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C9

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El bramido de las olas al golpear las rocas despertó a Óscar. Se sentía muy bien, despejado. No podía recordar la última vez que había podido disfrutar de un sueño tan profundo.

Se incorporó y se sentó en la cama. Al poner los pies sobre el suelo descubrió unas zapatillas de piel de algún animal, que no acertaba a descubrir. Aspiró hondo. Un aire puro hinchó sus pulmones, un aire con una mezcla a cientos de fragancias.

Se levantó y se acercó al balcón. El sol apenas le dejaba ver. Cuando sus ojos se adaptaron a la luz pudo descubrir lo que la oscuridad le ocultaba la noche anterior.

La villa estaba sobre un verde acantilado. El inmenso azul se perdía en el horizonte. Afinando la vista pudo distinguir un camino que bajaba a una pequeña playa blanca como la nieve. Allí pudo ver dos figuras, estaban desnudas bañándose en el mar. Sin duda debía de tratarse de Lucius y Gnaea. Volvían a disfrutar de su hogar.

Óscar tenía la mirada fija casi por encantamiento sobre los amantes cuando Vivia entró en la habitación. No se percató de su presencia.

—Llevaban diez años alejados de esa playa —comentó Vivia, a la vez que posaba su mano sobre el hombro de Óscar.

El corazón casi se le sale del pecho y la vergüenza se apodero de él, manifestándose con un rojo intenso que recorría todo su rostro. Apenas pudo balbucear dos palabras, algo que dibujó una sonrisa en Vivia.

—Siento haberte sobresaltado. Quería comprobar que habías descansado.

Una vez que recuperó el aliento, Óscar pudo contestar:

—Sí he podido descansar, gracias.

—Cuando te asees puedes bajar y desayunar con mi padre. Quiere hablar contigo y con Lucius.

Diciendo esto salió de la habitación, dejando a un cada vez más sorprendido Óscar por lo que aquella muchacha le hacía sentir.

Lucius le estaba esperando al final de la escalera. Vestía pantalones de lino rojos y una especie de camisa blanca que le llegaba hasta las rodillas anudada en su cintura por una cinta de seda. Por el contrario, él vestía completamente de blanco.

—¿Has descansado? —preguntó Lucius.

—Sí, hacía años que no dormía tan bien —contestó Óscar, esperando alguna crítica respecto a la ropa.

—Veo que te has decidido por vestir ropa romana.

—Sí, y debo decir que es realmente cómoda, muchas gracias.

Lucius sonrió.

—Ven, sígueme, nos están esperando.

Los frescos de las paredes eran maravillosos, dependiendo de las salas los temas variaban, los había de caza, jardines, batallas… Después de cruzar varias estancias entraron a un salón abierto hacia un pequeño jardín inundado de flores de todo tipo de colores. El olor era embriagador. Allí les esperaba el patriarca de la familia.

—Buenos días —saludó Marcus.

—Buenos días —respondió Óscar.

Al instante aparecieron Appia y su hija con sendas bandejas repletas de fruta y bollos e invitaron a sentarse a los dos recién llegados. Vivia sirvió leche fresca a Óscar y se sentó a su lado.

—¿Has encontrado todo a tu gusto? —preguntó Marcus mientras alcanzaba una manzana.

Óscar levantó la cabeza del tazón de leche

—Sí, señor. —Se sentía un poco incómodo, no sabía cómo dirigirse a él.

—Por favor, Óscar, llámame Marcus, vamos a dejar lo de señor para vuestro dios —completó Marcus con una sonrisa—. ¿Eres creyente?

—No, no soy creyente —titubeo Óscar. No sabía muy bien qué contestar, había visto dos templos pequeños en unos de los jardines. Marcus esbozó una sonrisa.

—Supongo que habrás visto los templos cuando venías hacia aquí. —Óscar asintió con la cabeza—. Son en honor a Ceres y al Arión —continuó Marcus, que pudo ver cómo una gota de sudor recorría la frente de Óscar. Viéndolo, Marcus quiso liberarle de la presión que sentía—. Tranquilo, Óscar, no me has ofendido. Nosotros hace siglos que no adoramos a los dioses, hemos cambiado las deidades por lo que representaban. Ya no adoramos a Ceres, sino al trigo que nos proporciona la tierra. Tampoco adoramos a Arión, sino al caballo.

