Читать книгу Disparos en la noche - Dashiell Hammett - Страница 26
ITCHY
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BANDIDO DECOROSO ROBA BANCO DE OAKLAND
ENCIERRA EMPLEADOS EN CAJA FUERTE
HUYE CON 2.500 $.
Poco después de abrir sus puertas el Bay City State Bank de Oakland esta mañana, un bandido a cara descubierta ha encerrado a los agentes y empleados en la cámara acorazada y ha huido con el contenido del cajón del cambio.
En ese momento no había clientes en el banco, pues apenas habían pasado unos pocos minutos desde la apertura. El ladrón ha entrado en silencio desde la calle, ha sacado un revólver y ha metido a Milton Beecroft, presidente, James K. Kirkbride, cajero, y la señorita Marcella Redgray, secretaria, en la cámara, asegurándoles con gran educación que si hacían lo que se les decía no les pasaría nada. Tras encerrarlos, el bandido ha salido caminando del banco con unos dos mil quinientos dólares en billetes de distintas cantidades. En el mismo cajón han quedado intactos unos trescientos dólares en monedas y el ladrón ha pasado por alto la presencia de una gran cantidad de dinero en la cámara.
Al cabo de media hora Beecroft ha conseguido soltarse y liberar a sus empleados tras retirar la placa interna de la combinación con un destornillador que se conserva con tal propósito en el interior de la cámara y avisó a la policía. Se cree que el bandido abandonó el lugar en un automóvil que fue visto en el vecindario en el momento del robo. Según su descripción, es un hombre de unos treinta años, bajo y musculoso, vestido con ropa burda de color negro, gorra negra y una camisa caqui. Los inspectores asignados al caso opinan que esa vestimenta podía responder a un intento de despistar, pues los modales del bandido invitaban a pensar en alguien de cierta cultura y refinamiento.
—¿Qué diablos es esto, Itchy? —exigió saber Pete Judge—. ¡Pues sí que te has hecho el fino con esa gente! ¿Qué significa «decoroso»?
—¡Eso son tonterías! —protestó Itchy con firmeza—. No dije ninguna chorrada que se pueda interpretar de esa manera. Llegué, enseñé la pipa y dije: «Métanse ahí, todos», señalando la caja. La secretaria, una de esas jovencitas bobas, me preocupó un momento. Me daba miedo que intentase hacer algo raro, o que soltara un graznido, o algo; tenía ese tipo de pintilla. O sea que le dije en plan bestia: «Venga, tú entra con ellos, no me obligues a hacerte daño». Y ella entra. Les cierro de un portazo, vacío el cajón del dinero y salgo a donde me estábais esperando. Y nada más. ¡Esos periódicos...! Es como lo de que sacamos veinticinco lechugas, cuando solo nos llevamos mil ochocientos dólares.
Pete abrió bien la boca para sonreír al ver la seriedad con que se defendía. Pese a la amplitud de la sonrisa, no pareció que los labios se tensaran, ni dieron muestra alguna de flexibilidad.
—Tendrías que conseguirte unas polainas y un monóculo de esos. Hacer las cosas a medias no sirve de nada. Qué raro, no me había dado cuenta de que estaba currando con un caballero.
Itchy miró a su socio con el ceño fruncido y cogió otro periódico. También en ese el robo ocupaba un lugar de honor en página derecha, de un rosa algo más claro que el que acababan de leer en voz alta, pero no había ninguna referencia a la cortesía del bandido. Así que Itchy se lo leyó a Pete, y luego la tercera versión —esta sobre un fondo verde—, desprovista también de adjetivos contra los que se pudiera objetar.
Pero a Pete nadie le negaba el placer de una broma.
—Supongo que será mejor que prepare la comida, señor Maker —dijo, al tiempo que se llevaba los paquetes que acababa de traer con la prensa vespertina hacia la cocina de gas que había en un rincón de la habitación—. No vaya a ser que te estropees esas manos blancas como la nieve con la cocina. No es decoroso.
Itchy volvió a apoyar los pies, enfundados en sus calcetines, en la repisa de la ventana, inclinó hacia atrás la silla y se encendió un cigarrillo, fingiendo una enorme indiferencia hacia las invectivas que su socio iba lanzando por encima del hombro entre el tintineo de ollas. Lamentaba no haberse reído con él desde el principio. No servía de nada mostrar un flanco débil a Pete; seguro que atacaba por ahí. Pero ya era demasiado tarde.
