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PRÓLOGO

Normalmente un prólogo vale para incitar a la lectura de un libro, destacar sus virtudes, esbozar su trama, lograr que el lector pueda hacerse una idea en unas cuantas páginas de qué se va a encontrar en él. Este prólogo intentará todo eso, pero además será una advertencia, como una de esas etiquetas de colores vivos que se ponen en los productos peligrosos para que se traten con cuidado. Este es un libro inflamable, un libro arriesgado, un libro que duele. La novela que se disponen a leer trata sobre hechos, tiempos y lugares muy concretos que se extienden hasta nuestro presente, que marcan nuestras vidas —posiblemente también la suya— y que han quedado sepultados por la máquina de la desmemoria o la dulcificación. Tras el duelo, como enfrentamiento y asunción de la pérdida, la literatura llegó para poner las cosas en su sitio.

GB84 se publicó originalmente en el 2004, es decir, veinte años después de los acontecimientos que dan cuerpo y naturaleza a la historia: la huelga minera que tuvo lugar en el Reino Unido entre el 6 de marzo de 1984 y el 3 de marzo de 1985. Un año en el que se libró el mayor conflicto laboral de la Europa de posguerra, pero también en el que posiblemente murió una época, la del pacto del Estado del bienestar, y comenzó otra, la del neoliberalismo o restauración victoriana. Hoy, 34 años después, la novela de David Peace toma un nuevo significado después de la crisis económica de este último lustro: el animal herido se comporta de manera errática, agresiva e impredecible. Si en aquel momento el asesinato fue premeditado, ejecutado por la fría mano de la hija del tendero, hoy el cuchillo es empuñado por aprendices mucho más atroces.

David Peace, su autor, nació en 1967 en Osset, una pequeña ciudad de Yorkshire del Oeste, condado del norte de Inglaterra. La especificidad geográfica es importante. Este libro es inconcebible sin haber pertenecido a uno de esos lugares que te marcan, en los que clase social, habla, ropa, cielo y territorio son un conjunto, como un paisaje que, más que moldear tu espíritu, se graba a fuego en tu piel. Lo que el autor cuenta en GB84 sucedió realmente, le sucedió a él aunque no fuera protagonista: la comunidad es eso a lo que se pertenece se quiera o no, de lo que se puede intentar huir pero de lo que no se escapa, lo que forma parte de nosotros para siempre.

A Peace se le considera un escritor difícil, áspero, desconcertante, a lo que él suele responder en sus entrevistas que eso es porque la realidad no es amable ni bonita. Tras intentar ganarse la vida con las letras y fracasar —nos lo imaginamos en un cuartucho de Manchester moviendo peniques del montoncito de los cigarros al de la comida— se fue de Inglaterra, primero a Estambul y después a Tokio, donde vive actualmente, para dar clases de idiomas. Fue, quizá, esa distancia astronómica la que le permitió enfrentarse a aquel lugar, no renegar de él sino aceptarlo como parte de sí mismo. Toda su obra sucede en el norte de Inglaterra, en ese tiempo que va de mediados de los setenta a mediados de los ochenta, en ese país alucinante y apocalíptico del Invierno del descontento, la cabecera de Thames, el post-punk de Glasgow, las bombas del ira y los cómics del Juez Dredd. En ese país donde ya no quedaba rastro de la grandeza imperial, pero tampoco del colorista Londres de los sesenta.

A principios de siglo se empezó a publicar su Red Riding Quartet, una serie de cuatro novelas sobre un asesino en serie que aterrorizó a Yorkshire entre 1974 y 1983, con las que nuestro autor obtuvo por fin reconocimiento. A Peace se le considera escritor de novela negra, comparándolo con James Ellroy o su compatriota Ted Lewis, el autor de Get Carter, donde el crimen y el entorno de clase trabajadora, los mafiosos con crombie, brogues y patillas de hacha, marcaron una forma de separarse del clásico tratamiento británico de las historias de asesinatos, pasando de la divertida y pizpireta Agatha Christie a la extraña y contenida truculencia de Francis Bacon. Para Peace el género negro no es un entretenimiento ni un juego, porque un crimen, en la realidad, nunca lo es.

