Читать книгу Plegaria en el asedio - Damir Ovčina - Страница 30

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Una zanja excavada en la calle lleva hasta los rascacielos blancos junto al río. Nosotros dentro, el asfalto roto a la altura de la cabeza y debajo piedras, gravilla, tierra y agua de la lluvia de ayer. Basura alrededor. Llevamos sacos y cajas de madera con munición al rascacielos. En la planta baja sofás en los que soldados con uniformes variopintos están sentados y charlan, fuman, miran revistas con mujeres desnudas, escuchan la radio, dormitan, juegan a las cartas. Dos con los ojos clavados en un tablero de ajedrez. Ha crecido la hierba entre el río y el paseo. En la trinchera que atraviesa la calle nuestro comandante de charla con un capitán de la reserva. Deben de andar por la misma edad. El capitán con guerrera verde y gafas oscuras de miope. Habla con acento montenegrino. Los tilos frondosos frente a nosotros y detrás de ellos los contornos de los edificios de Marindvor. Murmura el río. El capitán explica las causas y consecuencias de la guerra. ¡Hay que saber historia! Él, personalmente, confiesa que está obsesionado con la historia. Da gracias a Dios por haberle ofrecido la oportunidad de participar en la creación de este Estado, participar en el sueño eterno con el que soñaron los mejores héroes y rapsodas. Allí estaba ahora este sueño, delante de su casa, y a punto de cumplirse.

Pues sí, hermano, hay que separarse. ¡Si Yugoslavia no puede seguir existiendo, no vamos a permitir que los recién llegados nos impongan qué camino tomar! Como si nosotros fuéramos una minoría y no pintáramos nada.

Día despejado. Un cuarentón, cuyo peso, dice, ha disminuido a ojos vistas en el último mes y que hoy colabora estrechamente conmigo, comenta que la visita del presidente francés a nuestro país tal vez resolverá algo. Ha dado un plazo determinado para liberar el aeropuerto. El hombre susurra y mira alrededor.

Es el comienzo de la intervención. Solo Occidente puede salvarnos. ¿Cómo íbamos a hacerlo solos? Nosotros ni idea de ejércitos ni de Estados. En un mes nos liquidarán a todos si esto continúa así.

El capitán obsesionado con la historia afirma en voz alta que las imágenes de ayer en las que aparecen veintiséis muertos en la calle Vase Miskina son un montaje. Ha hablado con un experto que se lo explicó todo. Asintiendo con la cabeza subraya que está absolutamente convencido de que los musulmanes colocaron actores y bastidores.

Lo de la granada es un cuento.

Nosotros a través de la trinchera. El jefe por delante con un fusil al hombro. Se sujeta las gafas mientras salimos de la zanja al lado del edificio de la biblioteca. Entre bloques de cinco plantas dispuestos en un cuadrilátero y dos rascacielos de fachada amarillenta, una cancha y más trabajo para hoy.

Allí tres tipos rodean a otro. El comandante se acerca. Nosotros a unos metros de distancia. Un hombre mayor con camisa blanca y jersey marrón por encima explica. Se presenta. Apellido tradicional musulmán. Ha trabajado cuarenta años en el hospital militar. Todos lo apreciaban, solo hay que preguntar a la gente.

Cualquiera que sea honrado se lo confirmará. Y aquí tenemos al vecino, se ha tirado de la azotea hace unos instantes. Cuando oyó que la policía militar subía de nuevo a su planta no pudo aguantar más y se tiró. Sin embargo, esta vez no venían por nosotros, sino que buscaban a los suyos para movilizarlos. Por así decirlo.

Levanta el brazo delgado hacia la solapa del comandante del pelotón mientras baja la voz.

Y miren, aquí he encontrado una puerta tirada y me he dicho, a ver si podemos colocarlo encima y enterrarlo casi según la costumbre.

Sí, sí. Por supuesto. Mi gente lo ayudará.

Nosotros al lado de unos arbustos. Uno de los tres, sin mirar a nadie a la cara, empieza a excavar la hierba junto a la cancha.

Otro lo releva. El comandante me dice que los ayude un poco. Sobre la madera prensada con los herrajes arrancados, un hombre cubierto por una manta marrón con grandes motivos amarillos.

