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​CAPÍTULO 10

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Barbara Harrison, sin quererlo, era guapísima y cuando iba femenina era una de esas mujeres que hacen perder la cabeza a cualquier hombre. Estaba tan acostumbrada a que la cortejasen que ya en la Universidad se aburría de los continuos piropos de los chicos y le disgustaban los de los adultos, que buscaban descaradamente montársela a pesar de que todavía era menor de edad. Entre estos había un amigo de la infancia de su padre, Donald Coleman, que durante unas vacaciones en Florida tuvo la genial idea de colarse en el cuarto de Barbara cuando ella no tenía ni quince años. Lo hizo al tercer día de las vacaciones, medio borracho y en medio de la noche, aprovechando que su mujer y los padres de Barbara se habían quedado a bailar la música hawaiana en una rumorosa fiesta en la playa, organizada cerca de la casa que las dos parejas habían alquilado juntas.

Solamente la larga amistad con el padre de Barbara salvó a Donald de una denuncia por intento de agresión sexual a una menor, pero eso no lo salvó de la ira de Barbara, que en aquella época tenía un gran talento para las artes marciales, precisamente el taekwondo, que practicaba desde hace cuatro años.

Colleman, esa noche, había vivido una horrible pesadilla: primero se había hecho ilusiones con que la joven chica estuviese dispuesta a echar un polvo con él, cuando ella se levantó solo con bragas después de sentir los dedos hambrientos del hombre tocar sus nalgas, y unos minutos después, él se encontró con un ojo morado y una costilla rota, tirado en el suelo. En vez de un beso, se llevó un puñetazo y una patada que ni siquiera vio venir porque, en la oscuridad de la habitación, los movimientos de la joven Barbara Harrison fueron rapidísimos.

Barbara le dio que no diría nada a sus padres, que él tendría que inventarse una excusa por esos golpes, pero que si volvía a intentarlo de nuevo, primero le mataría y luego le denunciaría.

Donald Coleman le dijo a su mujer y a los padres de Barbara que unos ladrones habían intentado robarle el monedero y que cuando intentó defenderse, él se llevó la peor parte. Las vacaciones en Florida para él y para su mujer terminaron al día siguiente, unas horas después de salir del hospital. Durante los años siguientes, los encuentros entre los Colemans y los Harrison disminuyeron drásticamente y Barbara no estuvo jamás presente en esas ocasiones. Donald se avergonzaba de haber hecho lo que había hecho y siempre buscaba excusas para declinar la invitación de su amigo Antony Harrison, hasta que el padre de Barbara se cansó y decidió no llamarle más.

“Haces bien en no seguir llamándole, papá, siempre he considerado a ese amigo tuyo un baboso y un idiota…y, además, su mujer tenía celos de la belleza de mamá”, eso es lo que Barbara siempre decía cuando salía el tema: “¿qué es de los Coleman?”, hasta que, con el tiempo, en casa de los Harrison se dejó de hablar de ellos.

Volviendo a casa después de la hora corriendo en Central Park, el portero del edificio paró a Barbara para entregarle un paquete.

«¿Quién lo envía?» preguntó curiosa Barbara.

«Viene de un atelier italiano, señorita Harrison, no sabría decirle más» respondió el portero sonriéndole.

Ya en el cuarto piso del edificio en Upper East Side, Barbara cerró la puerta de su apartamento empujándola con un pie y se apresuró a poner el paquete sobre la mesa de la luminosa sala de estar.

Estaba indecisa; no sabía si abrirlo enseguida o después de ducharse, aunque tenía mucha curiosidad, como cuando de pequeña se levantaba la primera en Navidad y sin hacer ruido, caminando de puntillas, iba a mirar, a través de los cristales polarizados de la puerta corredera del salón, los regalos y a fantasear con Papá Noel y después volver, siempre en silencio, a su habitación y fingir dormir, antes de que se despertaran sus padres y su hermano. Como entonces, prevaleció su paciencia y su fuerza de voluntad, y racionalmente llegó a la conclusión de que enfriarse, todavía sudada, no era la mejor idea.

Bajo el agua caliente, envuelta en vapor, pensaba en quién podría haberle enviado un regalo desde Italia; estaba segura de que había sido Robert, aunque su madre le había prometido que le enviaría un regalo especial por su cumpleaños, que sería en unas semanas; sin embargo, su instinto no la engañó: Robert había enviado el paquete. Barbara abrió el paquete solamente después de haber metido las últimas cosas en la maleta que cogería más tarde, antes de irse con Robert a Maine para su fin de semana.

