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3. Los irritantes misterios de la medicina

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Durante muchos siglos, la medicina fue ignorante e ineficaz. Antes de 1940, los medicamentos verdaderamente útiles eran muy pocos: aspirina, heparina, insulina y digitalina. A partir de esa fecha, se hicieron numerosos descubrimientos. Desde entonces hasta nuestros días, los exámenes biológicos se han multiplicado; los trasplantes de órganos y de tejidos son habituales; el arsenal de medicamentos se ha potenciado considerablemente con los antibióticos, los corticoides, los inmunosupresores, los antiinflamatorios, etc.; la biología molecular localiza los genes y determina su estructura.

Las revistas especializadas, la prensa escrita y la televisión, se ocupan ampliamente de estos importantes progresos. Los comentarios son muy admirativos y, a menudo, demasiado optimistas. Trabajos preliminares, medicamentos aún por ensayar, se presentan como soluciones definitivas. Cuántas veces nos han anunciado la curación de todos los cánceres o la vacuna contra el sida, sin que las promesas fueran seguidas de hechos.

Empecé mis estudios de medicina en 1953, y he vivido esta epopeya científica, en particular en el campo de los trasplantes de órganos, del cual soy uno de los pioneros en Montpellier. Valoro con satisfacción los adelantos de la medicina, de la cirugía y de la biología, pero considero que nuestro conocimiento en esos campos es aún escaso con relación a todo cuanto queda por descubrir.

La patogenia (mecanismo de desarrollo) de numerosas enfermedades sigue siendo desconocida o muy mal conocida. Entre éstas, podemos citar el asma, la rinitis crónica, las alergias, los numerosos estados autoinmunes enumerados en la tabla VI, el acné, la psoriasis, las aftas de Behçet, la colitis, la enfermedad de Crohn, la rectocolitis hemorrágica, la nefropatía de la inmunoglobulina A, la fibromialgia primaria, la diabetes de tipo 2, la gota, la depresión nerviosa endógena, la esquizofrenia, la enfermedad de Alzheimer, la aplasia medular, las hemopatías malignas, los cánceres, etc.

Nuestro desconocimiento de los procesos que originan estas afecciones tiene repercusiones negativas en la práctica médica. No sabemos prevenirlas y, cuando se declaran, nuestra terapéutica es ineficaz, insuficiente o raramente eficaz. Lo ideal sería combatir las causas (tratamiento etiológico), pero sólo intentamos curar las consecuencias (tratamiento sintomático) con resultados inconstantes o limitados.

El desconocimiento de los procesos patogénicos conduce a una frustración muy irritante para el médico. Esta irritación crónica me llevó a plantearme la pregunta clave: «¿Cómo puede ser, con los importantes progresos realizados en numerosas ciencias, que seamos incapaces de solucionar el mecanismo de tantas enfermedades?». Y una respuesta probable era la siguiente: «La creciente complejidad de la medicina ha llevado a la mayor parte de clínicos e investigadores de alto nivel a una especialización cada vez mayor. Por tanto, conocen algunas facetas de un estado patológico, pero no todas. La visión parcial de las mismas les impide llegar a una concepción global del problema».

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