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El desafío de las relaciones humanas EL EGO Y LA BÚSQUEDA DE VALÍA

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Hemos visto que nuestro ego es el resultado de nuestra biografía, de la relación con nuestra familia, medio ambiente y cultura. El ego se constituye con la estrategia que hemos desarrollado para adaptarnos al mundo, para ser aceptados y queridos. Mientras que nuestro Ser original consiste en la información ancestral, cósmica, que recibimos como potencia en el momento en que fuimos concebidos, y que podemos desplegar (o no) a lo largo de nuestra existencia. Esta potencialidad va mucho allá de lo que se entiende corrientemente como genética, la que hace referencia sólo a las funciones biológicas. Esta información pertenece al eterno fluir del Universo, a esos átomos que aparecieron a partir del Big Bang, y que siguen formando parte de objetos que aparecen y desaparecen, adoptando, entre otras, nuestra forma, nuestra existencia personal. Dado que esta información cósmica es infinita y se combina en incontables formas, cada ser humano constituye una probabilidad única a irrepetible.

Pero esta potencialidad no se realiza automáticamente, de la manera en que crecen, por ejemplo, nuestras uñas, cabellos o dientes. Esta información pude verse afectada por muchos factores que nos alejan de nuestra naturaleza original y, por lo tanto, requiere de nuestro propio trabajo personal para ser recuperada y desplegada.

Veíamos que el reencuentro con nuestro Ser universal, nuestra memoria primordial, la forma en que lo universal se manifiesta en cada ser humano, produce una profunda transformación, no sólo en nuestra autopercepción, sino también en la forma en que percibimos a las demás personas y en cómo comprendemos la realidad.

Ahora bien, ¿qué ocurre cuando perdemos el contacto con nuestra naturaleza cósmica? ¿Cuáles son las consecuencias de este olvido?

La herida básica consiste en la pérdida de contacto con nuestra naturaleza original, con nuestro Ser universal. En la medida en que el ego pierde el contacto con este núcleo de información primordial, comienza a experimentar una profunda sensación de vacío, de falta de valor intrínseco. Al igual que un árbol que ha perdido sus raíces, comienza a padecer una profunda desnutrición psicoespiritual. A partir de allí comienza una carrera compulsiva por recuperar su sensación de valía, buscando nutrientes, muchas veces, en el lugar equivocado. En la medida en que no lo hace por el camino correcto, que consistiría en buscar interiormente su identidad fundamental −su origen cósmico− esa carrera lo lleva de frustración en frustración. En tanto somos la manifestación de un poder universal creador de vida, no hay absolutamente nada en el mundo exterior que pueda brindarnos algo parecido a la conciencia de este valor fundamental. Por ello, la búsqueda del propio valor en el exterior es siempre infructuosa.

¿Significa esto que quien realiza un profundo trabajo interior termina desvinculándose del mundo, perdiendo el contacto con la alegría y la satisfacción genuinas que pueden brindarnos las gratificaciones cotidianas de la vida? De ninguna manera. En realidad, ocurre todo lo contrario: cuando lo que hacemos no tiene un carácter defensivo o evasivo sino que fluye desde el contacto con nuestra naturaleza más genuina, todo lo bello de la vida, las relaciones interpersonales, los placeres sensoriales, la contemplación de la belleza del mundo natural, el arte y, en fin, todo aquello que trae felicidad a nuestro corazón, no sólo no se pierde sino que adquiere un brillo y una riqueza mucho más intensas. Cuando lo que hacemos no busca compensar nuestra sensación de carencia o falta de valor, todo se torna mucho más real, vibrante, auténtico y significativo.