GB84 es un cambio en la balanza: si el elemento social y político era el escenario donde el descuartizador de Yorkshire destripaba mujeres, la descuartizadora de Downing Street, Margaret Thatcher, es la que crea el propio escenario para sus crímenes. Este libro podría estar en la sección de novela negra de su librería, pero también ser catalogado como novela social, reportaje periodístico o incluso novela histórica si, al menos, este último género no fuera habitualmente un divertimento escapista que tiene poco de aprendizaje y mucho de ideología reaccionaria. Y es que en estas páginas hay realidad y realismo, puesta en escena y venganza, teatro de títeres y manipulación por los maestros de marionetas, pero también una gran cantidad de aprendizaje. Esto no es un ensayo político, pero se pueden extraer muchas enseñanzas del mismo.

Este libro es una ficción basada en un hecho, con un gran trabajo de investigación detrás, con memoria viva de sus participantes, con exactitud en muchos detalles, en apariencia poco relevantes, que sin embargo dotan a la maquinaria narrativa de la verosimilitud necesaria. Sin embargo la literatura difiere, o debería diferir, del periodismo en que el autor se puede permitir el lujo de la especulación, para llegar con la ficción a una verdad conocida que el periodismo no puede alcanzar o, mejor dicho, raramente sus propietarios le permiten alcanzar. Esta es una narración sobre la historia oculta, sobre aquella que nunca sale en los gráficos de la sección económica pero se refleja en los ojos de los obreros, sobre aquella que ocurre en la trastienda del poder donde los grandes hombres deciden el futuro de todos alejados de los focos y las cámaras. Este es un libro de gritos, pero también de susurros.

Aunque en GB84 hay protagonistas definidos, algunos de ellos sombra de los protagonistas reales, otros realidades ficcionadas, esta es una historia sobre sujetos colectivos que se encarnan en los personajes. Hay algo de Dos Passos, de realismo expresionista, de suceso que entra a empellones por la puerta del pub y no necesita de explicación previa, sino que es el propio desarrollo del mismo el que lo sitúa, lo dilucida y lo razona. Si en los primeros capítulos se sienten algo perdidos, relájense, déjense llevar, todo acaba tomando cuerpo en el momento debido, el camino acaba dibujando el paisaje, el paisaje, las respuestas. La virtud de esta forma de contar es que Peace consigue dotar de tensión narrativa una historia de la que ya conocemos su final. La indeterminación y lo fragmentario, que en otros libros resulta desesperante, aquí es el motor que nos obliga a seguir leyendo, a querer conocer, a rellenar los huecos de la mirilla por donde observamos.

Estos protagonistas dan lugar a diferentes puntos de vista sobre un lugar y un momento, pero también a diferentes tipos de estilo narrativo. Tenemos a Martin y Peter, uno minero raso —un Cazadora Vaquera— y otro delegado del comité de huelga —un Chaqueta de Tweed—, la representación del sujeto colectivo proletario. A modo de diario seguiremos la evolución de la huelga, pero también todo lo que supuso para su vida cotidiana. Mientras que con Martin llevaremos una cronología exacta, de días y semanas, de hojas en el calendario que pesan como losas, con Peter nos situaremos en el espacio, en las diferentes encarnaciones que tomó el conflicto dependiendo del lugar donde se desarrolló. Sus partes comienzan y terminan de forma abrupta, como si les escucháramos hablar a través de un coche que llega y se aleja. No hay en esta peculiaridad ningún experimentalismo, tan solo una forma de mostrar el discurso de aquellos a los que nunca se escucha, de esa clase social que mueve el mundo, pero que rara vez narra y es narrada.

