneta en el aparcamiento del Prvi Šumar. El motel calcinado y el aparcamiento lleno de vehículos militares. Se oye un radiotransmisor. Huele a pino. El sol alto y fuerte. Más abajo de la carretera, un soldado indica a nuestro comandante que vayamos con él. El conductor se queda al lado del vehículo. Bordeamos lentamente la pista de hormigón de bobsleigh entre los árboles, debajo de ellos un grupo de soldados en un refugio. Uno con barba viste un jersey militar gris. Nos mira con frialdad, estrecha la mano tendida del comandante sin levantarse. Otro con anorak, pelo rubio peinado hacia un lado, dice, muchachos, tenéis que ayudar un poco. El tercero tiene aspecto de haber sido taxista. El comandante del pelotón de trabajo explica con rodeos herzegovinos que somos gente honrada y podemos hacer lo que sea necesario, ya que estamos en guerra y nada marcha como es debido. Cincuenta metros a través de la trinchera. En el búnker tres centinelas. Apenas un poco mayores que yo. Uno con uniforme de camuflaje me resulta conocido. También él se fija en mí y luego se vuelve a mirar entre los arboles hacia los edificios en el valle. Recibo una pala para ampliar la trinchera en un punto.

Echamos la tierra fuera sobre nuestras cabezas. El sol hacia el oeste. Huele a pan cocido en horno de leña.

Vamos, vamos.

La trinchera ensanchada. Estamos sentados cuando una granada de fusil impacta en un árbol cercano. Los centinelas de al lado empiezan a disparar con la ametralladora. Las balas dan en los árboles. Desde arriba varias series de ráfagas y luego silencio. El comandante susurra, muchachos, ya está, regresemos. El fuerte olor a montaña y pinos reconforta. La hierba crecida. Sarajevo en la hondonada. Los tres todavía delante del refugio. Descansad un poco, dice el que tiene aspecto de estudiante y sujeta un fusil de asalto con culata plegable. Lleva una gorra de camuflaje y explica en voz baja algo sobre los relevos de esa noche. También hay que reforzar hasta esta noche, dice a nuestro comandante, la trinchera junto al Mirador. Y proteger un poco la carretera. Otro sirve café de una džezva roja en las tacitas.

Ahora examinad dónde hay que colocar los parapetos para que sepáis qué hacer cuando caiga la oscuridad. ¿Qué queréis que os diga? ¡Son las órdenes!

Desde la ladera donde está el edificio, hoy en día quemado, hasta donde llegaba el teleférico varias cabinas se mecen al liviano viento de mayo y raspan los cables. Somos cinco. Uno está a punto de llorar. Otro que dice a menudo la palabra colega. El tercero cuenta que antes de la guerra lo tenía casi todo para vivir feliz. El cuarto calla. Y yo. Llevamos sacos llenos de tierra a un lugar donde un hombre con cazadora de paño y máscara antigás en el muslo derecho sujeta la culata de una ametralladora apoyada en el borde del foso y dice que al otro lado están los nuestros y seguramente no dispararán si nos ven. Abajo los árboles se han cubierto de hojas. Las balas impactan en los pinos. El hombre, que lleva una chaqueta azul de protección civil y está a punto de llorar mientras arrastramos un saco de cincuenta kilos a través de la trinchera golpeándonos la espalda contra la tierra llena de raíces y piedras, dice que nos matarán a todos en cuanto terminemos la faena. Yo replico que nuestro comandante es un hombre razonable y estos militares de aquí no parecen unos criminales, que probablemente los nuestros de abajo no dispararán contra nosotros, ya que saben quién tiene que cargar con los sacos, que saldremos de esta, que habrá un intercambio de prisioneros. Él me contesta que todavía soy joven e ingenuo, que no hay salvación para los que nos hemos quedado atrapados en este lado. Ni los nuestros nos buscan ni los suyos son gente responsable. Por doquier reina el caos y hay camiones llenos de muertos. A quién le importan unos pelotones de trabajo. Si solo de su edificio ya han desaparecido dos que él conocía bien. Sus mujeres volvieron de Vraca y ninguna de ellas habla, solo lloran. Yo le respondo que cada mañana tengo la esperanza de que los nuestros del otro lado arremetan cruzando el río Miljacka y los del barrio de Grbavica huyan en desbandada. Al fin y al cabo, estamos en el centro de la ciudad, y no se olvidarán de nosotros así sin más. Ya, ya, dice, se coloca las gafas y susurra, madre mía, ¿por qué tenía que pasarme?, perder la vida ¿por quién?, ¿por qué no me he marchado a Alemania como otros? Estamos sentados en el suelo de la trinchera. Yo mirando las puntas de los pinos y él las de sus zapatos. Me pregunta quién me queda de familia. Se lo explico.