Si esto no se comprende, el ego comienza a desarrollar todo tipo de estrategias para sentirse valioso. Muchas actitudes y comportamientos importantes y significativos, al ser desarrollados de esta manera defensiva, pierden su cualidad y su sentido original, convirtiéndose en modalidades que sólo llevan a la frustración. Podemos describir varias formas infructuosas para alcanzar este fin: la búsqueda de valer por medio del poder, del tener, del hacer, del saber, del pertenecer, del sentir e incluso, la búsqueda de valer por el dar o el sufrir, pero en todos los casos, la meditación profunda, complementada con otros medios de autoconocimiento, puede aportar la clave para liberarnos de estas actividades compulsivas y frustrantes.

La búsqueda de valía personal por el poder caracteriza a las personas que sienten que son importantes en la medida en que dominan, controlan, coaccionan, someten, sobornan, compran, venden, esclavizan, critican, juzgan. Una de las formas de valía por el poder está dada, por ejemplo, por el poder de seducir, de conquistar, de convencer. En estos casos las personas se sienten poderosas en la medida en que subyugan y atrapan. Su falsa sensación de valía crece en la medida en que sienten que otras personas las observan y se sienten atraídos por ellas. En muchos casos este poder de atracción les permite manipular las decisiones ajenas a través de sus atractivos. Otro ejemplo se da en la violencia, en la posibilidad de dominar por medio de la fuerza física o de la coerción moral (desvalorizar, humillar) o a través del poder económico (sobornar, estafar).

Una forma curiosa de poder se manifiesta en el juzgar y criticar. La persona juzgadora y criticona se siente poderosa en la medida en que muestra las debilidades, errores o flaquezas ajenas (proyectando las propias), una actitud que sólo genera rechazo y que, a la larga, suele abocar a una existencia solitaria y triste.

Detrás de todas estas variantes de búsqueda de valía por medio del poder, podemos intuir que el individuo fantasea la voz de sus padres repitiendo: “demuéstrame que puedes y te amaré”. Por supuesto, tanto en este caso como en todos los que mencionaremos seguidamente, estas voces pueden, o no, haber existido. Eso no es lo relevante. El caso es que la persona cree que existieron y mantiene su existencia como voz interior.

La búsqueda de valía por el hacer se presenta en las personas que padecen una compulsión a la acción, que sienten que permanentemente serán juzgadas o criticadas por no haber hecho lo suficiente, algo que procuran compensar invirtiendo una enorme cantidad de esfuerzo cada día. En los casos más graves, toda esta actividad termina siendo inconducente, es decir, no son personas realmente efectivas sino personas que hacen por hacer. Esto también aparece en personas realmente efectivas, por lo tanto la cualidad que realmente permite detectar esta búsqueda de valor, no pasa necesariamente por la efectividad o el éxito sino por la motivación que está detrás de la acción. Cuando lo que se busca es valer a través de la acción, el sentimiento profundo no está dado por el hacer cosas que impliquen un servicio, una auténtica entrega desde el amor, o una satisfacción interna y real, sino por una necesidad compulsiva de no caer en la falta, en el “pecado” de la inactividad, en la holgazanería. Suelen ser personas con una enorme dificultad para encontrar el sosiego, el descanso, la tranquilidad. Les cuesta muchísimo convivir con las cosas pendientes, pues padecen una eterna sensación de estar en deuda, de no haber hecho todo lo posible. Detrás de esta compulsión suele estar la sensación de la mirada de los padres (real o fantaseada) que juzgan la falta de determinación y acción y castigan lo que ellos pueden haber considerado como vagancia. La voz inconsciente en estos casos repite permanentemente: “haz mucho para que te amen mucho”.

Las personas que buscan valer a partir del tener sufren una compulsión a la posesividad. Viven identificados con las cosas que poseen, confunden su Ser interior con sus posesiones y viven en una permanente búsqueda de nuevos objetos, porque por supuesto, ninguno alcanza. Lo que en un momento fue la casa ideal, en poco tiempo quedará chica; el auto perfecto pasará de moda; la ropa más elegante ya no lucirá bien; entonces, la carrera por el consumismo es eterna. Hasta las relaciones interpersonales, el trabajo y la búsqueda de gurúes pueden caer en esta modalidad, lo que lleva a estar saltando de una pareja, de un empleo o de una maestra o maestro a otro, incesantemente. No es de extrañar la alta frecuencia de alcoholismo, drogadicción, promiscuidad e incluso suicidios que se presenta en las personas altamente adineradas. Quien no tiene, puede seguir moviéndose por la búsqueda ilusoria. Quien lo tiene “todo” y descubre que allí no hay nada, o se ilumina, o cae en la peor de las depresiones.

