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Principio básico de la alimentación

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Para entender el principio básico de nuestra alimentación tenemos que remontarnos a los albores de la humanidad, cuando aparecimos por primera vez en la Tierra. Así es, el primer ser humano que despertó en la naturaleza un día lo hizo luego de millones de años de evolución genética. Millones de años atrás, millones de años antes de que el hombre hiciera las primeras pinturas rupestres en las cavernas o escribiera sus primeros estatutos.

De todas maneras, hay que entender que todas las cosas que hizo, o por lo menos aquellas primeras, eran con la intención de dominar el entorno. Siempre quiso transformar lo que le rodea a su imagen y semejanza. Luego algún sabio de por entonces escribió en un libro que cuando Dios creó al hombre… lo hizo a imagen y semejanza. El punto es: ¿quién creó a quién en este dueto? Si seguimos por esta primera línea, millones de años antes de que aquella frase fuera escrita, ¿estaba el hombre intentando dominar o liberarse de algo que era la angustia de su vida?

El hombre apareció en la Tierra y ya sentía hambre, sed y miedo de que lo matara lo desconocido. No sabemos a ciencia cierta si el hombre convivió con los dinosaurios, pero sí que lo hizo con algunos mamuts, todavía del período jurásico. Son muchísimas las historias que se cuentan acerca de cómo desaparecieron esos animales que estuvieron dominando sobre la Tierra durante más de cincuenta millones de años. Así es, más de cincuenta millones de años. Son muchos años para que nos transformemos o mute nuestra genética. Estuvimos cientos de millones de años para salir de la primera ameba y llegar a ser lo que somos hoy. Sin embargo, el hombre es una cosa rara, tenemos esqueletos o huellas paleontológicas de casi todos los animales en la carrera de la evolución genética y, sin embargo, del propio hombre, los supuestamente inteligentes, nos faltan «eslabones». Ahora bien, alguno de ustedes se preguntó: ¿qué es un eslabón?, o, ¿a qué exactamente nos referimos para hablar de «eslabón perdido» o «eslabones perdidos»? Cada eslabón es una especie y a cada especie le corresponden «millones de seres vivos», por lo que hablar de un eslabón perdido no es decir me falta un esqueleto de esta especie, sino que faltan los millones de esqueletos de esa especie. Que no haya rastro de una especie hace suponer que esa especie jamás existió, pero si es así… la teoría de Darwin se iría al quinto moño, por lo tanto, tenemos que pensar que esos «millones de esqueletos semihumanos» desaparecieron de la nada. Es aquí, en estos grandes huecos de la evolución de la especie, la específicamente «humana», donde entran las religiones y la mitología. Ya que, si bien el hombre desciende de Lucy, el primer australopiteco, para llegar a ser como nosotros tuvo que pasar por varias mutaciones genéticas. Como las de Dolly o las que intentaba hacer Joseph Mengele en los campos de concentración. Aquí las hacían los científicos, pero antes, ¿quiénes? Porque una mutación genética a esta escala solo puede darse por grandes radiaciones nucleares que afecten a nuestro ADN, a no ser que, en varias ocasiones y todas las veces, nos caiga un meteorito en la cabeza a toda la especie junta. Pensar así me resulta bastante irónico, el cómo nos podemos saltar estos pequeños aspectos, que son gigantes para entender algo tan simple. Pero es todo un misterio que quedará a cargo de los espías de la historia que, con su buena imaginación y la nueva información de la actualidad, algún día, efectivamente, podrán dar en el clavo de lo que ha pasado con nosotros.