Peter y Martin encarnan a esos 196 000 trabajadores que se ganaban la vida en las minas británicas en 1984. El Gobierno de Margaret Thatcher comenzó el año anterior su segunda legislatura, únicamente aupado por el nacionalismo exacerbado tras la Guerra de las Malvinas que tuvo lugar entre abril y junio de 1982. El gabinete de Thatcher, del Partido Conservador del Reino Unido, fue uno de los máximos exponentes de aquello que se llamó revolución neoconservadora, el intento exitoso de aniquilar el Estado del bienestar e implantar desregulaciones económicas y privatizaciones para favorecer al sector privado, al que consideraban el motor de la sociedad frente a la burocracia estatista socialdemócrata. La realidad es que el plan, por mucha fantasía de horizonte liberal que tuviera, era tan solo la maniobra para restituir el estado de las cosas a un momento previo al fin de la segunda guerra mundial, donde el consenso político en Occidente fue que la crisis de los años treinta, que dio pie al fascismo, fue el resultado de una excesiva liberalización de la economía.

El Gobierno de Thatcher no era el poder ejecutivo del Reino Unido, sino el alto funcionariado de su gran burguesía. De ahí que planteara la privatización del sector minero, nacionalizado en gran parte desde finales de los años cuarenta (para más señas acudan al documental de Ken Loach, El espíritu del 45), para más tarde buscar su cierre. No era una cuestión de rentabilidad y eficacia, en último término, sino una cuestión de clase, la de eliminar a los mineros de suelo inglés, uno de los batallones pesados del proletariado, y a su sindicato, el num (National Union of Mineworkers), uno de los más combativos. Había incluso un motivo de venganza, ya que fueron los mineros, en 1974, los que dieron el golpe de gracia al entonces gabinete conservador al plantear este un plan similar. Pero además existía un enfrentamiento ideológico de fondo en el contexto de la Guerra Fría: las zonas donde había minería votaban todas al laborismo, incluso más allá, a los elementos más radicales dentro del Partido Laborista. El apelativo de Socialist Republic of South Yorkshire no era casual.

En GB84 no hay, sin embargo, romanticismo ni nostalgia, pero tampoco revisionismo ni disculpas. Una huelga no es un acontecimiento festivo, no es un juego, un pasatiempo. Una huelga de un año de duración a cara de perro no ya con el Gobierno de tu país, sino con todas las fuerzas económicas y mediáticas, es un acontecimiento traumático, durísimo, tanto para sus protagonistas directos como para la sociedad. Con Martin y Peter viviremos la dureza de los piquetes, los enfrentamientos con la policía, pero también esa trastienda de desesperación con demasiadas horas muertas, indeterminación, monotonía y casas que se vacían de enseres como de parejas e hijos. Hay un pasaje donde Peace describe a las «figuras menudas, todas flacas y demacradas, la ropa les colgaba» que resume la situación: allí se pasó hambre.

GB84 es una novela de enfrentamientos, de contraposiciones, de antagonismos. Y el sujeto colectivo que se opone a los mineros en huelga son los esquiroles y la policía. Aunque el seguimiento de la huelga no fue uniforme, sí contó en todo momento con un amplio porcentaje de paro, comenzando con un 73,7 % y acabando con un 60 %. En algunas zonas como Kent, Yorkshire y el sur de Gales el seguimiento fue prácticamente completo de principio a fin.

Es curioso cómo Peace utiliza la ropa para definir a estos antagonistas. Los esquiroles son siempre capuchas que ocultan los rostros avergonzados. Los mineros en huelga son «Chaquetas de trabajo. Anoraks. Parkas. Gorros y bufandas. Botas de goma. Dr. Martens. Botas y zapatos normales. Nada que pueda salvarnos. Que pueda salvarnos de ellos…». Ese ellos fue la policía, uniformes oscuros, cascos, porras, botas militares y su sonido al caminar en formación, caballos levantando la tierra. En aquel año hubo 11 291 arrestos, 8392 acusaciones firmes y 200 sentencias de cárcel contra los mineros. El Gobierno dio a los uniformados poderes especiales que atentaban contra derechos como el de libre tránsito. En la novela la policía es un ente que flota, amenazante, sin contar con una cara reconocible. Una fuerza de ocupación ajena a las comunidades. Partes de Inglaterra convertidas en algo muy parecido al Ulster.