A la fosa de medio metro de profundidad baja el señor mayor y coloca la puerta con el cuerpo. Otro con mirada trastornada sujeta los brazos y las piernas para que no resbalen de la blanca madera prensada.

Hay que darle la vuelta, eso no puede molestar a nadie.

Ten cuidado, amigo, ya sabes que ese lo anota y se chiva de todo, te cortarán la cabeza como a un pollo por esto.

No lo harán, yo fui bueno con todo el mundo. ¿A quién le puede molestar esto? Las costumbres son costumbres. A mí me dan igual los Estados. El hombre no es un carnero para arrojarlo así sin más a la tierra.

En el balcón de la planta primera un hombre de unos sesenta años.

Allí lo tienes.

¿A quién?

Al que nos vigila.

Nuestro comandante se aproxima al balcón y pregunta si hay algún problema. Él lo reconoce y, subrayando su apellido, lo saluda diciendo que hay que vigilarlo todo.

Pues allí los tienes al otro lado del río, ¿por qué no los vigilas un poco a ellos?

Yo lo vigilo todo, cómo y qué hace cada cual, y los de ahí ya me conocen, tú no te preocupes por mí y mi aportación.

Veo que eres un gran héroe. Justo lo que necesitamos, héroes verdaderos.

Los tres en cuclillas al lado de la fosa. Hombres de mediana edad observan desde dos ventanas.

Echan tierra al hoyo. El jefe se aproxima a mí y me dice que me fije en que no siempre me toca a mí. El hombre que apela a sus muchos años de servicio en el hospital militar vuelve las palmas de las manos hacia sí y se las pasa rápidamente por la cara.

Venga, vosotros ahora a casa.

Recordad bien donde está y cuando la situación se tranquilice un poco solucionaremos el asunto como es debido.

La tierra cuarteada. Basura alrededor de la nueva tumba. El sol encima del edificio se inclina hacia el monte Igman.

El comandante me deja en la entrada. En el piso de la planta baja antes de la guerra se abrió una consulta de neuropsiquiatría. Queda una silla desfondada y un calendario en el suelo. A través del piso al portal. Llamo a la puerta en el primero. Abre sonriente.

¿Cómo te fue hoy?

Día tranquilo. ¿Podría contártelo?

Debes contármelo. Tengo que atender a la abuela y enseguida subo.

Yo reviso si las cosas en la escalera siguen igual que por la mañana y si se han movido las puertas en las plantas. En mi piso todo igual. Desde la calle Lenjinova, un Golf rápido y ruidoso. Desde la Beogradska, una ametralladora durante un buen rato y luego un intercambio de gritos. Abajo una radio con el volumen un poco alto. Inspecciono el piso. El olor de la primavera penetra por la ventana entreabierta.

¿Quieres hacer ejercicio?

¿Tienes fuerza y necesidad de entrenar después del trabajo?

Tengo. ¿Tú tienes?

Para mí es fácil.

Te llevo en brazos.

Me dejarás caer.

¿A ti? Nunca.

Espera, ten cuidado.

Ya ves, va como una seda.

De todos modos, cierra, cierra con llave.

Dijeron hace unos días que no debemos cerrar la puerta de entrada y mucho menos con llave.

Abajo el portal está cerrado con llave, eso no lo ven.

Pueden oírlo por la ventana.

La cerraré. ¡Ea!, todos están lejos.

Voy a probar.

Primero así.

Ahora. Así va bien.

¿Pesada?

Justo lo necesario y donde hace falta. Y hace falta.

Un transporte blindado por la ruta del trolebús dispara con la ametralladora pesada hacia el otro lado del río. Luego pone música por el altavoz, mataremos, degollaremos a cualquiera que se ponga en nuestro camino. De los edificios rojos salvas de ametralladoras y fusiles de asalto. Una granada de fusil cae en la calzada y el blindado continúa. Alguien grita desde los locales comerciales, eeeso es, ¡Čađo, dales fuerte! Desde el puente tiros al ritmo de tum tumtumtum tum tuuum tum tumtumtum.

Plegaria en el asedio

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