Читать книгу Un Helado Para Henry - Emanuele Cerquiglini - Страница 12
CAPÃTULO 1 PRIMER DÃA
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Era un viernes por la mañana demasiado caluroso para ponerse debajo del mono de mecánico la vieja sudadera de los New Jersey Nets, asà que Jim Lewis sacó del armario una camisa vaquera, no demasiado arrugada, y se la puso encima de la camiseta de tirantes roja, la cual tenÃa dos agujeros en la parte derecha debido a una quemadura de un cigarro fumado torpemente hace, quién sabe, cuántos años antes.
Jim amaba esa camiseta, aunque fuese lisa y el rojo ya no fuese igual de flamante. Llevarla le hacÃa sentir todavÃa joven y le gustaba cómo marcaba las formas de su musculatura tensa que, sobre su fina estructura ósea, resaltaba por las venas que se entreveÃan debajo de la piel y que bajaban desde el cuello hasta ramificarse por los brazos.
La consideraba una armadura, algo inseparable: âJim âtirantes rojos- Lewisâ.
Después de llevarla puesta todo el dÃa, la primera cosa que hacÃa cuando volvÃa a casa era lavarla a mano y tenderla para poder ponérsela, en el peor de los casos, un par de dÃas después.
Una vez abotonada la camisa, Jim se puso el mono de mecánico, se colocó los tirantes y se puso las habituales zapatillas de deporte manchadas de aceite. No eran ni las siete y su hijo Henry dormÃa serenamente en su habitación.
Jim bajó a la cocina y preparó para desayunar una hamburguesa con una fina loncha de queso derretido por encima, pero no antes de abrirse una lata de Red Bull y de encender la televisión para ver las noticias de la mañana.
En la NBC ponÃan imágenes de una manifestación por los derechos de los homosexuales, la cual habÃa terminado con algún percance entre los pacÃficos y coloridos manifestantes y un grupo reducido de homófobos con cabezas rapadas y algún que otro sÃmbolo nazi tatuado.
Uno de los arrestados gritaba algo sobre el peligro del matrimonio entre personas del mismo sexo, comparándolo con un billete de ida para el infierno. Lo decÃa gritando y con los ojos tan encendidos y unas pupilas tan dilatadas que probablemente el infierno al que se referÃa en realidad corrÃa por sus venas en forma de estupefacientes. La policÃa habÃa también arrestado a un puñado de fanáticos neonazis de la familia tradicional, que tenÃan la paranoia de tener que defender la virginidad del culo de los demás.
Jim Lewis no sentÃa ninguna simpatÃa por grupos de extrema derecha, le parecÃan locos estúpidos, pero sentÃa una real aversión a cualquier cosa que no perteneciese a la esfera de los heterosexuales. âEsos maricones y esas lesbianas siempre se la están buscando; es normal que desencadenen la ira de esas cabezas impulsivasâ pensó Jim, completamente incapaz de formular una reflexión lo suficientemente profunda para entender la importancia de una manifestación por los sacrosantos derechos de esas personas; culpables solamente por tener gustos diferentes a los suyos.
Cuando pusieron la previsión meteorológica, Jim ya habÃa devorado su comida. SerÃa un dÃa casi veraniego y eso le ponÃa de buen humor. Se levantó de la mesa y llevó el plato al fregadero. Desde que se quedó viudo, habÃa aprendido que era mejor lavar los platos enseguida para luego no encontrarse con un montón de platos sucios y malolientes.
El reloj de la cocina marcaba las siete y veinte y en unos minutos debÃa despertar a Henry y llevarlo al colegio. De la nevera cogió un cartón de leche y de la despensa los cereales preferidos de su hijo. Preparó la mesa intentando darle ese aspecto agradable que su mujer Bet siempre lograba, cuando todavÃa vivÃa.