Ay, hijo mío. Ni siquiera has empezado a vivir.

El de la ametralladora indica que tenemos que levantar cinco sacos al borde de la trinchera.

Levantamos el primero.

Ten cuidado.

Colocamos el segundo. Un silbido sobrevuela nuestras cabezas y una granada de fusil cae detrás de la trinchera,

Al suelo, al suelo.

Me palpo. El otro se seca la frente, dice, ves que a nadie le importa, ni a los nuestros, no jorobes, aquí cada uno intenta salvar la vida y dispara contra lo que quiere.

Esperad un poco a que esto se tranquilice.

Ya veis que los vuestros no reconocen prisioneros.

Tres sacos más. Viene el comandante de nuestro pelotón.

Todo va bien.

Todavía este y nos vamos, por aquí ya basta.

Levántalo y apóyalo, así, y ahora a la vez.

Empujamos el saco hasta el borde.

¡Colocadlo mejor! Quién sabe cuánto tiempo nos tocará quedarnos aquí.

Levanta un poco más.

Espera, venga, ahora juntos.

Que este vaya un poco más adelantado que el otro.

Algo cae en la trinchera. La explosión parece pequeña e inofensiva. Mi compañero se desploma. Sangre en su espalda. Yo me palpo.

Oye, muchacho, métete en el búnker. Deja a este por ahora, va a caer otra.

Voy al búnker a trompicones. El hombre herido gime, invoca a su madre, susurra, se acabó, estoy acabado.

Corre, muchacho, corre.

Desde el búnker la ametralladora dispara una ráfaga larga. Desde abajo alguien grita algo y las balas se estrellan contra los sacos. De nuevo el silencio. El comandante y yo hacia el herido. Respira.

Traed la camilla.

Desde el búnker llaman por el teléfono de campaña, tenemos un herido del pelotón de trabajo. El del mono de camuflaje trae una camilla cuyos extremos tropiezan con el suelo. El hombre no está consciente, pero respira. Una herida en la espalda. Un chorro espeso de sangre. Se le han caído las gafas y se las guardo en el bolsillo delantero de la chaqueta azul. Colocamos el cuerpo en la camilla. Los brazos cuelgan. Respira. La sangre tiñe de rojo la camilla. Llama a su madre. Entonces, la cabeza se le cae sin más hacia el lado izquierdo. En algún lugar otra vez una ametralladora y una granada y a través del silencio el teleférico chirría. Quedan pocos días de mayo. Junto al puesto del mando, el cabo con gorra de camuflaje y un sanitario con un brazalete en la manga. Se acercan a la camilla cuando la depositamos.

Dios quiera que…

El hombre en la camilla tiene estertores. Una decena de soldados y nosotros dos inmóviles con los brazos colgando a lo largo del cuerpo. Alguien susurra, ¿sigue vivo?

Sigue, al menos por ahora.

El jefe se coloca las gafas y hunde las manos en los bolsillos del pantalón. El conductor de la furgoneta pregunta si se lo lleva.

No, viene la ambulancia.

Es el Pinzgauer con la cruz roja pegada en la puerta. El sanitario explica el caso al médico que baja del vehículo: que le ha colocado una venda, que la herida está en la espalda, que aún tiene pulso. El doctor ronda los cuarenta. Debajo de la bata blanca una camisa verde. Se dirigen a él llamándolo capitán. Se acerca a la camilla. Palpa la yugular. Nos pide a todos que nos alejemos. Nosotros nos vamos lo más lejos posible. Nos sentamos aparte. Tarde cálida. Las ramas de los pinos en el viento ligero. El sol en lo alto. Alguna explosión en el valle. Una ráfaga en las inmediaciones. El camino hacia la cima del Trebević bloqueado por un blindado con las cuatro eses. ¿Así que ya nada?, pregunta nuestro jefe mientras el doctor lo confirma con la cabeza.

Le ha perforado el cuerpo, los pulmones, y probablemente le ha dañado el corazón. Morirá dentro de unos diez minutos. Ya no se puede hacer nada.

¿Qué hacemos con él?