El otro grupo de contraposición que se desarrolla en el libro es, más que el del sindicato contra el Gobierno, el del aparato del sindicato contra la trastienda del poder. De un lado tenemos a Arthur Scargill, el presidente del num, el Presidente, el Rey Arturo, aquel en el que los mineros confían, su líder, su guía. Un hombre que se sienta delante de un retrato de él mismo, un socialista convencido que ve en la huelga el inicio de algo mucho mayor y que, posiblemente, no calculó bien las fuerzas con las que contaba y a las que se enfrentaba. Scargill, cada vez que toma voz, parece hacerlo desde la tribuna de un discurso, con un contenido revolucionario que a veces suena posible y otras pueril. Su antagonista es Stephen Sweet, el Judío, el trasunto de David Hart, un personaje oscurísimo que ha sido nombrado por Margaret Thatcher para ser sus ojos y sus oídos en el campo de batalla, para organizar las tropas, las emboscadas, los ataques. Un millonario de herencia que pasó de jugar a la experimentación cinematográfica en los sesenta —quería ser el Godard inglés— a convertirse en un furibundo anticomunista. Excesivo, ruin y ciclotímico, con trajes demasiado llamativos y ostentosos, contemplando desde su coche las vidas de los simples mortales con gusto entomológico, diciendo al oído de los mandos policiales: Ella no quedará contenta. Ella, Maggie, Thatcher, solo aparece en la novela como el gas de las trincheras en Verdún, difuso pero mortal, flotante pero definitivo.

Si los mineros y la policía son el enfrentamiento de clase, Scargill y Sweet son el enfrentamiento de época. El presidente del sindicato minero es la modernidad, con su proyecto emancipador, sus principios irrenunciables, su ortodoxia convencida, mientras que Sweet es la posmodernidad, con su arrolladora individualidad, su ética voluble, su diversidad de valores respetando el único posible: el enriquecimiento por encima de todo. Ambos juegan sus cartas, pero mientras que el sindicalista revolucionario lo deja todo en manos de la fuerza de la razón, el maestro de conspiraciones desarrolla una estrategia en la que cualquier principio es prescindible menos el de la victoria. Un mundo que se diluye en la insoportable intrascendencia del fin de los grandes relatos mientras que otro surge pueril y arrogante.

Se ha insistido en que la huelga estaba perdida de antemano, ya que el Gobierno de Thatcher preparó el conflicto de forma concienzuda, acumulando suficientes reservas de carbón para abastecer las calefacciones y centrales eléctricas y desatándolo justo al final del invierno, para que los mineros tuvieran que enfrentarse a unos meses donde su trabajo era menos necesario. La realidad, según los últimos informes confidenciales desclasificados en el 2014, es que el Gobierno no las tuvo todas consigo y valoró incluso declarar el estado de emergencia, cortar la electricidad tres veces por semana a partir de otoño del 84 y utilizar al ejército para distribuir el combustible. Aunque Peace no conocía estos hechos en el momento de escribir el libro, podemos ver a través de Sweet cómo, pese a que la lucha es siempre desigual, el poder económico y el Gobierno se muestran dubitativos y están a punto de tirar la toalla en un par de ocasiones.

A Scargill y Sweet nunca les vemos por sí mismos, sino desde los ojos de otros, sus lugartenientes. De un lado Terry Winters, un burócrata sindical, torpe pero en principio bienintencionado, y del otro Neil Fontaine, el chófer de Sweet, del que sabemos que proviene de un entorno humilde y que ha estado vinculado de alguna forma con las cloacas del Estado. Mientras que estilísticamente las partes de los mineros son realistas, claras, llenas de cotidianidad, las de estos personajes se vuelven más oscuras y simbólicas, como una consecuencia de la paranoia por la infiltración, en la parte sindical, y de las manos manchadas de sangre y culpa, en el lado del chófer-conseguidor-matón. Hay algo obsesivo en la descripción de los despachos y las habitaciones de hotel, una especie de dimensión paralela responsable de lo que sucede en las calles, pero a la vez al margen de las mismas.

