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​CAPÍTULO 5

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En Nueva York, Barbara Harrison estaba atravesando rápidamente el Central Park de norte a sur. Ni el calor ni el frío le podía hacer renunciar a su entrenamiento diario, aunque en ocasiones estaba obligada a saltárselo por cuestiones de trabajo, y en ese caso se contentaba con la cinta de correr de su apartamento o del gimnasio de los hoteles cuando estaba fuera de la ciudad.

A la una tenía una cita con Robert, comería con él – se habían perdonado por teléfono la noche antes – y por la tarde saldrían juntos para pasar el fin de semana en Maine, donde Robert tenía una cabaña en el bosque, que Barbara consideraba su refugio romántico.

Robert tenía cuarenta y siete años, una carrera en auge y quería que la relación con Barbara fuese más seria. No es que a ella no le gustase Robert y no hubiese pensado en pasar a otro nivel, salían desde hace cualquier año, pero él parecía no comprender los horarios laborales de ella. Ella podía estar presente una semana entera y después desaparecer completamente durante días o, en el peor de los casos, durante semanas. Esto volvía loco a Robert, pero para Barbara su trabajo iba antes que nada, aunque desde hace algunas semanas, justo después de que Robert se alejase de ella, había considerado a Robert la prioridad de su vida.

Barbara tenía ya cuarenta y dos años y si quería ser madre, tendría que darse prisa para no parecer más adelante la abuela de su hijo mientras le acompaña a su primer día de colegio.

A ella le gustaba estar en el campo, era una mujer que amaba moverse y prefería la acción a la vida sedentaria de la oficina, pero al fin y al cabo, de su carrera ya había obtenido todo lo que deseaba y, al mismo tiempo, para alcanzar ese objetivo, había evitado una vida privada más de lo que hubiese querido imaginar. Estaba preparada para cambiar las tornas porque amaba a aquel hombre y sabía que no encontraría a otro como él; preferiría quedarse sola. “Una solterona vestida como un hombre y con un pésimo carácter. Eso es lo que seré”, pensó Barbara por la West Drive, mientras se dirigía al sur del Central Park alargando su camino para alcanzar la East Drive, desde donde después saldría por la setenta y dos, en dirección a su apartamento, con el tiempo justo para ducharse y cerrar la maleta.

Un Helado Para Henry

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