Aquellos malditos reporteros que lo retorcían todo para hacerse los graciosos... «Decoroso», fuera cual fuese su significado, «educadamente, culto, refinado». Ya les enseñaría. La próxima vez le partiría el cráneo a alguien, a ver cómo lo interpretaban. En cuando a Pete, que a esas alturas ya había cambiado el señor Maker por «Maker el decoroso»... Si Pete seguía en ese plan se iba a llevar una buena paliza. Eso era todo.
II
En un coche robado aquella misma mañana, Itchy y Pete alcanzaron al automóvil que iban siguiendo desde la fábrica de escobas hasta el banco y luego de vuelta a la fábrica. Se pusieron a su lado, igualaron su velocidad y se fueron acercando a él, obligándolo a salirse a la cuneta. Hubo un momento de duda por parte de los tres hombres del coche de la fábrica y luego obedecieron y una bolsa de dinero que hasta entonces tenía por destino el pago de unos jornales cambió de coche. Lo único que faltaba para culminar el robo era huir.
Sin embargo, Itchy no dijo de inmediato a Pete que arrancase. Recordó que se había prometido que la siguiente vez le soltaría una bofetada a alguien para redimir su reputación de aquella calumnia del decoro. No le sería difícil golpear con el arma que sostenía en la mano izquierda el rostro atemorizado y regordete del empleado de la fábrica más cercano, quizás arrancarle algún diente.
Se volvió un poco en el asiento para tener mejor soporte y sintió junto a la oreja el roce de la respiración de Pete. Pete era un compañero del que fiarse a ciegas: por muy asustado que estuviera, nunca se escaquearía en un apuro. Pero siempre estaba asustado. No conocía la alegría en su vocación. No sabía nada de la exaltación que produce un índice curvado que puede exigir cualquier cosa al mundo. Para él el robo —más allá del dinero implicado, y hasta eso carecía de poder para estimularlo durante el desarrollo de la acción— no era más placentero que para su víctima. Y para Pete eso de seguir allí sin ningún propósito cuando ya estaba hecho el trabajo era una agonía.
Itchy, en el orgullo de su imperturbable subnormalidad, encontraba inspiración en aquel jadeo sordo que sonaba a su lado. Pete le había hecho la vida imposible con el asalto de Oakland, ¿no? Lo había tratado como a un tonto, ¿no? Le había llamado «Itchy, el decoroso», ¿no? ¡Pues esta vez se iba a quedar tranquilo!
—Lamento sobremanera —dijo Itchy a los empleados de la fábrica— tener que hacer esto... —Hasta aquí, se había guiado por el vago recuerdo de una carta que había recibido en una ocasión de una agencia de cobros—. Y mantengo la... Espero que no hagáis nada de lo que os podáis arrepentir.
Demasiado para Pete. Se pegó al volante y salieron disparados por la calle Mission. Itchy iba echado hacia atrás para gritar:
—¡Os deseo un buen día!
¿Qué le habría parecido a Pete?
Pero Pete no dijo si le había gustado o no. No dijo nada, ni siquiera cuando ya estuvieron de nuevo a salvo en casa. Hacia el final de la tarde salió a comprar comida y ya no volvió. Llevaba su parte del botín. Él y Itchy habían estado juntos casi un año: siete u ocho meses viajando de un lado a otro y los últimos en aquella madriguera compartida de la calle Ellis. A Pete le caía bien Itchy y al asociarse con él había obtenido más prosperidad que nunca. Pero ya había pasado por la experiencia de tener socios que se inflaban con el éxito y esta vez no tenía ninguna intención de verse involucrado en la ruina consiguiente.
Itchy esperó una hora y luego bajó a la esquina a comprar comida y los periódicos vespertinos. Ya entendía por qué Pete no le había armado ninguna bronca por el asalto. Bueno, si a Pete no le gustaba su estilo, no pasaba nada. Se buscaría otro socio, o tal vez le fuera mejor trabajando solo. Además, el trabajo de verdad —el de enfrentarse a las armas— lo había hecho todo él, aunque Pete resultara útil con el coche.