Nos levantamos en cuanto el jefe nos hace un gesto con la cabeza. El comandante de la unidad señala el bosque en la parte de arriba de la carretera. Nuestro jefe nos apunta con el dedo a mí y al silencioso, que ahora solo resopla. El soldado del jersey gris trae un pico y una pala. El jefe los coge. Que agarremos la camilla. Los otros dos sentados nos miran partir. Ascendemos unos cincuenta metros por el bosque abrupto al otro lado de la carretera. Él va delante, yo elevando la parte posterior de la camilla le pido que vaya más lento. Ramas, raíces y pedruscos nos estorban. Las deportivas llenas de barro.

Despacio, muy despacio.

Entre los pinos y las rocas, el jefe fija un sitio.

Bueno, he cogido su documento de identidad.

El muchacho silencioso empieza con el pico.

Yo aparto la tierra con la pala y luego lo relevo con el pico. El cuerpo de la camilla debajo de una pesada manta militar. Cambiamos el pico por la pala. Desde una roca el comandante se ofrece a reemplazarnos.

No hace falta, lo haremos solos.

Entonces él enciende un cigarrillo, se coloca el fusil que le han dado en el puesto de mando, carraspea y mira más allá de las frondosas copas de los pinos. Aire fresco. El sol en algún lugar encima de Kiseljak.

Es suficiente.

Despacio, despacio, el chico sabe cómo se hace. Así. Y ahora tú si quieres di algo, ya sabes.

El silencioso sale de la fosa y se sienta en una piedra.

Dice, yo no tengo ni idea de esas cosas. Yo repito que tampoco sé cómo se hace correctamente, que en realidad no sé nada.

Sabes, sabes, desde luego más que yo, ¿no es cierto?

Tal vez sí.

Me pongo en cuclillas. Mi voz es apenas perceptible y el susurro de las ramas rumoroso. Cuando el comandante se vuelve hacia mí, mi compañero extiende hacia arriba por un instante las palmas de las manos y se las pasa por la cara.

Enterradlo.

El otro se levanta y dice, déjamelo a mí. Yo, un poco más arriba de la fosa que llena y alisa con la parte plana de la pala, me limpio el barro de las Adidas con una rama. Silba una granada más abajo. Pasa un coche a toda velocidad. Unas balas impactan en los árboles y en las rocas.

Ese ha conseguido pasar. Esta noche hay que cubrirlo.

A las seis y media el jefe habla por el teléfono de campaña.

Los míos han hecho bastante, tengo uno muerto, déjame regresar. Que venga otro, a ellos les das sitios más fáciles y yo rara vez vuelvo con el pelotón completo. Así no se puede. ¿Quién?

Alguien le grita algo por el auricular. Intento oír más. El de la gorra de camuflaje menea la cabeza y dice, puta miseria.

Yo ya estaba en la organización cuando tú todavía te repantigabas en las reuniones del partido y hacías buenas migas con estos que hoy atacas. Burro, que eres un burro. Yo llevo a los míos de vuelta y tú detenme si puedes.

Cuelga y se lo explica al comandante de la guarnición, que eso no puede seguir así, que su gente muere sin sentido, que nadie se pregunta si estos jóvenes también son hijos de alguien, y quién responderá mañana por todo, el oficial está de acuerdo con él.

Al carajo el Estado nuevo y lo que sea si yo tengo que pasar el resto de la vida con grilletes. ¿Para quién? Arriba en Pale de merendolas y vanidades de grandes serbios y nosotros nos matamos para que ellos tengan un camino más rápido al cuartel de Lukavica. ¿No has visto al tipejo ese, Simo? ¿Qué Estado se construye de esta manera?

Llama al conductor. El del jersey gris con barba ofrece té. Nosotros incómodos.

Venga, tomadlo.

Nos unimos cohibidos a ellos alrededor de la pequeña hoguera delante del refugio. El té huele a hierbas del bosque. Otro con anorak dice que tienen pan y mermelada para darnos de cena una rebanada. Nosotros insistimos en que no es necesario.

Por supuesto. ¡Dáselo!

El conductor ha arrancado la furgoneta. Oscuridad en el bosque.

En el vehículo que baja por la carretera sinuosa con las luces cortas el jefe explica al conductor que ya está harto de estos jueguecillos. Sería más fácil para mí coger también un fusil y dormir abajo en los edificios como otros que solo piensan en cómo arramplar con una televisión, con una nevera, o en cómo despojar a alguien de marcos alemanes, del coche o de cualquier cosa.