Óscar se sintió aliviado, aunque creyó que su suspiro volvía a dejarle en una situación comprometida. Pero no fue así, lo cierto es que provocó un sinfín de carcajadas en la mesa.

—Bien —continuó Marcus—. Debemos hablar de cosas serias. —Las risas se cortaron de golpe.

—El emperador nos ha emplazado en Roma a finales de semana. Quiere conocer a Óscar y ponerle al día de lo que se espera de él.

Óscar tragó saliva, la presión volvió a su pecho.

—No te preocupes —continuó Lucius—, ya no echamos a la gente a los leones. —Las risas volvieron a la mesa. La broma consiguió lo que Lucius pretendía. Óscar se sintió de nuevo algo más relajado. Aquello era como una montaña rusa de sensaciones.

—Puedo adelantarte que lo que el emperador quiere de ti es que ejerzas de vínculo entre nosotros y el resto del mundo.

—¿Por qué yo? Yo no soy nadie. Nadie me escucha, soy el hazmerreír entre los periodistas.

—Porque a pesar de eso seguías luchando en lo que creías. Tienes pasión, y esa pasión hará que te escuchen.

Óscar se sentía confundido y excesivamente halagado por aquellas gentes.

—Debemos ir a la ciudad —continuó Appia—. Debemos hablar con los patrones de los barcos para el trasporte de los caballos, querido.

—Cierto —afirmó Marcus—. Mis hijos te pondrán al día de la cultura romana, Lucius. De momento podríais enseñarle los campos de cría y presentarle a tus hermanos.

Sin más, Marcus y Appia se levantaron de la mesa para dirigirse a la ciudad, mientras Lucius y Vivia se disponían a recoger los restos del desayuno.

—¿Dónde está tu esposa? —preguntó Óscar.

—Se ha ido a cazar al bosque. Hacía diez años que no podía disfrutar de ello y ahora se pasa allí horas para recuperar el tiempo pasado fuera.

—Es toda una amazona —quiso completar Óscar.

—Sí —sonrió Lucius—. Una de las cosas que debes saber de los romanos es que nos sentimos iguales entre nosotros. Los tiempos de las clases sociales o en los que los hombres nos sentíamos superiores pasaron hace siglos.

—Sin duda habéis evolucionado mucho más que el resto de las sociedades —comentó Óscar con la mirada fija en Vivia.

Lucius se percató de ello.

—Otra de las innumerables cosas que debes saber de nosotros, y que irás descubriendo día tras día es que los romanos solo nos enamoramos una vez en la vida y para siempre.

Óscar se sonrojó de inmediato y clavó su mirada en el suelo, lo que produjo una enorme carcajada en Lucius.

—Verás, los romanos un día somos sorprendidos por un complejo cúmulo de sensaciones al conocer a quien estábamos destinados. Es como una especie de conexión. Normalmente ocurre entre romanos y no necesariamente entre hombre y mujer, puede ocurrir entre hombres o entre mujeres, eso es algo que solo el destino nos descubre, pero en algunos casos ocurre que algún romano o romana se enamora de alguien de más allá de las islas.

Lucius observó intensamente a Óscar, quería ver la reacción de este al pronunciar estas últimas palabras, y pudo ver cómo se erizaba cada centímetro de su piel. No había duda de lo que estaba sucediendo.

Óscar estaba completamente ensimismado con las últimas palabras de Lucius. ¿Era eso lo que estaba sintiendo él? Desde luego se le acercaba mucho. ¿Era posible que ella pudiera estar sintiendo lo mismo? A Óscar eso se le antojaba imposible, no se sentía digno de ella, pero las últimas palabras de Lucius le hicieron vibrar, le dio una posibilidad, un quizás. Tan solo la conocía desde hacía unas horas y el mero hecho de pensar en ella hacía que su corazón se desbocara.

Lucius tuvo que levantar la voz para volverlo a traer al mundo de nuevo.

—Acompáñame, debemos cambiarnos para ir al campo de cría.