Cuando este tipo de personas, en lugar de identificarse con los objetos, se identifica con el dinero, entonces en lugar de comprar, lo que hacen es acumularlo patológicamente, lo que es muy distinto al ahorro sano. La persona que ahorra tiene en vista un objetivo al cual no puede llegar de manera inmediata, pero cuando llega, utiliza sus ahorros y disfruta de lo que ha conseguido. La persona que acumula patológicamente termina no llegando nunca a nada concreto, puesto que lo que busca es la falsa seguridad en la posesión del dinero mismo. Estas personas pueden llegar al final de sus días sin haber disfrutado nunca de lo que ahorraron. En estos casos, no hay cuenta bancaria que sea suficiente, siempre estarán preocupadas por conservar y juntar más y más. Una patología bastante grave se presenta en aquellas personas que acumulan objetos innecesarios, e incluso tóxicos y peligrosos. Existen personas que acumulan animales. Se conocen casos de personas que han llegado a convivir con decenas de perros o gatos en pequeñas casas, tornando su espacio vital en algo tan antihigiénico, que para cualquier otra persona sería insoportable. Pero de todas las formas de posesividad, la más triste es la del amor. Cuando esta tendencia retentiva pasa por la afectividad, las personas pueden pasar sus vidas en la más profunda soledad (no pudiendo entregar el amor), o bien intentar poseer a otra persona, la que se convierte en un objeto de su propiedad. Aquí la voz interior perece repetir: “todo es escaso, en especial el amor, consigue todo el que puedas y acumúlalo”.

La búsqueda de la valía personal a través del saber, caracteriza a las personas que hacen de su inteligencia y de sus conocimientos un objeto narcisista que sólo sirve para adornar su personalidad. No importa en estos casos el servicio que puedan prestar al mundo a través de sus conocimientos, sino la exhibición, muchas veces ampulosa, de lo que saben. Son las personas que viven detrás de títulos, de grados académicos, y que se ufanan de ser llamadas expertas, referentes, licenciadas, magisters, doctoras, eruditas. Los claustros universitarios, con todos sus rituales y pompas, están llenos de este tipo de personalidades. En lugar de ser movidas por el amor a la verdad y a su alumnado, buscando un encuentro mutuamente enriquecedor, sólo disfrutan de subirse a su púlpito y hablar desde las alturas de su conocimiento a los “ignorantes” que las rodean y las miran con admiración. Ése es su alimento egótico. Lo más lamentable de estas personalidades, es que en su búsqueda de valía a través de los conocimientos, pueden terminar operando en contra de la auténtica búsqueda de la verdad. Todas las ideas nuevas resultan amenazantes para su frágil ego, parapetado detrás de sus paradigmas y teorías. A la larga se convierten en un impedimento para la evolución del conocimiento y la ciencia. Pero por supuesto, ellas están convencidas de ser paladines de la verdad. Como en todos estos casos, en la medida en que la persona no bucee en su propia emocionalidad y en su sombra7, mantendrá discursos pseudointelectuales en los que ninguna observación hará mella. Nunca admitirán que combaten a los innovadores por miedo a perder su propio status y su poder; ellas están convencidas de que lo hacen defendiendo el “status de la ciencia”. Otro tanto ocurre con los artistas que sólo crean pensando en la exhibición, los deportistas que sólo esperan que su performance sea admirada o incluso los profesionales que viven en busca del reconocimiento. En todos estos casos, el verdadero sentido del saber, que consiste en ser instrumentado para el servicio, se pierde en los laberintos del ego patológico, es decir, del egotismo. Su voz interior les repite: “muéstrame cuánto sabes y te diré cuánto te amo”.

