Читать книгу Plegaria en el asedio - Damir Ovčina - Страница 25

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Amanecer gris desde Skenderija. En el baño, fresquito. Debajo del paño, una rebanada de pan de ayer con un trozo de carne en conserva en un plato blanco con borde azul. Compruebo las ventanas. Cierro la puerta con llave. Silencio en las escaleras. La puerta del portal cerrada. Acierto con la llave al segundo intento. En correos, dos tipos mayores en los sillones haciendo vigilancia de retaguardia envueltos en pesadas mantas grises. Uno con un fusil de asalto y el otro con uno semiautomático en el regazo. Se llevan un ligero sobresalto. Los informo. Uno pregunta si soy lo que él supone.

Pues sí, en algún sentido.

Lo eres en todos los sentidos.

En el pasaje, un centinela. Que espere. Dentro una decena de personas en silencio. En medio del humo de tabaco uno pregunta algo a otro en voz baja. El segundo me suena, como si hubiera trabajado en la oficina de correos al lado de mi portal en la calle Lenjinova. Calla, aguanta, sufre, le recomienda otro recién afeitado y vestido como si fuera a una excursión. Al que le han recomendado callar, aguantar y sufrir repiquetea con el pie. Sale el que me pidió que apoyara su lucha justa y otro con el uniforme de protección civil. El jefe del cuartel general presenta al jefe de protección civil para su zona de responsabilidad diciendo que trabajará con nosotros para que todo acabe bien. Nosotros ayudaremos al ejército, nos alimentaremos con los soldados, nadie debe intentar huir porque, incluso si lo logra, cosa que no sucederá de ninguna manera, los demás lo pagarán con la vida. Se trabajará tanto como sea necesario, probablemente hasta que caiga la noche. Dormiremos en nuestras casas y eso solo los que trabajen como es debido. Si no, en prisión. Hay que presentarse a las siete. El jefe de protección civil, con una pistola en el cinturón, elabora una lista. Me han apuntado. Las manecillas en posición, sería la hora de ir a la escuela. Uno saca una cajetilla de tabaco, se enciende un cigarrillo sin ofrecernos a ninguno de los que estamos en este lado y se la guarda de nuevo en el bolsillo delantero.

Corremos en fila india con la cabeza agachada. Nos metemos de un salto en un local de una planta baja. Una ametralladora en lo alto del edificio. También desde el otro lado algo explota. Desde el cementerio judío, a menudo fuego pesado. Colocamos sacos de tierra. Delante del edificio hay tres palas. Tres cavan, llenan los sacos, los demás cargamos. Un muchacho de mi edad cava. El jefe de protección civil habla en voz baja, muy baja. Un ciudadano corpulento llena el saco. El sudor se le acumula rápido en la frente, se quita las gafas, se seca la nariz en el punto donde las gafas se apoyan. Un hombre de unos cincuenta años baja la cabeza tanto como puede en cuanto se oye el silbido de una bala.

Un boquete abierto en la pared del bajo. Ocho escalones que no se pueden ver desde el río. En la primera planta, un hombre con mono negro y boina roja ordena silencio, más rápido, acá. Detrás de la pared una ametralladora con otros dos en sillas de playa. El guardia, fornido y con barba canosa, nos reprende por ser demasiado lentos.

Y queréis vuestro propio Estado. Pues estáis listos. ¡Bah!

El otro, menos locuaz, con pantalón verdigrís y una cazadora de paño pesado, señala dónde debemos depositar el saco. En el piso todavía quedan cosas, un aparador con las puertas reventadas, partes de un armario, dos sillas con el asiento tapizado de florecitas, una mesa de televisor, cortinas, cristales rotos. Llevamos los muebles escaleras abajo. El comandante está acordando algo con el del mono negro. Desde el tercero arrastro una lavadora con otro tipo. Yo la agarro por el extremo afilado. El metal se me clava en la palma de las manos. El otro apenas puede levantar su extremo, yo todavía con más dificultad el mío.

¡Suéltala!

Coloco un trozo de periódico entre las palmas y el borde de la lavadora. Las puertas de los pisos desmontadas. Cromos de una película japonesa de dibujos animados pegados en un pasillo. La lavadora hace que nos tambaleemos y el bamboleo nos obliga a despatarrarnos mientras la bajamos. Él maldice en voz baja al Estado y al Gobierno democráticamente elegido e invoca al antiguo presidente vitalicio y tres veces héroe popular para que vuelva y solucione esta nueva situación por el bien de todos. A través de las ventanas sin cristales veo por un instante las plantas superiores de los edificios que rodean la Facultad de Filosofía, árboles que verdean, un trocito de la calle que conduce a la estación de ferrocarril y el borde del hospital militar. El río murmura en dirección a Ilidža. Las pequeñas cascadas marcan un ritmo uniforme. Una bala de quién sabe dónde alcanza nuestro edificio. Por fin llegamos con la lavadora a la planta baja. Cada vez más impactos en las paredes. Abajo, cajones de munición apilados. El día avanza.

El tipo mayor con uniforme de protección civil y una bandera roja, azul y blanca en la gorra de visera arrastra un caldero de campaña. Lleva gafas con cristales gruesos.

Aquí tenéis, es para vosotros. Para que no os quejéis después de que no os hemos alimentado. Cierto es que tal vez no os gusten los ingredientes, pero el pecado no entra por la boca.

Bajamos el aparador, la mesita del televisor, una estantería, un arcón para las sábanas, partes del armario roto, dos escritorios parcialmente dañados, un armarito de baño, un fregadero, un lavabo cuidadosamente desmontado en la tercera planta, las tuberías del lavabo, un sillón con el reposabrazos derecho roto, tres sillas de cocina marrones. Trasladamos el montón de cosas formando una cadena hacia el boquete y más allá, bordeando el edificio alargado con las ventanas de las plantas superiores acribilladas. Ropa esparcida por doquier. Acarreamos la lavadora hasta un camión. Uno que lleva uniforme de protección civil dirige la carga del electrodoméstico. En el camión con capó picudo y el rótulo Autoprevoz Krsmanović Rogatica, tres lavadoras. Detrás, alrededor y encima una gran cantidad de muebles. Al fondo, contra el panel divisor de la cabina, tres sillones. Sofás, mesas, escritorios, frigoríficos, cocinas. Una cocina económica de leña de la fábrica Sloboda de Čačak.

Lo haremos así, tú levanta allí, agarra, así, así, un poco más, no la sueltes, casi está, vaya con los eslovenos, mira que fabricar algo tan pesado.

El comandante mira el reloj y dice: Muchachos, basta por hoy.

Las palmas de las manos llenas de cicatrices. Caminamos en fila hacia mi edificio con la cabeza gacha. Yo pregunto si puedo irme a casa.

Vete, chico. Mañana por la mañana a las siete delante del cuartel general.

Tarde nublada. Ella espera delante del piso a que yo suba.

Tengo agua caliente, te la traeré.

Trae el agua. Las palmas me sangran un poco. Sirve té y corta pan. Limpia la mesa de mi cocina y pone un sándwich y un plato de judías. En el sofá, una bolsa con ropa interior limpia. Encima, el segundo libro de su colección rusa.

Eres mi ejército de salvación.

Ella sonríe discretamente. Una granada de mortero en alguna parte en dirección al centro.

Vaya.

Mira por la ventana hacia el sitio donde hemos cargado en el camión los armarios, las sillas, las neveras, las lavadoras, las mesas e incluso una litera desmontada.

Plegaria en el asedio

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