Por lo pronto, tenemos que entender que los dinosaurios estuvieron cincuenta millones de años reinando sobre la Tierra y que el hombre como tal solo hace cuatro millones de años. Lo que es sorprendente es que en solo cuatro millones de años se haya hecho tanto y que los dinosaurios, con todo lo que estuvieron, no hicieran nada. Es como si un niño de cuatro años le enseñara a conducir un coche, manejar un avión y conquistar el espacio a un señor de cincuenta. Es mucha la diferencia y muy absurdo. Sin embargo, hay algo muy curioso y es que, recién a partir de 10 000 años atrás, fue que el hombre comenzó a desarrollar la cultura en todo el mundo. Es como si tuviera un despertar cronológico, tanto el chino como el que estaba en América y en África. Todos comenzaron a pintar primero y luego a construir el sistema de códigos de su alfabeto. ¿No es raro? Pero no quiero distraer su atención de otro de los libros en el que desarrolle ese tema, El enigma de Lucy.

Pero el punto más importante para nosotros en estos misterios es la alimentación. Recuerdo en el “liceo Héctor Miranda” de Uruguay —donde conocí a la mitad de mis grandes amigos, que me han acompañado hasta ahora—. Veníamos de la escuela donde todo era rosa y, de pronto, nos encontramos con «materias» en las que había palabras difíciles como «Biología» que a su vez se dividía en varios temas. Uno era Fitología y el otro Zoología, aquellos que estudiaron conmigo recordarán que esas dos materias tenían dos tomos cada una, donde había dibujos y explicaciones de todos los seres vivos, los primeros del reino vegetal y los segundos del reino animal. Tenía doce años y no recuerdo bien si estaba enamorado de la profesora o de la materia, pero me sentía cautivado con la evolución de las especies, tantos millones de manifestaciones de vida que tenía la Tierra y nosotros éramos solamente una de entre todos esos millones. A pesar de que una de las cosas que aclaraba la evolución de las especies, partiendo de la ameba (célula), es que se fueron juntando y juntando hasta que, por una mutación genética de millones de años, se fusionaron y formaron un nuevo ser vivo, aunque casi del mismo tamaño que la ameba anterior. Así consecutivamente hasta llegar a Lucy. Seres que se iban uniendo, unos que se especializaron en la luz y que luego se transformarían en los ojos, por ejemplo. Por lo tanto, el hombre es como una ensalada de millones de seres vivos, que responden al mando personal de cada uno. Como si uno mismo fuera el dios de su propio universo. Ya que, en nuestro microcosmos, como planteaban también los alquimistas, tenemos órganos específicos que se juntaron para cumplir distintas funciones. Sin embargo, hubo que ponerse de acuerdo sobre a quién hacer caso o quién sería el líder de todos los órganos. Muchos piensan que es el cerebro. Sin embargo, algo que tenemos que destacar es que nuestro cerebro tiene dos partes con dos funciones tan antagónicas muchas veces que parecen dos personas diferentes. Son los famosos hemisferio izquierdo y hemisferio derecho, uno supuestamente maneja la lógica y el otro lo emocional. Dos cerebros unidos bajo un puente llamado «cuerpo calloso». Pero, ¿qué pasa si ese cuerpo calloso o puente, está dominado por el hemisferio izquierdo o por el hemisferio derecho?, pues son dos cosas antagónicas, o diferentes, y, obviamente, siempre van a dar conflictos. Alguien, o algo, tiene que dominar ese puente de vida que tiene el cerebro; alguien tiene que elegir siempre entre un lado o el otro. Muchos alquimistas decían que eran las «glándulas» las que dominaban al cerebro y, entre ellas, la «Pituitaria» o «Hipófisis» que estaba sentada, literalmente, en un trono llamado «silla turca». Antiguamente se pensaba que el ser humano tiene siete glándulas2 y que la reina era la hipófisis, ubicada detrás, en donde los antiguos llamaban el «tercer ojo». Sé que todo esto es mucha locura para tratar un tema tan simple como la alimentación, pero el punto que quiero rescatar aquí es que lo que conocemos como alimentación no es alimentación, es la ración que nos entrega una sociedad de control.

Todos los seres vivos de la Tierra tienen bastante claro cuál es su comida, los roedores, los carnívoros, los herbívoros, etc. Sin embargo, el hombre en estos cuatro millones de años le agregó un nuevo ingrediente a su comida: el fuego.

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