Muchas personas obtienen sensación de valía por el hecho de pertenecer. En este caso lo importante es demostrar que uno es parte de un club, élite, raza, pareja, clan, género, religión, sindicato, partido o de cualquier otra organización que brinde sensación de formar parte, es decir, en definitiva, de identidad a través de la pertenencia. En muchos casos, las personas están dispuestas a perder su individualidad, su autonomía y su capacidad de decidir por sí mismas, con tal de pertenecer y recibir la aceptación del exterior. Estas personas sufren profundamente por celos, por el peligro de ser desplazados. Pueden tornarse hipersensibles a los juicios, las críticas e incluso a comentarios no muy graves de otras personas, que amenacen su sensación de ser aceptadas, de formar parte. Para ellas es fundamental sentir que son reconocidas, que tienen un rol: ser la esposa, el marido, el socio, el miembro, el partidario, y la posibilidad de perder estos espacios las angustia profundamente. El temor a ser traicionadas suele hacer sus vidas, y las de quienes los rodean, muy difíciles de sobrellevar. Aquí el mensaje inconsciente es: “sé parte de, sé mío, sé mía, pertenéceme y sólo entonces te amaré”.

Otra modalidad de buscar sensación de valía es la compulsión a sentir. En este caso las personas buscan incesantemente tener experiencias, vivir aventuras, viajar, arriesgarse, explorar cosas nuevas, tener romances, conocer el peligro, liberar adrenalina. En efecto, suelen volverse adictas a esta hormona y caer en una carrera desenfrenada por lo nuevo, lo excitante, lo desconocido. Otra modalidad de esta tendencia se manifiesta en la compulsión al placer, que lleva a los excesos en la comida, las sustancias, el sexo y en toda forma de gratificación.

En todos los casos de compulsión a sentir, el pensamiento es atacado y desvalorizado, y entonces las personas caen en la impulsividad, en el desenfreno, con las graves consecuencias que esto suele traer aparejadas.

A lo largo de todo este trabajo voy a insistir en la importancia del sentimiento, de trascender la relación puramente mental y abstracta con la realidad, que es consecuencia de la disociación del cuerpo. Por lo tanto, de ninguna manera estoy desvalorizando aquí el valor de sentir, de experimentar, de vivir intensamente, así como tampoco la importancia de hacer, tener, poder o saber. Lo que estoy señalando es que cuando el sentir, o cualquier otra actividad, se tornan compulsivos, defensivos y se convierten en formas de evitar el contacto con las propias carencias, entonces dejan de ser capacidades y conductas saludables que enriquecen nuestra vida y se convierten en obsesiones que nos limitan y empobrecen. La voz interior de los experimentadores compulsivos suele manifestarse como “siente, siente, siente, te amaré en tanto y en cuanto no pienses”.

Una de las formas egóticas de procurar una sensación de valía más difíciles de detectar es la de dar. Aparentemente, nada es más lejano al egoísmo que el dar. Sin embargo, al igual que en todas las otras modalidades, en ésta, lo que debemos considerar no es la acción en sí misma sino la intencionalidad más profunda, la fantasía de base, la actitud desde la cual se hace lo que se hace. En este caso, el dar no es el resultado de una auténtica generosidad, puesto que lo que se busca es comprometer a la persona que ha recibido, para que devuelva lo que recibió haciendo sentir valiosa a quien se lo dio.