En la nota que encontró abriendo la caja estaba escrito: “para ti…”, firmado con las iniciales de Robert Brown: “RB”. Robert no era uno de esos hombres que se extendía al escribir, prefería hablar las cosas, se le daba mejor. Barbara deshizo el lazo de seda rosa que envolvía la elegante caja blanca y en la que estaba escrito “Atelier Livia Risi”.

Dentro había un espléndido vestido, un único ejemplar llamado “Pizzo Jersey BuyBy”, diseñado y creado por una estilista italiana. El vestido estaba cortado al bies y esto hacía mucho más complicado el proceso de costura, ya que se necesitaba una gran cantidad de tejidos, pero solamente un vestido con corte al bies puede encajar perfectamente con el caminar de una mujer. Era de color fucsia, con escote en V negro que llegaba hasta el esternón; se podía incluso llevar sin sujetador gracias a la goma negra bordada, que iba por la parte del pecho y por debajo. Ese vestido era especial para la estilista italiana; era un vestido que estaba perennemente presente en cada colección primavera-verano. Era de encaje y bordado con diferentes capas: doble capa por delante, donde debía cubrir más y una única capa donde se podía dejar entrever con elegancia y sensualidad la belleza armónica de un cuerpo femenino como el de Harrison, que sin duda ese vestido resaltaría aún más.

«¡Wow!» exclamó Barbara cuando extendió el vestido sobre la cama para admirarlo.

Harrison no estaba acostumbrada a vestir muy femenina, en su interior latía el corazón de un macho e intentaba evitar ropa femenina o sugerente. Obviamente, cualquier cosa que se metiese le quedaría divinamente, pero ella quería ser valorada por los hombres y por las mujeres por otras cualidades, esas que van más allá de la apariencia física y que al final, de una manera u otra, todos le reconocían. En el trabajo no aceptaba las miradas de aquellos que intentaban hacerle una radiografía con la mirada.

“Si no quieres tener problemas conmigo, concéntrate y no te pierdas en inútiles imaginaciones. ¿He sido clara?” Era la frase que repetía siempre cuando conocía a alguien por primera vez y se quedaba mirándola durante el trabajo. Llevaba sus cuarenta y dos años con el esplendor de una magia que había parado el tiempo desde hace ya diez años. Cuando Barbara se miró al espejo con el vestido puesto, su refinada belleza y su innata elegancia resaltaron hasta el punto de sorprenderla. Robert aceptaba el lado masculino y, a veces, descuidado de Barbara, pero la quería ver también así: fascinante y femenina; una mujer celestial e inalcanzable y capaz, con la simplicidad de cualquier movimiento de su cuerpo, de hipnotizarle y hacerle enamorarse de nuevo. Ese día Barbara le contentaría, después de pintarse la raya de los ojos y de haber encontrado los zapatos perfectos que conjuntasen con ese magnífico vestido, salió de casa para ir al restaurante en el que él la esperaba. Harrison estaba feliz por haber aclarado las cosas por teléfono el día anterior y por cómo Robert consiguió sorprenderla. Algunas semanas sin él habían alargado esa insoportable sensación de vacío que Barbara sentía desde que era una niña; perdió a su hermano mayor por un repentino e inexplicable fallo cardiaco mientras dormía. A partir de ese día, la dulce y sensible niña cambió su carácter y adoptó las características que recordaba más evidentes en el hermano: la fuerza y el coraje, convirtiéndose así en la Barbara Harrison capaz de superar las expectativas que su familia había inicialmente puesto en ambos hijos, con la intención de aliviar aquel tremendo dolor que sus padres llevaban en el corazón desde la muerte de su hermano Richard. Harrison había tenido alguna que otra aventura con diferentes hombres, pero solo con Robert había saboreado esa sensación familiar, una sensación llena de calidez y protección, y que le hacía diferente a los otros. Él la quería con locura, ella lo sabía y a su manera, bajo su coraza, le correspondía. Ese hombre solamente le pedía que estuviese con él, que viviese el presente para no condicionar el futuro y que recorriesen juntos el camino de su existencia, al menos hasta que el amor les uniese, y él no quería otra cosa que no fuese jurarle amor eterno

Un Helado Para Henry

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