Es aquí donde la trama negra de la novela alcanza sus mayores cotas, con manipulación, infidelidades, traiciones, corrupción, asesinato y guerra sucia. Un mundo sórdido y competitivo, una especie de guerra dentro de la guerra, unas bambalinas repugnantes. Aunque estos elementos de la novela son donde la ficción es más especulativa, también tienen un pie en los sucesos reales. Terry Winters es el trasunto de Roger Windsor, el presidente ejecutivo del num en la época, cuya función fue mover los fondos del sindicato para evadir las multas de la batalla judicial y buscar nuevos métodos de financiación. Aquí surge una de mis partes preferidas de GB84, la que recoge el viaje real que Roger Windsor hizo a Libia, donde este pobre hombre acaba codeándose con el coronel Gadafi, viendo un inolvidable amanecer mediterráneo en Trípoli y sintiendo que está a punto de decantar la balanza hacia sus camaradas mineros. Al final no se trae una libra, pero la noticia de tan estrambótico viaje salta a la prensa inglesa, que la utiliza contra los huelguistas, «esos traidores» que se han reunido con uno de los principales enemigos del Reino Unido.

El contexto internacional también es recogido con precisión por Peace, como el millón y medio de libras que los sindicatos soviéticos donaron a los mineros o el apoyo de la cgt francesa. Mientras, el Gobierno de Thatcher negoció con Solidaridad, el sindicato anticomunista polaco, la compra de carbón para abastecerse. Más allá de estos aliados, la primera ministra dejó para la historia una de las frases del conflicto, al explicar en una entrevista que mientras que habían conseguido vencer a Galtieri en la guerra de las Malvinas, los mineros huelguistas eran el enemy within, el enemigo interno que aprovechaba su ciudadanía y libertades para desatar un conflicto subversivo al servicio del Bloque del Este. La realidad es que Thatcher no bromeaba al hacer esta declaración ya que utilizó el chantaje, las acusaciones falsas, las noticias manipuladas, la violencia policial dentro y fuera de la legalidad y las bandas de provocadores para romper la huelga. El personaje de Neil Fontaine llama a su jefe el Judío, simple y llanamente, porque es un ultraderechista, un resumen acertado de ese saco ideológico que es el proyecto neoliberal, donde cabe todo contra los trabajadores, incluso las alianzas contra natura.

David Peace declaró en una entrevista que uno de los motivos que le había impulsado a escribir GB84 fue el asco y la estupefacción que sintió al conocer los detalles de los métodos utilizados para destruir la huelga y trasladar la responsabilidad del conflicto a quien solo se estaba defendiendo de él. Si descendemos más al pozo siniestro de la guerra sucia, nos encontramos al Mecánico, uno de los personajes más interesantes de la novela y del que no daré detalles por la importancia de estos en la trama. Solo diré que en su sangriento periplo por las páginas se encuentra con otro misterioso personaje llamado el General, una sombra de sir Walter Walker, un militar británico que se bregó en la dureza de la represión en las colonias del Imperio, de claro corte ultraderechista, que consideraba demasiado blanda a Maggie y que estuvo implicado en las bambalinas de una propuesta de golpe de Estado en Gran Bretaña. Parece el argumento de un cómic de Alan Moore, pero todo sucedió de verdad. Peace puede especular en cuanto a los pasajes de esta guerra sucia contra los mineros, pero la inclusión de estas perlas demuestra que su ficción de una Inglaterra fascista no estaba desencaminada.

