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Al llegar al final del capítulo 37, nos encontramos con una situación desgarradora: José es esclavo en Egipto; su padre está desolado, creyendo que su hijo amado ha muerto; los demás hijos de Israel tienen que vivir con la agonía de una mala conciencia a causa del terrible recuerdo de lo que han hecho con su hermano pequeño. La familia está hundida en una miseria y una desesperación que parecen no tener solución alguna. El futuro de José parece especialmente negro.

Mientras tanto, la mano de Dios está obrando.46 Los hijos de Israel, la familia del Mesías, no habrían prosperado en Gosén si José no hubiera llegado a ser el brazo derecho del faraón; José jamás habría llegado a ser una eminencia en Egipto si no hubiera interpretado los sueños del faraón; no los habría interpretado si se no hubiera encontrado con el copero en la cárcel; no habría estado en la cárcel si no hubiera sido vendido a Potifar; y no habría sido vendido si los madianitas no hubieran aparecido en el momento oportuno. La historia del pueblo de Dios está llena de estas pequeñas “casualidades y coincidencias”. Pero, de hecho, no se trataba de situaciones gobernadas por el azar y la suerte, sino por la buena providencia de Dios.

En realidad, José estaba viviendo una experiencia que marcaría un patrón en la vida de todos los creyentes: un triste proceso de humillación sirve como la puerta de entrada a la vindicación y los gloriosos propósitos de Dios:

Aunque no podía saberlo, José estaba pasando por una experiencia que se convertiría en un tema central de la Biblia. El Siervo santo era despreciado y rechazado, pero luego se convertiría en el rescatador de quienes le habían ofendido (Isaías 53:3-6); el pastor del Señor fue menospreciado (Zacarías 11:12-13), fue herido y su rebaño esparcido, pero las “ovejas” halladas fueron el pueblo del Señor (Zacarías 13:7-9); el camino de la cruz supuso para Jesús que un amigo le traicionase, además de sufrir la agonía y la muerte, pero era el camino de la vida para todos los creyentes.47

Sin duda, la realidad de la providencia divina, más allá de las acciones culpables de los hombres y de las circunstancias fortuitas de la vida, constituye la enseñanza principal de la historia de José. Sabemos que Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que le aman (Romanos 8:28). Esta será la conclusión que José mismo sacará al final de la historia: Aunque vosotros [los hermanos] pensasteis mal contra mí, Elohim lo encaminó para bien, para hacer como hoy y hacer vivir a un pueblo numeroso (50:20). Sin embargo, este pasaje tiene además otras muchas lecciones:

1 De los diez hermanos aprendemos lo terrible que es la envidia: si otro creyente recibe honores cuando consideramos que nosotros mismos somos más merecedores de ellos que él, los celos que sentimos evolucionan rápidamente y se convierten en odio; este, a su vez, nos hace dar vueltas en la cabeza, indignándonos a causa de lo que percibimos como una injusticia; entonces, el odio bien asentado nos lleva a cometer atropellos y a decir calumnias, a buscar la humillación y la vergüenza del otro. En principio, no somos mejores

que los diez hermanos. Si no nos damos cuenta de lo que está pasando en nuestro interior y si no le ponemos freno, es posible que incluso lleguemos a reaccionar, como ellos, de manera violenta.

1 En fuerte contraste con la lección que se deriva del mal ejemplo de los once hermanos está la lección positiva que sacamos del ejemplo de José. Por supuesto, hasta donde hemos llegado en el relato, José se caracteriza solamente por sus ruegos de misericordia y sus gritos de desesperación. Pero veremos más adelante que, a pesar de haber crecido en una familia plagada de rivalidades, envidias, engaños y violencias, pudo evitar el contagio y, allí donde había recibido terribles malos tratos, supo responder con palabras cariñosas y acciones nobles. Si nosotros sufrimos injusticias, no tenemos excusa si respondemos con venganza o amargura de espíritu. El mal que otros nos hacen nunca puede justificar nuestras malas reacciones, porque allí tenemos el ejemplo de José: tratado mal, respondió con bien:

Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber… No seas vencido por lo malo, sino vence con el bien el mal (Romanos 12:20-21).

En esto, José anticipa el comportamiento de Jesucristo:

Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis sus pisadas. El cual no hizo pecado ni fue hallado engaño en su boca, quien, cuando era maldecido, no replicaba con una maldición; padeciendo, no amenazaba, sino que se encomendaba al que juzga justamente (1 Pedro 2:21-23).

Y, como hemos ido viendo, José anticipa a Jesús no solamente en su actitud frente a la injusticia, sino también en toda una variedad de detalles: ambos fueron constituidos por sus padres como herederos (37:3-4; Hebreos 1:2); ambos fueron enviados a sus hermanos por sus padres (37:13; Juan 3:16-17; 20:21); los dos respondieron diciendo: ¡Heme aquí! (37:13b; Hebreos 10:7); ambos fueron víctimas de la envidia, oposición y rechazo de los hermanos (37:20; Juan 1:11); los dos fueron rechazados por decir la verdad acerca de los demás (37:2; Juan 8:44-47) y por tener pretensiones de señorío (37:5-11; Juan 10:32-33; 12:49-50); los dos asumieron “forma de esclavo” (37:36; Filipenses 2:7) y fueron vendidos por piezas de plata (37:28; Mateo 26:15); y, finalmente, después de mucho sufrimiento y aparentes derrotas, ambos fueron vindicados por Dios y exaltados hasta lo sumo: José, en Egipto (41:41-46) y Jesús, en la jerarquía universal (Filipenses 2:9-11).

La vida de José

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