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Lo mejor eran las jornadas de Semana Santa, era el momento propicio para intentar ligar con alguna muchacha, sobre todo, los designados para estar a cargo de un grupo, era su momento de mayores posibilidades. Si te tocaba ser animador arriba del escenario, tenías el éxito más que asegurado. El cura era monitor de un grupo de quince jóvenes junto a Daniela. Bienvenidos, amigos, —decía— mi nombre es Pablo Cordero y seré su monitor en esta jornada, nos hemos reunido aquí para conmemorar la Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor Jesucristo, mas lo vamos a hacer en buena onda, como jóvenes que somos, con respeto, pero con entusiasmo, vamos a conocernos profundamente, algunos se van a aburrir, pero otros vivirán una experiencia que podrá cambiar sus vidas, todo depende de ustedes; y Daniela agregó: seré su monitora junto a Pablo, pero más que eso quiero ser su amiga, que puedan confiar en mí para contarme sus inquietudes y pensamientos, yo sé que al comienzo será difícil, pero confío que en estos días, aunque pocos, podamos sembrar la semilla de una hermosa amistad; mi nombre es Julián y espero encontrar a Dios en esta jornada, conocer nuevos amigos y pasarla bien; me llamo Francisca y no sé muy bien a qué vine, mi mamá me mandó porque no tengo muchos amigos, espero no aburrirme; Carlos: espero encontrarme a mí mismo, conocer a los pobres de la ciudad y ayudarlos; el Sapo Laguna: yo estudio en la Universidad y espero ayudar con mi experiencia a las nuevas generaciones de cristianos para que no se pierdan en los vicios como yo, contarles mi experiencia y ser una luz en la vida de los más jóvenes; me llamo Cata y me gusta la música y bailar con mis amigas todos los sábados, pero ahora quiero conocer a Jesucristo, porque me dijeron que en estas jornadas se pasaba mejor que en la disco; me llamo Ricardo y no sé a qué vine y no sé lo que quiero. La lana corría en torno a los integrantes del grupo que habían sido dispuestos en un círculo mirándose las caras, las piernas de Cata y las tetas de Francisca, pobrecito el Cura que estaba con Daniela. Me llamo Cristine y mis papás son evangélicos, me mandaron para que viera las otras religiones. A Paty y a Gabriela las habían mandado de las monjas porque eran del Centro de Alumnas, Gonzalo quería conocer una polola del colegio de monjas, aunque también a Nuestro Señor porque encontraba que en su liceo no había ninguno, y a Iván no le alcanzó la plata para irse a la playa y total acá había tantas minas como allá.

Luego de la presentación y unos juegos organizados por los Scouts, había que hacer un «desierto», no irse, había dicho el hermano Fernando, que no era necesario salir muy lejos sino dentro de uno mismo, en silencio, buscar un rincón y reflexionar como Cristo sobre nuestra misión en la tierra, solo que no cuarenta días sino media horita no más, se podía llevar un papel y anotar algo si uno quería, el Cura se llevó unos cigarros y una latita de cerveza, total él ya era un avanzado en esas lides, se había mandado unos desiertos más grandes que el de Atacama y había llorado la carta completita en el retiro para monitores en Algarrobo, como nunca le gustó la aridez del desierto, en esas ocasiones se acompañó de una petaquita de ron que había encontrado en el velador de la mamá, pero para media horita en la mañana bastaba con una buena Pilsen y un par de Hiltons, total en el colegio nadie le decía nada, era el Cura Cordero, el único en una docena de años con intenciones serias de convertirse en seminarista de los hermanos maristas, el único capaz de pasar desapercibido tanto entre los revoltosos como entre los estudiosos, total, al fin y al cabo del rabo, en el fondo todos lo tenían por un reverendo imbécil: sus compañeros, los profesores, los hermanos y hasta él mismo.

Sin desayuno y habiendo madrugado para la jornada, decidió que lo mejor sería dormir una siestecita en el desierto y, como hacía calor, se metió en el laboratorio de computación y se acomodó entre los escritorios, abrió la cerveza y encendió un cigarrillo, se durmió luego de un cuarto de hora, si hasta dicen que soñó. Para cuando se despertó pensó que era el mismo demonio el que venía a tentarlo en su desierto, le echó la culpa a la cerveza tan temprano, creyó sinceramente en las palabras del hermano Teófilo que ya le había advertido que los caminos del Diablo suelen ser más misteriosos que los de Dios mismo, porque sin duda esos alaridos tenían el color del Averno, si hubiera sido lector de algo más que del Quirquincho, de seguro recordaba la historia aquella tan famosa como verdadera donde al Diablo se le castiga metiéndole en el Infierno, por la feroz manera con la que el Sapo Laguna castigaba su diablo en el infierno de la pobre Cata, que de tan pía llegaba a llorar de sagrado dolor, arriba de la mesa del profesor, con la faldita en la cintura y el calzón rosado por los tobillos, mientras gritaba más diablo, más diablo, o solamente diablo, o quizá hasta Dios mío, Dios mío, que a esa altura parecía que trabajaban juntos, reconciliados y escondidos, en el desierto de escritorios y computadores viejos.

Optó por seguir escondido mientras durara la función, mas tampoco debió extralimitar en mucho su paciencia, que a esa edad los trámites lúbricos son más bien efímeros, pensó en la suerte de ese tal Sapo Laguna, y que él también quería algún día llegar a la Universidad, porque ahí sí que debía ser muy fácil conocer a todas las mujeres más lindas y libertinas, no como su Daniela, que apenas unos agarroncitos de vez en cuando, pero, como no tenía muy buenas notas, la cosa iba a ser difícil, además nunca había pensado en estudiar algo siquiera, de chico siempre quiso ser futbolista como todos los niños, pero nunca tuvo lo que los siúticos llaman una vocación, así, mientras Cata se subía los calzones y el Sapo enfundaba su diablo para emprender la retirada, pensaba y pensaba en su próspero futuro como universitario, y como por aquellos días aún no estaba acostumbrado a tanto pensamiento, le acometió el sueño y se durmió de nuevo.

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