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​CAPÍTULO 3

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A las nueve y media de la mañana, el sol que filtraba por el estor de la oficina era ya un fastidio para Jim, que en cuanto a la producción de sudor no le ganaba nadie.

El Mercedes de Los Howard era una pieza poco usual de anticuario: un 300 SL del 1954 con puertas de ala de gaviota. Jim había tenido que esperar meses antes de encontrar el tubo de escape original que tenía que sustituir, además de tener que resolver algunos problemas mecánicos secundarios. Tenía en el taller un coche que valía más de cuatro millones de dólares y ese trabajo le haría ganar diez mil dólares. Los Howard eran millonarios y Jim había tenido la suerte de hacerse amigo de Ronald Howard en la Universidad, mucho antes de que se casase con Carol Spencer, su riquísima y feísima mujer. Carol era probablemente la mujer más fea de todos los Estados Unidos y ni siquiera una cirugía estética le había ayudado, pero todo esto era secundario para Ronald; a él solamente le interesaba su riqueza: -¡No hay ninguna tía buena que pueda competir con un jet privado!- Siempre respondía así cuando alguno de sus amigos le preguntaba cómo podía dormir con esa mujer.

Jim, aconsejado por Ronald, se había dirigido a “Mr. Frankie –recambios para coches de lujo”, uno que sabía verdaderamente encontrar todo y que cobraba un precio alto por su valor en ese campo. Ese Frankie tenía amigos y clientes coleccionistas; todos los ladrones de coches de los Estados Unidos eran sus fieles colaboradores. Frankie era el apodo de su bisabuelo Franco, hijo de padres italianos inmigrantes en los Estados Unidos al final del 1800, exactamente en el 1882. Franco se había abierto camino solo y probablemente en un modo no muy lícito, pero eficaz, hasta el punto que con sus recambios de lujo había hecho la vida más fácil a todos sus descendientes, incluido Tommy, el cual ahora dirigía la empresa y al que todos llamaban Frankie, como su bisabuelo.

“No quiero imaginarme cuánto has tenido que pagar por este tubo de escape Ronald, pero montarlo no ha sido nada fácil”, pensó Jim, goteando de sudor y tumbado debajo del coche.

Esos diez mil dólares eran un regalo del cielo. Jim Lewis no podía permitirse una secretaria en el taller, hacía todo solo porque tenía que ahorrar dinero para pagar los futuros estudios del hijo y para la hipoteca de la casa, que con la crisis había empezado a pesarle.

El taller de Jim era pequeño y la mayor parte de sus pocos clientes llevaban viejas chatarras para que las reparase. Clientes como Howard eran raros, igual que encontrar un trébol de cuatro hojas en un césped. Los que tenían coches nuevos o de lujo iban a los talleres indicados por los concesionarios, así que a Jim le quedaban solo los clientes amigos o aquellos que estaban en una peor situación que él y que además le pedían un descuento, incluso en las facturas de diez dólares. Otra historia era la del viejo Wrangler de Ted Burton, ese era el verdadero trabajo de Jim Lewis: se lo encontraba en el taller al menos dos meses al año, y no porque el jeep diese muchos problemas, sino porque Ted era un viejo amigo y desde que se había jubilado no tenía nada mejor que hacer que pasarse por el taller una o dos veces a la semana para que Jim le mirara el motor de su jeep y charlar con él. Ese Wrangler era un medio de batalla, duro y combativo como su propietario y su motor iría para otras cincuenta millas en las peores condiciones atmosféricas, aunque temblaba desde que Ted una vez olvidó rellenar el líquido refrigerante y empezó a echar humo blanco por Ocean Drive, y desde aquel día se ve obligado a llevar botellas de líquido en el maletero y a hacer continuas revisiones en el taller del amigo.

Hacía un calor increíble, cuando Jim se levantó de la camilla sobre la que estaba tumbado para arreglar ese maldito tubo de escape. Su cara y sus manos estaban sucias por el aceite de motor. Jim no se había quitado ese maldito vicio de secarse el sudor de la frente con la palma de la mano en vez de utilizar la muñeca: la única solución para no ensuciarse la cara cuando se trabaja sin guantes.

Una vez de pie, Jim fue a ver las cartas en el pequeño cuartito al fondo del taller, que servía al mismo tiempo de oficina, secretaría y zona relax. Era la única diversión que ofrecía ese ambiente, además del pequeño váter con el que colindaba.

“Facturas, facturas y más facturas. ¡Mierda!” pensó Jim mientras ordenaba las cartas. Después, cogió el auricular del teléfono fijo que estaba sobre la pequeña mesa cuadrada pegada a la pared y marcó el número de su hermana Jasmine.

Le recordó que iría Henry a comer, le preguntó cómo estaba y le dijo que antes o después haría un viaje a Irlanda para volver a ver el color verde esmeralda de las colinas y para hacer respirar a su hijo el aire fresco y oxigenante de su país. No es que Jim Lewis fuese un poeta, pero tenía una cierta sensibilidad que muchas veces se ocultaba tras la expresión contraída de la frente y le daba un aire duro, escondiendo así la amable melancolía de su mirada.

Jim había cambiado mucho tras la muerte de Bet; había perdido la esencia de los viejos tiempos, aquello que le hacía ver todo con una luz diferente, seguramente más positiva. Estaba muy unido a su hermana Jasmine, aunque se llevasen quince años. Él iba para los cuarenta y ocho y ella había superado los sesenta, con la diferencia de que Jim gozaba de una perfecta salud mientras que Jasmine estaba obligada a respirar solo con un pulmón desde hacía ya muchos años.