Criar a un hijo solo no habÃa sido fácil para Jim, pero después de la muerte de su mujer no habÃa querido tener relaciones serias. HabÃa disfrutado de alguna aventura nocturna con alguna chica durante la larga noche del sábado pasado en el âRoad to Hellâ, donde Jim siempre tenÃa una consumición gratis por haber reparado la vieja â883â del propietario, después de haberse convertido en una lata por un conductor borracho, que para salir del aparcamiento del local la habÃa aplastado contra una pared cuando daba marcha atrás.
Cualquier otro la habrÃa tirado y habrÃa esperado el dinero del seguro para comprarla de nuevo, pero para Steve Collins aquella moto era el único recuerdo que tenÃa de su padre, quien se la regaló cuando Steve no tenÃa todavÃa la edad para conducirla, como incentivo para que se esforzase más en los estudios en la época de la Universidad.
El sábado Jim dejaba a su hijo en casa de Jasmine, su hermana mayor, que, a pesar de sus problemas de salud que la perseguÃan desde hace años, siempre habÃa intentado ser una madre para Henry.
Antes de despertar a su hijo, Jim entró en el baño y se miró en el espejo tocándose la barba, que desde hace un par de dÃas le daba a su tenso rostro un aire más viejo y duro. Se quitó los tirantes del mono, se lo bajó hasta las rodillas y se sentó en el váter. Antes de liberarse, le vino a la mente Shelley, la última chica de unos veinte años que se habÃa llevado a casa cuando volvÃa del âRoad to Hellâ.
Se masturbó rápidamente. Se habÃa convertido en un profesional de la organización para atender todas las tareas domésticas, y si habÃa algo a lo que nunca renunciarÃa era a su paja mañanera.
âShelley, Shelleyâ¦Nos tenemos que ver de nuevo.â Pensó Jim mientras cogÃa un trozo de papel higiénico para limpiarse. «¡Eh chavalÃn, hora de despertarse!» gritó desde abajo Jim mientras volvÃa a la cocina.
«¡El desayuno está preparado y te está esperando!».
El pequeño Henry bajó unos minutos más tarde, con la cara arrugada por el sueño y con su habitual sonrisa.
«¡Vas a coger un resfriado si sigues yendo por casa sin camiseta!». Le regaño Jim mientras mezclaba los cereales con la leche como le gustaba a Henry.
«Hoy hace calor papá, no tengo frÃoâ¦Â»
«SÃ, chavalÃn, la previsión dice que hoy llegaremos a casi veinticinco grados, si sigue asÃ, el próximo domingo nos vamos al lago o a la playa. ¿Qué prefieres?»
«¡Playa!» respondió Henry mientras se metÃa en la boca la primera cucharada de ese potaje de cereales con leche.
«Acuérdate de que tienes que ir a casa de la tÃa Jasmine después del colegio.» Le dijo Jim a Henry con un tono serio.
«SÃ, papá. Ayer por la noche preparé la mochila. He metido todo dentro.»
«Bien. Lo siento por no poder ir a recogerte y que tengas que cargar con esa mochila tan pesada, pero los Howard necesitan su coche a la hora de comer y antes tengo que darle un repaso al jeep de Ted.» Dijo el hombre con la intención de justificarse.
«Ya soy lo bastante mayor para arreglármelas solo» respondió Henry con un tono que dejaba entrever cierto orgullo.
«Si todavÃa no has hecho los exámenes, hijo; ya tendrás tiempo de hacerte mayorâ¦Â»
«Tengo los exámenes dentro de un mes, ¡asà que ya no tienes que considerarme un niño!»
«Entonces hablaremos después de los exámenes; hay tiempo para crecer, Henry. Disfruta de tus diez años porque después todo se complicaâ¦Â» respondió el padre sin esconder ninguna amargura.
«No puede ser más complicado que los deberes de matemáticas que me esperan hoy. Odio a la profesora Anderson y a su cara de truchaâ¦Â» respondió Henry con un tono divertido.
«Las matemáticas nunca han sido mi fuerte, pero te conviene aprenderlas bienâ¦Â¡al menos hasta que no puedas permitirte usar una calculadora! Ahora termina de comer» dijo riendo Jim, antes de volver a ponerse frente a la televisión.