De veras estoy harto, amigo. Me llevé a este hombre bajo mi responsabilidad, qué voy a decirles ahora a los suyos, si aún le queda alguien, cómo decirles qué ha ocurrido, dónde está, o al menos cuándo será el funeral.

El conductor asiente con la cabeza. Añade que estamos en guerra, que sucede de todo. Él se preocupa de nosotros como si fuéramos su familia y no corren tiempos para hacer el bien sino para salvar la propia vida antes que las demás.

Es inútil, mañana ya nadie sabrá quién ha protegido a quién, y quién ha sido un canalla. Di que se lo han llevado para un intercambio de prisioneros y ya está.

Y que luego los familiares recorran las planas mayores en su busca, y me den la lata con el dichoso intercambio.

Les dices que está en la lista, que todavía espera a que los dos bandos se pongan de acuerdo y se acabó. Tú ya no puedes hacer nada más. Lo has intentado, has hecho todo lo humanamente posible. No se puede más.

En Vraca un policía sujeta un bastón luminoso y nos detiene. La barrera bajada. Dos más con fusiles al lado. El conductor abre la ventanilla.

Ah, eres tú.

Un día duro hoy.

Durísimo.

¡Pasa!

Hace una seña a uno para que suba la barrera. La furgoneta con las luces cortas Vraca abajo. Desacelera a la altura de la pizzería Aleksandrija. Alguien nos para. Un policía con cazadora de paño y la bandera tricolor en el brazo derecho aclara que abajo ha sido un día feo y que mejor acompañen a los del pelotón a sus casas. El conductor nos deja junto al jardín de infancia, un niño grita algo en uno de los balcones. Nadie delante del portal en la calle Zagrebačka. El comandante me dice que vaya con él hasta unos edificios, señala hacia el sur, escoltamos a la gente a sus casas y luego también me acompañará a mí. Nos dirigimos por las escaleras hacia la calle Radnička. Dos tipos delante del garaje. Uno con mechones de pelo rubio asomando del sombrero. Fuma. Se ríen y luego, cortante, pregunta a nuestro jefe quién es, quiénes somos nosotros y qué piensa hacer con nosotros.

Aquí ya no hay sitio.

¿Qué sitio?

Para alojarse, no te joroba. El hotel de cuatro estrellas está lleno, todas las reservas. Esta noche ya no podemos dar servicio.

¿De qué estás hablando, chico?

Ellos se ríen.

Venga, tío, esto está completo. Llévalos a Vraca si hay que encerrarlos. Las reservas aquí se pagaron hace tiempo.

Nos dirige hacia un edificio en la calle Radnička. La calle ancha de tan vacía. Dos se meten en el primer portal. Velas en algunas ventanas. Una ráfaga desde el cementerio judío y luego una granada hacia el centro. El comandante da unos golpes en el portal al principio de la calle donde cargué con el cuerpo de aquella mujer. Se cierran las puertas. Un hombre del fondo del portal le da las gracias al jefe y luego se abre y se cierra otra puerta. Nosotros dos por la calle Splitska. El comandante intercambia saludos con el centinela delante de la casa de la que cuelga la bandera negra con la calavera y la tricolor. Unos pocos pasos más desde la zapatería Planika hasta los locales con vigilancia debajo de mi edificio. La puerta no está cerrada con llave.

Muchas gracias.

¡Cuídate! Aquí hay vigilancia.

La escalera oscura y silenciosa. Desde el edificio rojo una ráfaga y luego alguien grita algo.

Estaba preocupada. Te espero desde las cinco.

Aquí estoy.

Indica con la barbilla hacia arriba.

¿Cómo te fue hoy?

Me fue. Ahora estoy aquí.

¿Por dónde estuvisteis?

En el monte.

¿Cavando?

Cavando.

¿Fue peligroso?

Más o menos.

Te calentaré el agua.

El gas tiñe de azul la cocina. El cristal de la puerta del balcón roto y pegado con cinta adhesiva marrón. Pone en la mesa pan y un plato de patatas cocidas con un trozo de tomate.

¡No mires ahora!

No lo haré, lo prometo. Hay que lavarte también esto.

No tengo otra cosa.

Al menos los cepillo un poco. Espera que apague el agua.

Espera tú, que yo…

Peso demasiado para ti.

Ni hablar. Así haré ejercicio.

Un vehículo blindado brama hacia el cementerio judío. Una noche cálida.

Plegaria en el asedio

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