Óscar le siguió, aunque con los pensamientos en otra parte. Fueron a una estancia junto a las cuadras. Allí descansaba Taranto junto al resto de sus compañeros equinos.

El caballo no pudo evitar un suspiro reprimido al volver a ver a aquel jinete de maneras bruscas. Era como si nunca hubiera montado a uno de sus semejantes.

Óscar ahora vestía un pantalón de cuero curtido que le llegaba por encima de los tobillos, unas botas cerradas de cuero y una camisa negra un poco más basta que la anterior. Estaba claro que era ropa de trabajo, por lo que ya sabía lo que esperaban de él, al menos aquella mañana, y no era otra cosa que ensuciarse las manos.

El relincho de Taranto sobresaltó a los demás caballos, que parecían reírse tras un comentario de este. Como pudo, Óscar volvió a subir al resignado caballo y partió detrás de Lucius y su flamante caballo negro camino a los campos de cría.

Tardaron algo más de una hora en llegar a los prados. El reflejo de la luz sobre aquel verde apenas dejaba ver a Óscar, tuvo que ponerse la mano sobre la frente para poder ver aquella alfombra verde que se extendía delante de él. Había dos edificaciones: una torre y una gran nave de piedra y madera. Cientos de caballos con sus crías pastaban en la llanura.

Al llegar a la torre, dos chicos de unos veinte años salieron a recibirles. La sonrisa no podía ser mayor. Lucius, de un salto, se apeó del caballo y corrió hacia ellos con los brazos abiertos, en un instante los tres se fundieron en un intenso abrazo. En ese momento Óscar se acordó de su hermano y de su padre, y de lo que le hubiera gustado tener una relación con ellos como la que tenía Lucius con los suyos. Cuando llegara a casa estaba dispuesto a hacer todo lo que fuera necesario para que así fuera. Lucius le cogió del brazo sacándole de nuevo de sus pensamientos.

—Ven, quiero presentarte a mis hermanos. —El tono de la voz de Lucius era vibrante, estaba claro que estaba emocionado por volver a ver a sus hermanos.

—Este es mi hermano mediano, Plubius. —El hermano cogió el antebrazo de Óscar y le dio la bienvenida—. Y este chico de aquí es mi hermano menor, Sextus. —Apenas tendría veinte años, pero su mirada era intensa.

—Veo que venís con ropa de trabajo —comentó Plubius con cierta ironía.

—Alguien tendrá que arreglar todos vuestros estropicios. —Ambos hermanos estallaron en carcajadas y se fueron juntos hacia las naves de piedra.

Óscar se quedó a solas con Sextus. Hubo un silencio tenso, era como si aquel muchacho de ojos azules estuviera estudiándole.

—Sígueme —ordenó.

Se dirigieron hacia la mitad del prado. Tuvieron que saltar la valla de madera del cercado de los caballos. Allí recogieron una serie de herramientas tiradas en el suelo, una gran maza, un par de azadas y unas estacas.

—Hace unos días hubo una gran tormenta —comenzó explicando Sextus—. Parte de la valla del lado sur se derrumbó. Nuestra labor es rehacerla.

Óscar seguía a aquel muchacho asintiendo con la cabeza y sin decir nada. Iba a ser un día duro.

—Primero debemos apartar la madera vieja. —Ambos cogieron la madera estropeada y la amontonaron a un lado. Luego serviría como leña.

Óscar se sentía incómodo al estar tan callado, a pesar de ser varios años mayor que él le imponía bastante.

—Tu padre nos comentó anoche que dos yeguas han parido. —Óscar andaba con pies de plomo, no quería decir ninguna estupidez.

—Sí —contestó Sextus—. Estamos en la época de cría. Ahora hay mucho trabajo.

—¿Os quedáis aquí todo ese tiempo?

—Sí, bueno, solemos turnarnos, pero depende de las yeguas y de cuándo deciden parir. —Sonrió.

La sonrisa contagio a Óscar. Así pasaron la mañana, cavaban un agujero, ponían dos estacas a modo de guía y luego turnándose con la maza clavaban un pilote de madera en la tierra; para terminar, unían los pilotes con tres travesaños.