Itchy leyó los periódicos de la tarde antes de hacerse la cena. Esta vez eran unánimes: el rosa claro y el verde, ansiosos por compensar su descuido del mes anterior; el rosa fuerte, firme en la confirmación de su visión previa. El bandido, estaban todos de acuerdo, era el mismo que había robado el banco de Oakland y era un ladrón caballeroso, hermano de aquellos dandis caballerosos de ficción que con tanta facilidad confundían a los mejores mentes policiales de varios continentes.
Ficción, Itchy lo sabía, significaba historias, libros. Nunca había pensado que las historias pudieran tener alguna conexión con la realidad, alguna relación con la vida; pero al parecer sí la tenían, y no solo con la vida, sino con él en persona. Sobre la gente como él se escribían libros; eso querían decir los periódicos.
III
Hay un estrato de la sociedad criminal norteamericana cuyos constituyentes —casi sin excepción, ya sean bandidos o ladrones; los primeros, antaño predominantes, son ahora una minoría menguante— son principalmente indigentes. Tienen toda la conciencia de casta que corresponde a los vagabundos, todo su desprecio por los modos de vida más gentiles. Los vemos a menudo en las ciudades, pero llevan consigo el orgullo de su tribulaciones, de su independencia, de su capacidad de hacer cuanto haya que hacer por sí mismos.
No es común verlos por las guaridas vulgares de los delincuentes de ciudad; incluso antes de la ley seca preferían comprar su licor en forma de alcohol puro y luego diluirlo a su gusto; fingen un fino desprecio por las mujeres y sus contactos con ellas son infrecuentes y breves. Su morada ideal en una ciudad es una casa en algún barrio bajo suburbial o, si eso no es posible, un piso, una habitación con cocina en la que puedan vivir ajenos al trato con cocineros y otros avatares de la civilización. En resumen, son marginales y se enorgullecen de ello. Y les gusta tratar a las ciudades como si no fueran tales en absoluto, sino meramente otro tipo de campo.
Itchy —que ahora pasaba la mayor parte de días ociosamente en su habitación, releyendo los tres recortes de periódicos de colores y rumiando la frase: «dandis caballerosos de ficción»— pertenecía a esa tribu. Y se vanagloriaba de que su lugar entre ellos no era inferior al de nadie. Era duro como el que más, tan capaz de prescindir de las comodidades de existencias menos endurecidas como de cuidar de sí mismo.
Y sin embargo, tampoco era como si no hubiera nacido para esa otra vida. Ya puestos, su gente era tan buena como cualquiera. ¿No había sido cartero su padre durante veinticinco años? No, su gente no era chusma, de ninguna manera. Y le habían dado una buena educación hasta que abandonó el nido: había llegado a séptimo curso en la educación básica. Así que si era un fulano era por elección, no porque —como Pete, por ejemplo— no sirviera para otra cosa. Si quería, podía hacer otras cosas. Y a lo mejor querría. Quizás hubiera algo en eso de los ladrones caballerosos. Se habían escrito libros sobre ellos...
Una vendedora de una librería del centro de la ciudad le dijo que sí tenía historias de ladrones caballerosos y le vendió cinco.
Al final, los encontró decepcionantes e insignificantes. Después de todo no tenían nada que ver con la vida. Dejó cuatro tras leer solo parcialmente sus primeros capítulos, pero con el quinto le cogió el tranquillo a la cosa, se lo leyó entero, volvió a los otros, los leyó y volvió por más a la librería.
Los libros no le resultaron nada satisfactorios. En primer lugar, la mayoría trataban de ladrones de casas. Y aunque aquellos tipos eran indudablemente de categoría superior, con su ropa elegante y sus modales, con su charla ingeniosa y su valiente osadía, Itchy no podía negarles una buena parte del desprecio que sentía por los ladrones de casas. Además, en muchas historias el ladrón resultaba ser, hacia el final, un detective que se desviaba, de mala manera, y con muchos problemas, en su búsqueda de las joyas robadas, o de lo que fuera. Y si era un ladrón de verdad lo más probable era que se reformara en los últimos capítulos; aunque como solían mejorar su situación financiera con la reforma, no se les podía culpar demasiado por ello.
Las chicas con las que aquellos tipos acababan liándose antes o después sí que le gustaban. El hecho de que fueran tan distintas de todas las que había conocido hacía que le parecieran más auténticas. Las mujeres con las que había mantenido algún que otro contacto de vez en cuando no habían sido precisamente maravillosas, más allá de la misoginia de su pose tribal. Pero aquellas eran diferentes. Se parecían más a... La chica de la librería era más o menos de ese tipo.