Todas estas formas de obtener valía terminan siendo, tarde o temprano, generadoras de mucho sufrimiento, pues ninguna de ellas permite obtener lo que se está buscando; pero quizás la forma más curiosa y dolorosa sea la búsqueda de valor e identidad a través del sufrir. Las personas que eligen este difícil camino sienten que valen, que merecen ser consideradas, queridas y respetadas, por el hecho de que sufren. A mayor sufrimiento se consideran más importantes y más merecedoras de la valoración de otros. Este camino no sólo trae un enorme sufrimiento para la persona que lo transita sino para todos aquellos que la rodean. La tendencia a victimizarse permanentemente convierte la convivencia con ellas en una experiencia muy complicada. Estas personas construyen a su alrededor un laberinto en el cual no hay salida para el sufrimiento, el que las atrapa tanto a ellas como a las personas con quienes conviven. “Muéstrame cuánto sufres y te amaré en la misma medida”, parecen escuchar.

Podríamos explorar muchas otras modalidades, y por supuesto, podemos encontrar muchas de ellas, en distintas proporciones, en cada persona. La preponderancia de cada uno de estos patrones determina distintos estilos de personalidad. Pero más allá de la enorme variedad de estrategias egóticas que los seres humanos hemos desarrollado, lo importante es comprender el factor esencial que todas comparten: el olvido del valor intrínseco de nuestra naturaleza primordial y la búsqueda de valía en el mundo exterior. Casi todo lo que hacemos los seres humanos, podemos hacerlo desde una actitud defensiva, lo que traerá aparejada cada vez más frustración; o podemos hacerlo de un modo genuino, lo que traerá aparejada la auténtica felicidad.

Por más disfuncionales que sean todos estos patrones, y muchos otros, es fundamental no juzgarlos como tendencias autodestructivas del ego. El ego no busca autodestruirse; lo que hace es buscar formas ignorantes de nutrir su identidad a partir de su sensación de no valer, de no ser real. Y dado que en efecto no es real, ninguno de estos caminos le brinda verdadera satisfacción. En efecto, el ego puede terminar autodestruyéndose y destruyendo todo lo que le rodea, pero cuando esto ocurre, lo hace por error. Autodestruirse, no es su motivación más profunda, sino una consecuencia de su ignorancia existencial. Es muy importante discriminar entre las consecuencias desfavorables y no deseadas que aparecen como consecuencia de la ignorancia, de las que podrían aparecer como resultado de una tendencia innata a la autodestrucción. En general, las teorías que proponen la idea de que el ego busca autodestruirse, se mueven dentro de lo que denomino el “paradigma del mal”, que concibe la existencia de una maldad original que habita en todo ser humano. Este paradigma sólo genera rechazo y agresividad hacia aquello definido como malo, con lo cual perpetúa el sufrimiento. Como especie, nos urge cambiar esta mirada por el “paradigma de la ignorancia”, que genera el deseo de asistir, enseñar, educar a aquello que produce daño para que deje de hacerlo. Ésta es la actitud que es preciso cultivar hacia nuestro ego y sus limitaciones. El paradigma del mal termina siempre desembocando en la necesidad del castigo. El paradigma de la ignorancia conduce a la educación.

Es preciso volver a señalar, como espero poder demostrar con mayor claridad a lo largo de todo este trabajo, que esta mirada de ninguna manera propone la renuncia al mundo. No se trata de renegar de los beneficios de vivir en una casa que nos agrade, de disfrutar de un buen auto, de rechazar el ahorro o de aislarnos en la soledad para evitar relaciones en las que podamos caer en alguna forma de manipulación. Nada de esto es crecimiento personal ni evolución espiritual, es escapismo, es miedo a la vida. Lo que aquí propongo es una relación libre y sin identificaciones con las cosas del mundo, lo que es muy distinto. Poder, hacer, tener, saber, pertenecer, sentir, dar e incluso experimentar el dolor, son todos condimentos fundamentales de la vida. Si nuestro paso por el mundo no implicara experimentar todas estas posibilidades, nuestra existencia no tendría sentido alguno. No es cuestión entonces de mantenernos en una asepsia existencial, de renunciar a todo, de no tener experiencias, sino de explorar todo ello pero sin identificaciones, sin perdernos en las cosas, sin confundir nuestro Ser con el saber, el tener, el hacer o cualquiera de las otras posibilidades.