Jim llegó antes a los Estados Unidos, después de haber pasado sus primeros diez años en Cork, Irlanda. Su padre era americano y se había casado con una hermosa irlandesa con la que había tenido dos hijos que se llevaban quince años. Más tarde, su madre murió cuando Jim tenía todavía diez años y el padre volvió a los Estados Unidos, llevándose con él al pequeño Jim. Jasmine, que ya tenía un trabajo, se reunió con ellos cuando tenía unos cuarenta años; cuando su salud se resintió y su padre estaba en las últimas. Morgan Lewis murió lentamente, consumido por el Alzheimer, a la edad de sesenta y dos años, dejando huérfanos a sus hijos, sin ninguna herencia relevante y obligándoles a la conquista de una vida americana.

Jim utilizó gran parte del dinero ganado por la venta de la casa paterna para la asistencia sanitaria de su hermana y esto, a pesar de los muchos defectos de su carácter intolerante y de su estrechez de miras, le hacía ser una persona digna de estima.

Encendió la radio y sintonizó una emisora que ponía música country. Le gustaba esa música, sobre todo desde que aprendió a bailarla bien gracias a sus frecuentes visitas al “Road to Hell” los sábados por la noche.

Se puso a trastear el motor del Wrangler de Ted. Como de costumbre, había sido suficiente echarle un vistazo rápido, para después agregar el aceite y el líquido refrigerante.

Su concentración iba dirigida al Mercedes-Benz de Ronald Howard, después del tubo de escape debía ocuparse de la puerta del conductor para que se abriera sin problemas. Estuvo trabajando un par de horas hasta que aquella ala de gaviota volvió a abrirse correctamente, como si saliese por primera vez de la fábrica, en aquella época llena de esperanza, y que había sobrevivido con valor los horrores de la Segunda Guerra Mundial

Justo después, Ted Burton se presentó en el taller con dos cubos de pollo frito y una caja de cuatro cervezas.

«¡Vaya Jim, esa joya vale más que tu casa y la mía juntas! ¿Se ha pasado por aquí un Rockefeller?» dijo Ted con esa voz de barítono.

«Es el preferido de la colección de Ronald Howard…» respondió Jim sonriendo.

«¿Ese amigo tuyo casado con el monstruo del Lago Ness?»

«Sí, el mismo…»

«¿Y te deja ese banco ambulante en tu taller? ¡Yo, en tu lugar, ya la habría hecho desaparecer!» dijo Ted, riendo a carcajadas.

«No te digo que no lo haya pensado, Ted, pero quiero enseñarte una cosa. Mira allí, en la otra parte de la calle…» dijo Jim, señalando con el índice a un coche blindado negro con dos hombres dentro.

«Me había dado cuenta del coche. ¿Quiénes son esos hombres?» preguntó curioso Ted.

«Guardias privados contratados por Howard. Llevan ahí fuera desde hace tres días, noche y día. Cambian cada ocho horas con otros dos guardias, pero no son los únicos, ven a ver por la ventana del baño. Hay otro coche blindado que vigila la parte de atrás…»

«¡Madre mía lo que hace el dinero!» murmuró Ted siguiendo al amigo hacia el pequeño baño.

«Quizás casarse con esa mujer no ha sido una mala idea, ¿no?» le preguntó Jim a Ted quitándole de las manos uno de los cubos de pollo frito.

«Puedes estar seguro, amigo, aunque se tenga que drogar con Viagra, ¡ese canalla!»

«A lo mejor a él le gusta…»

«Es peor que estar con un hombre, Jim. Es imposible que le gusta; ¡es solamente interés!» dijo Ted con un tono de sabiondo.

«No hay nada peor que estar con un hombre. Por lo que a mí respecta, yo preferiría una oveja, ¡al menos es hembra!» dijo Jim con una expresión de disgusto.

«Le he oído decir a mi ex mujer que en realidad los homófobos son homosexuales reprimidos, amigo…» respondió Ted mordiendo un trozo de pollo para esconder una risa.

«No es mi caso. No es que tenga algo en contra de ellos, pero deben estar a diez metros de distancia de mí. Que hagan lo que quieran con su culo, pero yo no quiero saberlo y al mío no se tienen que acercar…Ah, gracias por el pollo y por la birra, amigo, ¡y no te ahogues!» dijo Jim antes de probar el primer bocado de pollo, mientras que Ted tosía por culpa del suyo, que riendo se le había ido por el otro lado.

«Bebe, amigo. No me gustaría tener un cadáver en el taller…» dijo irónicamente Jim, mientras Ted se recuperaba de ese falso ahogamiento tragando la cerveza y dejándola a mitad.

«¿Cómo está mi jeep?» preguntó Ted, después de haberse bebido la otra mitad de la cerveza y haber tirado la lata en la papelera.

«¡Una bomba, Ted, es resistente como un tanque!»

«Una vez sabían hacer las cosas bien…¡Ahora todo es basura!» dijo Ted antes de abrir otra cerveza y dar un gran trago.

«Pues sí…» dijo Jim mirando al reloj que daba casi las doce.

Ted Burton se dejó llevar por un eructo liberador, que al salir por su imponente caja torácica resonó tanto que hizo girarse a los dos guardias privados contratados por Ronald Howard para vigilar su Mercedes.

Un Helado Para Henry

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