Al cabo de unas horas Óscar apenas podía doblar los dedos, le dolía cada falange. Sextus no podía dejar de sonreír al verle sufrir cada vez que cerraba la mano. Habían hecho buenas migas aquella mañana. Nada como el trabajo duro para comenzar una nueva amistad.

Sextus quiso tranquilizar a Óscar:

—No te preocupes, los dedos permanecerán en su sitio, solo se están endureciendo.

Óscar asintió con una sonrisa un poco forzada, temiendo que en cualquier momento los dedos se le cayeran. Mientras, volvían a la torre a saciar el hambre voraz que sentían después de un trabajo duro.

Al pasar adentro, un olor a carne estofada abrió aún más si cabe el apetito a Óscar. Allí, sentados a la mesa y acompañados de un buen vino, les esperaban Lucius y Plubius. Los cuatro comieron como si no hubiera un mañana, solo descansando para dar un sorbo de vino o de agua fresca, no había más donde elegir. Al terminar se sentaron junto al hogar encendido y los tres hermanos contaron historias de su niñez y adolescencia. Óscar envidiaba sus vidas tan libres, tan salvajes. La mayor parte de su infancia la había pasado en un piso de sesenta metros cuadrados en Carabanchel. No es que hubiera tenido una mala infancia, pero nada comparable con lo que ellos contaban.

Sin darse cuenta, Óscar cayó en un profundo sueño. Se imaginaba de niño en aquellos parajes, escapándose con los tres hermanos al bosque a vivir mil y una aventuras, haciendo trastadas a Decimus, el molinero…

Al despertar se encontró solo, con apenas unas ascuas en la chimenea; salió fuera en busca de sus compañeros de trabajo. El sol aún estaba alto y el cielo estaba bastante despejado, de un azul intenso. En ese momento oyó varias voces dentro de las cuadras y se encaminó hacia allí.

Cuando entró vio a los tres hermanos alrededor de una preciosa yegua de color gris. Estaba tumbada hacia un lado gimiendo y resoplando. En ese momento Lucius alzó la vista y descubrió a un medio dormido Óscar.

—Ven y échanos una mano —le dijo. Óscar se arremangó y se puso a su lado sin saber muy bien qué hacer—. Se ha puesto de parto, tenemos que hacer que se relaje. Tú colócate aquí y acaríciale la cabeza.

Óscar se sentó junto a la inmensa cabeza y empezó a acariciarla con movimientos circulares. Pudo sentir cómo se relajaba, cómo su respiración pasaba a ser más pausada. En ese instante la yegua colocó su cabeza sobre las piernas de Óscar y comenzó a parir.

Al momento, un delgado pero sano potrillo salió de su interior. Lo colocaron junto a la madre para que lo pudiera limpiar. A los pocos minutos el potro intentó ponerse en pie, pero no pudo; Sextus comentó que aún tenía los cascos muy blandos, que tardarían unas horas en endurecerse para que pudiera caminar. Todos salieron de los establos y dejaron descansar a madre mientras el potrillo mamaba por primera vez.

—Esta noche la pasaremos aquí —anunció Lucius—. Os ayudaremos con el nuevo potro.

Ambos hermanos asintieron. Una ligera tristeza ensombreció el rostro de Óscar porque pasaría todo un día sin poder ver a Vivia. Era extraño, pero se sentía unido a ella.

La tarde la pasaron turnándose por parejas para vigilar al recién llegado. Durante el turno de Óscar y Sextus, este le explicaba todo lo que debía saber sobre cómo debía comportarse un potro recién nacido sin ningún tipo de problemas.

Apenas transcurrieron cinco horas desde su nacimiento y el potro ya estaba de pie, caminando, todo parecía indicar que todo iba bien, aun así deberían continuar con la vigilancia toda la noche. El primer turno lo hicieron Óscar y Sextus. Amontonaron un buen montón de paja junto a un rincón y lo cubrieron con unas mantas para poder estar más cómodos. Estuvieron hablando durante horas, sobre la infancia de Óscar y la vida fuera de Roma. Pronto llegaría el momento en el que Sextus debería asumir su papel como cazador. Estaba ansioso.

Un imperio eterno: Un viaje a las sombras

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