La única solución a todas estas tendencias es comprender que el ego no existe, que es sólo un conjunto de funciones psíquicas (memoria, atención, concentración, juicio crítico, identidad, etc.) sin realidad ontológica. Y lo mismo ocurre con nuestra herida básica, que es sólo un malentendido, un grave error existencial, una ilusión de la consciencia. Cuando esto se comprende, se abandona la búsqueda exterior de valor y la persona comienza un auténtico camino de búsqueda interior. Esta búsqueda lleva a la comprensión de que es absolutamente absurdo buscar la valía en el exterior. Cuando nos reconocemos como la manifestación única y original de un movimiento evolutivo que ha invertido 13.700 millones de años en producirnos; cuando nos percibimos como hijos e hijas del Universo, de la Vida, de Dios o de lo que prefiramos creer, la sensación de valor florece espontáneamente y llena la existencia de una riqueza interior que jamás puede obtenerse en la búsqueda de posesiones, logros o conquistas exteriores. No emergimos a la creación sólo en el momento de nuestra concepción. Somos la manifestación de un flujo creativo universal que nos está creando en este momento, aquí y ahora, y somos parte activa, en la co-creación de este milagro que es la vida.

Es aquí donde la meditación cumple un rol que no puede ser reemplazado por ninguna otra disciplina. Como iremos viendo, la psicoterapia, el coaching, el counseling, la medicina, las terapias corporales, el arte y muchas otras prácticas, son aportes invaluables en este proceso de auto descubrimiento y nunca deben dejarse de lado. Pero es la meditación la única que nos lleva por un camino directo al encuentro con el propio Ser interior, con nuestra naturaleza fundamental, con la identidad suprema.

¿Y qué tiene que ver todo esto con las relaciones humanas? Pues bien, todas estas actitudes disfuncionales que hemos descrito tienen su espacio de expresión en las relaciones interpersonales. Toda esta búsqueda en el mundo externo de sentir que valemos, se lleva a cabo manipulando a otras personas. Manipulamos a través del poder, de la seducción, de nuestra inteligencia, de nuestras posesiones, del dar o de nuestro sufrimiento. Cuando dos personas que se mueven en algunas de estas modalidades se encuentran, lo que ocurre entre ellas no puede llevar a otro lugar que la frustración, el desencanto y, a la larga, muchas veces, al odio mutuo. Por eso, aunque se practique en la soledad, la meditación profunda, sistemática y complementada con otras disciplinas, es el mejor camino posible para el desarrollo de vínculos saludables.

Sólo quien se encuentra con las demás personas desde su identidad más profunda, deja de usarlas para llenar sus vacíos internos.

Cuando nos encontramos con personas que han realizado su identidad fundamental, que viven desde su Ser, no desde su egotismo, lo que sentimos es el verdadero regocijo del encuentro humano. Ya sea que se trate de amistades, docentes, familiares o pareja, el encuentro de dos almas que no se necesitan mutuamente para sentir que valen, sino que se encuentran para compartir su propia belleza, sus propios conocimientos, sus búsquedas y su naturaleza más profunda, constituye una fiesta para el Universo. Sólo desde esta profunda conciencia del valor interior, nacen auténticamente los atributos más importantes de la naturaleza humana. Cuando no tengo nada que defender, no tengo a nadie que atacar, por lo tanto la compasión, la solidaridad y el perdón son las consecuencias naturales que empiezan a primar en las relaciones interpersonales.

En la medida en que vamos construyendo un ego y lo empezamos a experimentar ilusoriamente como algo real, sólido, que existe en nuestro interior, empezamos a rodearlo de una coraza defensiva (mental y corporal). Esta coraza hecha de prejuicios, creencias y actitudes rígidas, se convierte en una superficie contra la cual los comentarios, juicios, críticas y supuestas ofensas que nos puedan realizar, chocan, impactan y generan sufrimiento. Sobre esta superficie endurecida, estas energías no sólo impactan sino que rebotan, dirigiéndose nuevamente hacia quienes supuestamente las lanzaron. En ese momento, las idas y venidas de energías desfavorables comienzan a generar los conflictos, los prejuicios y el enfrentamiento.