Sin embargo, posiblemente, los ultras ingleses fueron una pieza más del proyecto neoliberal, sus ejecutores aplicados contra los elementos más conscientes de la clase trabajadora. «Los tiempos han cambiado», le dice el Judío a su chófer en un pasaje de la novela. Mientras que los mineros languidecen en la miseria, expurgando escoria en los vertederos del carbón para sacarlo furtivamente en sacos y poder ganar unas libras, una parte de Gran Bretaña contempla el conflicto como si de una película se tratase, tan solo a través de la televisión y la prensa, vulgarmente parcial y manipuladora. Peter, uno de los mineros, habla así de esta sensación de extranjería de clase:

¿Quién me hacía estar aquí, bajo la lluvia, en las calles de Londres con un cubo de plástico de mierda mendigando su calderilla? ¿Las migajas de la mesa del amo? Nadie de donde yo venía… No. Para la mayoría de los de aquí era todo muy fácil… Otro planeta. Otro mundo… Otro país. Otra clase… Podían quedárselo todo. Podían metérselo por el culo…

En el fantástico documental El siglo del yo de Adam Curtis se recoge con precisión cuál fue el verdadero triunfo del neoliberalismo fielmente representado en el thatcherismo. No tanto o no tan solo la imposición de un proyecto económico al servicio de las élites, sino lograr imponer un nuevo proyecto de identidad, de vida, donde a través del sentimiento de diferencia y autorrealización surgido de las ruinas del sesentayochismo y los brotes de la posmodernidad, las personas renegaran de su naturaleza de clase y abrazaran un supuesto liberador ultraindividualismo. «Nosotros creemos que todo el mundo tiene el derecho a ser diferente. Para nosotros cada ser humano es igualmente importante», dijo, no un gurú de la new age, sino Margaret Thatcher en la Conferencia del Partido Conservador en 1975.

En GB84 también hay música, no como un referente cultural que el autor utiliza para hacernos notar su buen gusto o afinidades estéticas, sino como el contexto de lo que ocurría en el momento. De la puerilidad, colorismo y amable desenfado de las radio-fórmulas a los sonidos del conflicto que, a veces, no están donde deben, como en ese momento en que la policía va escuchando White Riot de The Clash para entrar en calor antes de enfrentarse a los piquetes. Las cinco partes de las que consta el libro, además, son títulos de canciones, empezando por la empalagosa alemana Nena y terminando por Devo.

Es en su parte final cuando el libro debe enfrentarse a uno de sus mayores retos, el de retratar el final de la huelga. Los mineros, ahogados económicamente, y siendo abandonados progresivamente por el Partido Laborista y el resto de sindicatos federados en torno al Trades Union Congress, machacados por los medios, por la policía, la judicatura y la infiltración, empiezan a asumir que no podrán ganar el conflicto. «El silencio de la huelga que avanzaba hacia el borde de los acantilados», los discursos de Scargill que ya no despiertan aplausos, los camaradas que se piensan el volver a trabajar para salir literalmente de la miseria. David Peace no tiene compasión en los párrafos porque la realidad no tuvo compasión con sus protagonistas. De nuevo la frase de Camus, la razón y la derrota. Sabemos cómo acaba la historia, lo cual no la hace menos dura.

En 1984, el num tenía 170 000 afiliados, hoy solo cuenta con 750. En 1984 existían 194 pozos de carbón en el Reino Unido, hoy no queda ninguno.

En 1984 el neoliberalismo era algo a lo que oponerse. Hoy ya no es siquiera una ideología, sino lo único que existe, algo que casi llevamos en la sangre.

En 1984 aún existía la historia, los lugares a los que llegar, el relato de otras posibilidades. Hoy vivimos en un presente continuo donde el pasado solo es comercio de la nostalgia y el futuro una imagen de síntesis.

Por eso deben leer GB84, no como un homenaje, una reivindicación o una acusación, sino como el testimonio de que las cosas pudieron ser de otra forma, como el documento de que de hecho lo fueron. Aquellos mineros británicos lucharon por sus puestos de trabajo, pero sin saberlo estaban librando una batalla mucho más grande.

«Era nuestra profesión. Éramos mineros… No miembros de un piquete. Ni matones. Ni vándalos. Ni delincuentes… Éramos mineros. El Sindicato Nacional de Mineros…»

Daniel Bernabé

Córdoba, diciembre del 2017

GB84

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