De todas formas, por mucho que pudiera decirse sobre esos hombres de los libros —que olvidaban las más simples precauciones, se dejaban sorprender siempre en plena faena, demostraban ser innecesariamente ingenuos y solo triunfaban gracias a los favores milagrosos del azar—, algo sí tenían. Conseguían grandes botines, se lo pasaban bien, la gente escribía historias sobre ellos... Estaba, por ejemplo, aquel que le decía a un detective: «Estoy harto de usted. Me aburre. Me agota. Me exaspera. Y ahora, lárguese». No estaba nada mal. Solo había que imaginarse la cara de un poli si alguien le decía eso. Aunque, como era natural, había que estar seguro de tener las de ganar antes de soltar algo así.
Claro que no se podía ir por ahí dando palos como hacían esos tipos: en el sentido práctico no eran nada buenos. Sin embargo, un hombre que conociera a fondo el negocio, si copiaba sus modales, su vestimenta y su manera de hablar, no solo podría aumentar los beneficios gracias a la capacidad de entrar en lugares que le estarían vedados sin ese lustre, sino que encima se lo pasaría de maravilla. Y a los periódicos les encantaba. Solo había que ver el lío que habían armado con aquellos dos trabajitos suyos, y eso que él ni siquiera había intentado hacerlos en plan fino.
En la segunda visita a la librería se agotaron las provisiones de ficción de ladrones caballerosos, pero descubrió que lo que buscaba se encontraba de vez en cuando en la pantalla y a menudo en las revistas.
Ahora iba en serio. Llevaba el pelo con una cuidadosa raya en el centro y recogido con una densa sustancia pegajosa que compraba en grandes botes; pasaba largos ratos en la silla de barbero y hasta se sometía a la manicura. Y no descuidaba el sastre, el camisero, el sombrerero y el zapatero.
Leía en voz alta en su habitación por las noches y tenía la sensación de que su lenguaje había mejorado gracias a eso. Cada día, o cada dos, visitaba la librería con la intención aparente de preguntar si había libros nuevos, aunque en realidad acudía por la conversación de la vendedora. Los libros podían darle las palabras adecuadas y las combinaciones idóneas, pero no la pronunciación exacta. La vendedora, en cambio, sí podía; y además de la pronunciación también le enseñaba el acento preciso. Ella formaba las palabras en lo alto del paladar, de donde salían claras y redondas, con una forma que él, por puro instinto, sabía correcta. Al volver a su habitación repetía todo lo que le hubiera dicho ella, imitando con un esfuerzo doloroso todos los trucos de articulación.
Decidió que algún día daría un palo en la librería. No habría mucho dinero en el cajón (tenía que acordarse de llamarlo «caja registradora» si lo mencionaba) y, al encontrarse en el centro del barrio comercial, tenía una pésima ubicación para una huida rápida. Pero la vendedora era la única persona que conocía a la que consideraba capaz de distinguir infaliblemente lo falso de lo verdadero, y él sabría por su actitud en qué medida había triunfado. Sin embargo no lo iba a hacer todavía: aún no estaba listo para un examen tan severo y, además, ella tenía que recibir todavía algún libro de vez en cuando y no tenía sentido cortar esa fuente de provisiones.
Itchy aún tardó otro mes en comprarse ropa de noche. Sin embargo, como todos los libros insistían en eso —también parecía indicada una chaqueta para salir a cenar— terminó por aceptarlo. Pero no se compró ninguna chaqueta suelta para combinar con otros pantalones. Pensó que, ya que daba un paso adelante, debía darlo de manera decidida y no malgastar en el pacto entre formalidad e informalidad que representaba la chaqueta suelta.
Desde entonces, llevó todas las noches su traje nuevo, aunque eso lo obligó a quedarse en casa un tiempo, hasta que logró acostumbrarse a la nueva vestimenta. De todas formas, solía quedarse en casa por la noche. No tenía ningún deseo de relacionarse con sus familiares. Sabía cómo iban a recibir a aquel nuevo Itchy, con sus camisas y calcetines de seda, su cara y sus manos atendidas con tanto cuidado, su cabello brillante, su ropa acicalada. Y para quienes vestían como él —la vulgar raza de la ciudad— conservaba todo su desprecio. Así que pasaba mucho tiempo a solas.