Muy distinta es la experiencia de las acciones de otras personas cuando las vivimos desde nuestro Ser más profundo. El Ser fundamental es inasible, transparente, se manifiesta en el espacio y el tiempo, pero no pertenece a ellos. Frente a esta presencia, las supuestas ofensas, simplemente pasan de largo, ni lastiman ni rebotan. Dejamos entonces de sentir permanentemente agresiones, ataques, juicios, criticas, ofensas y, desde una profunda comprensión y compasión, experimentamos los conflictos interpersonales como resultados de la confusión en la que la mayoría de las personas suele vivir. Entonces dejamos de refractar y podemos realmente comenzar a servir al propósito trascendente de la convivencia y la paz. Y no estoy hablando aquí de nada idealizado. Existen en la historia humana muchísimos ejemplos de mujeres y hombres que realizaron esta comprensión y la llevaron a la acción a lo largo de sus vidas. Buda, Jesús, Hypatia, San Francisco de Asís, Juana de Arco, Martin Luther King, Mandela, Gandhi, la Madre Teresa y tantos millones de héroes y heroínas anónimas, como por ejemplo, la cantidad de personas voluntarias que recorren las zonas más devastadas de nuestro mundo, ejerciendo el poder, el hacer, el saber, el pertenecer, el sentir, el dar e incluso el doler, en una entrega generosa al servicio de quienes los necesitan.

Tengamos presentes estos cuatro conceptos fundamentales que iremos profundizando y comprendiendo mejor a lo largo de todo este recorrido:

1 Existe una herida básica, una pérdida fundamental, un error que es el resultado del olvido de nuestra naturaleza original, de nuestra identidad más profunda, en la que somos unidad con el Universo.

2 Esta pérdida conduce al desarrollo de un ego disfuncional que, habiendo perdido el sentido de su valor intrínseco, comienza a desarrollar todo tipo de estrategias para sentir su valía a través de algo que cree que va a encontrar en el mundo externo.

3 Esta búsqueda de valía en el mundo externo se despliega fundamentalmente en el ámbito de las relaciones humanas, que termina convirtiéndose en un espacio de manipulación interpersonal que conduce permanentemente a la frustración y el enfrentamiento.

4 Sólo la búsqueda interior de nuestra identidad más profunda, la recuperación de nuestra memoria cósmica y del valor único e irrepetible que cada ser humano encarna, como manifestación de los millones de años de evolución del Universo y la vida, permite trascender y sanar desde su raíz este padecimiento. La psicoterapia en el caso de la patología o el coaching en el caso de personas sanas, y la meditación profunda, constituyen los caminos más indicados para esta sanación.

A fin de llevar estas intuiciones a una aplicación práctica, el Modelo Interacciones Primordiales ha desarrollado tres disciplinas de aplicación: el Coaching Primordial, la Psicoterapia Primordial y la Danza Primal. El primero para ser aplicado en el ámbito del crecimiento personal y las organizaciones, la segunda para ser aplicada en el ámbito de la psicología clínica8 y la tercera para su instrumentación en grandes grupos de trabajo corporal-energético-vivencial.

7 La sombra constituye el receptáculo de todos nuestros rasgos de carácter, emociones, deseos y aspectos internos rechazados, negados y reprimidos. Dada la importancia de este concepto, que aparecerá en muchas ocasiones durante este libro, dedicaré más adelante un capítulo para su tratamiento en relación con la meditación.

8 En el apéndice final “Interacciones Primordiales, Coaching, Danza Primal y Psicoterapia”, me extiendo acerca de mi concepción de las diferencias entre el Coaching y la Psicoterapia, dos disciplinas que mantienen algunos elementos en común, pero que nunca deben ser confundidas.

Meditación primordial

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