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CAPÍTULO 7

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La profesora Anderson, con su peculiar voz estridente y su mirada especuladora, siempre hacía temblar a Henry solo con mirarle, la expresión de la maestra de matemáticas siempre parecía querer decir: “No llegarás a los exámenes, te lo puedo asegurar”.

La primavera ya había llegado y en la Escuela Primaria de Northfield todos respiraban ya el aire veraniego. Para confirmarlo ya estaba esa fastidiosa carrera de seguimiento circular entre dos moscas con la intención de apareamiento. Con la mano derecha Henry cazó las moscas en el medio de la clase, donde sus compañeros esperaban a que la profesora Anderson recogiese aquel difícil ejercicio irresoluble para Henry, el cual amaba más las letras y con las que se manejaba bien. El timbre de la alarma de la maestra era la señal de que empezaba la cuenta atrás de sesenta segundos para que los alumnos dejasen sus bolígrafos sobre la mesa.

«Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete, cincuenta y seis…»

Esa gilipollas se divertía contando hasta cero. Esa sonrisilla le traicionaba y parecía divertirle cuando alguno de sus alumnos le imploraba más tiempo.

Cuando la maestra llegó al número treinta, Henry ya había dejado su bolígrafo. Miraba impasiblemente la hoja, en la que además de un cuadrado y alguna multiplicación exacta, no había nada terminado, sobre todo, la parte de las divisiones. Joanna dijo en voz alta que necesitaba un minuto más.

«¡El tiempo nunca miente! Once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…CEROOOO!»

La maestra se levantó de la silla, pasó la mesa y fue directa a recoger el ejercicio de Joanna, la cual puso los brazos sobre el folio a cuadros con el inútil y desesperado intento de no dárselo a la profesora Anderson.

«Quiero ver todos los bolígrafos sobre la mesa, ¿está claro?» dijo la maestra agitando en el aire el ejercicio de Joanna.

Joanna Longowa era polaca. Era la más guapa de la clase con su pelo largo y rubio, sus ojos azules y su tono de piel que hacía resaltar el rosa de sus labios. A Henry le gustaba desde tercero, cuando Joanna llegó a su clase después de mudarse con su familia a New Jersey. Era buena en todas las asignaturas y si tenía algún defecto era un exceso de perfeccionismo: Henry estaba seguro de que ella ya había terminado perfectamente su ejercicio y resuelto todos los cálculos y también el problema, pero quizás quería entregar el folio sin tantos borrones.

«¿Qué es esto Henry Lewis?»

«Es mi ejercicio...» respondió tímidamente Henry. Algún que otro compañero no pudo aguantarse la risa. Todos sabían que Henry era un negado en matemáticas, pero nadie tenía el valor de burlarse demasiado delante de la profesora Anderson, porque si no, habría mandado notas a diestro y siniestro a los padres, o peor, habría suspendido el recreo a toda la clase.

«No quiero oír ni una mosca, ¿entendido?» gritó la maestra mientras levantaba el brazo y cerrando los dedos de la mano, cogió a las dos desafortunadas moscas que intentaban aparearse. Se dirigió a la ventana abierta y lanzó a los dos insectos aturdidos, como si fuesen dos migas de pan para lanzar a las palomas. Cuando la profesora Anderson terminó de recoger los ejercicios, reinaba el silencio más absoluto y solo el timbre que indicaba el fin de la clase devolvió a la clase su normal ajetreo.

Un Helado Para Henry

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