En esa época empezó a tomar una incómoda consciencia de su apodo. Se había acostumbrado a usarlo, a pensar en él como algo más natural que el nombre Floyd, impuesto en la pila bautismal; en cambio ahora, al contemplarlo en el contexto de su nueva evolución, le parecía de mal gusto. Se lo había ganado cinco o seis años antes, sentado en torno a un fuego con un grupo de colegas una noche, en la «jungla» de los alrededores de Fresno. Se rascaba como un salvaje por las picaduras de pulga que cubrían su piel en esa época, y un viejo delincuente le había lanzado el nombre desde el otro lado de las llamas: Itchy, el del picor. Se había reído como los demás y el apodo se le había pegado. Itchy Maker. ¿Qué importancia tenía? Daba lo mismo un nombre que otro. Pero ahora ya no daba necesariamente lo mismo. Y aunque lo más probable era que nunca volviera a mezclarse con quienes lo conocían por ese apodo, podía surgir en el momento más inesperado para avergonzarlo. Si ahora encontraba nuevos socios —como sin duda iba a ocurrir en breve—, tenía la intención de darse a conocer como «Maker, el decoroso». Era mucho mejor que picajoso; de hecho sonaba mejor.
Al cabo de una quincena, Itchy llevaba ya la ropa de noche adecuada por las calles y en los vestíbulos de los mejores hoteles, en los que pasaba horas holgazaneando, dedicando una mirada condescendiente a quienes se encargaban de los turnos de noche y de día con atuendos más comunes. Y, a medida que aumentaba su familiaridad con ellas, las nuevas prendas empezaron a tentarlo con la idea de llevarlas en un robo. Pero durante un tiempo se resistió.
En los dos meses siguientes asaltó una joyería pequeña y la oficina de una cadena de lavanderías. Ahora se sentía muy seguro de sí mismo en ese papel y animó ambos asaltos con copiosas citas de los libros que había leído y hasta improvisó alguna salida. En la oficina de la lavandería tuvo la suerte de encontrarse con dos chicas adictas a ese mismo tipo de literatura, y su manera de apreciar sus modales le resultó gratificante. Y más gratificante todavía era la calidez con que la prensa aceptaba las historias de aquellas chicas, las pulía, las doraba y las lanzaba para que el mundo las viera. Itchy conseguía que le dedicaran una columna tras otra, incluso algún editorial.
IV
El vestíbulo de un teatro justo antes del cierre de la taquilla fue, una noche, el escenario del bautismo del traje. Al fin había dejado en casa, claro, el sombrero de copa; no servía de nada exagerar. Su gramática había mejorado tanto a esas alturas que casi nunca usaba la doble negación, aunque algunos tiempos verbales lo desconcertaban todavía, y su acento justificaba todos los esfuerzos que había invertido en él.
Con el abrigo ligero abierto por un lado para exponer todo el claroscuro de su vestimenta inmaculada, sonrió a la chica que lo miraba desde el otro lado de la reja y se fajó dignamente con lo que conocía del don del habla. Y la chica, una vez acostumbrada a la visión de la pistola en sus manos, disfrutó del robo tanto como él.
Aun así, hizo sonar la alarma en cuanto él se largó.
Resultó que esa noche solo había otros dos hombres vestidos con traje por las calles de San Francisco y uno de ellos era muy viejo y el otro era muy alto. Y así la policía, aunque le perdió la pista en algún momento en el cruce de las calles Powell y Geary, y de nuevo otra vez en Mason con Stutter, llegó a los cuarteles de Itchy —ahora tenía un apartamento en la calle California— solo unos minutos después de él.
Hubo una puerta rota, una bala perdida, uno o dos golpes, y se llevaron preso a Itchy.
V
Itchy estaba sentado en una sala apenas amueblada de la comisaría central, rodeado de agentes.
—Bueno, guapito... —Uno de ellos sonrió y clavó la mirada en el blanco y negro ligeramente arrugado de la ropa del preso—. Te hemos pillado.
La mirada de Itchy recorrió con frialdad la línea circular de rostros, hasta que se detuvo en el de quien hablaba, y su manera de cruzar las piernas denotó una absoluta despreocupación.
—Estoy harto de usted —dijo—. Me agota. Me aburre. Me exaspera. Usted... ¡Usted es un impresentable!