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ОглавлениеPor la tarde había que hacer el vía crucis, los muchachos tenían que caminar por las distintas estaciones donde se les explicaba la pasión de Cristo y cómo se había sacrificado por todos nosotros. Por supuesto el Cura Cordero llevaba el crucifijo y el resto lo seguía en silencio interrumpido por murmullos y conversaciones de algunos más aburridos, todo era conducido y explicado por alumnos de cursos más grandes, la mayoría del Eje y otros de Marcha. El Guatón Díaz hablaba de la importancia de hacer penitencia y ofrecerla a Dios, que la gracia no era dejar de comer carne sino hacer cosas con sentido como todos los que estaban ahí, mientras los hermanos disfrutaban de unas machas y unas reinetas con vino blanco en el patio de los naranjos y se regocijaban del éxito de la jornada, pensaban que de ahí tendrían que salir las nuevas vocaciones maristas, ¿acaso no habían escuchado al señor Cordero?, estaba pintado para hermano, y que el Guatón Díaz también podría e incluso algunos del Centro de Alumnos, como el Vela o el Montenegro, que pese a todo, eran tan caballeros y tan cristianos, solo el hermano Fernando no participaba del almuerzo y se encerraba en su celda a orar, el resto departía amigablemente un bajativo de manzanilla con pisco.
Después venían las dinámicas y los juegos, rondas que tenían que organizar los Scouts, todo supervisado por la atenta mirada de Morales y Cucharita que disfrutaban viendo los avances de sus pupilos. El Mono y el Condoro vigilaban la disciplina, pero la verdad es que los jóvenes en apariencia se portaban a las mil maravillas, así es que mejor se dedicaban a mirar a las muchachas que habían venido a la jornada, todas con su mejor pinta para impresionar a los niños lindos de la ciudad, solo que en la jornada los que brillaban eran los otros: los feos, guatones, desgarbados, flacuchentos y espinilludos, ahora era que tenían su momento de gloria, su pasaporte a la fama, o al pololeo; ¡Al hechicero yo le fui a preguntar, chana na na, cuál es la reina de mi corazón, chana na na, y el hechicero me respondió: u i u ah, ah bim bam barabarabimbam, u i u ah ah, bim barabiribimbam!, y todos danzaban contentos alrededor de la fogata que habían armado el Enfermo y el Gato, luego de bajarse un litro de escudo cada uno, mientras los otros andaban de vía crucis. Después se le ofrecía la palabra a los jóvenes, el Sapo Laguna lloró por su adicción de tres meses a la marihuana y el Acuña lo consolaba diciéndole que él también había sucumbido: dos piteadas en la fiesta de mechoneo, el Cura los abrazaba a los dos como perdonándolos y el resto los miraba conmovidos, el Mono pensaba que esto era genial para su cruzada contra las drogas y el Condoro que bueno que vengan estos exalumnos a contar su experiencia; ¡son unos valientes!, ¡ojalá existieran más como ustedes y cambiaríamos el mundo, abran todos los ojos y encuéntrense con la verdad, como hijos pródigos del colegio debemos hacer una fiesta en su honor, esta es su fiesta!, gritaba el Cura y los Scouts métale echándole leña a la pira y que el tallarín y el sapito lericrik, lericroak.
La entrada al otro día era a las ocho de la mañana, bien temprano porque había que salir a recolectar comida por la ciudad; buenos días, venimos del Instituto Chacabuco a recolectar comida para los pobres y necesitados; ¿les sirven unos tallarines?; todo sirve para aliviar el hambre de los pobres, respondía el Cura; ¡puta, los hueones cagaos!, opinaba el Guaja, la media casita y un puro paquete de fideos, mejor vamos donde mi abuela que tiene comida como para un regimiento completo; no hay que juzgar a la gente, Gonzalo, ¿dónde vive tu abuela?; unas cuadras más abajo, y también podemos ir donde mi mamá, seguro nos da más cosas; también podemos ir a mi casa, dijo Daniela, allá mi papá me tiene una canasta familiar completa; mejor repartámonos todos por los barrios de cada uno, así sacamos más cosas, nos juntamos en el colegio a las once, mandató Pablo. Así, el grupo de Cordero se dividió y se fueron a saquear las alacenas de sus respectivas casas y las de sus vecinos, el Cura se quería ir con Marisol o con Cata, pero Daniela se lo llevó de un ala para su casa, el pobre pensó que podría pasar y agarrar algo más que comida, pero su eventual suegra los esperó en la puerta, les sirvió unas galletitas con café y no les sacó los ojos de encima, quería saber de primera mano cómo lucía la maravilla del pueblo, mientras los felicitaba por ser tan buenos y por no andar por ahí perdiendo el tiempo como la mayoría de los jóvenes de su edad, que solo pensaban en el carrete y hasta en política. Con esa fórmula resultaron ser uno de los grupos que más comida llevó, lo que los hermanos adjudicaron al liderazgo indiscutible que Cordero ejercía entre los alumnos, ya no solo del Instituto, sino de toda la ciudad.
Inmediatamente la comida fue separada y ordenada en cajas por familia, las subieron a unas camionetas que prestaban los mismos apoderados y partieron en dirección de la población La Junta, o el pueblo sin ley, como era conocida por todos en Los Andes. Llegaron en masa a preguntarles cómo estaban, cuáles eran sus problemas y otras cantinelas, los más osados tomaban a los niños en brazos y jugaban con ellos; otros, con mal disimulado desprecio y temiendo pegarse piojos, se agrupaban en algún rincón lejos de los pobres. Cordero se dedicaba a las tareas organizativas y de logística, algo así como un director de obra, ordenaba llevar esas cajas para allá, poner esos pañales por acá, los juguetes acullá. Así se evitaba el fastidio de las conversaciones interminables, improductivas e incómodas entre los ayudantes y ayudados; ¿cómo se llama usted, señora?; Aureliana, mijita, ¿y usted?; Rosario, estamos en una jornada de Semana Santa y venimos a verlos, entregarles nuestro cariño y ayuda, aunque sea poquito...; si ya es harto, mi linda, que se acuerden de nosotros, mire que yo tengo cinco niños (a veces los niños eran más grandes que los papás y hasta al Juan hubo que sacarlo de la cárcel, por esa vez que se le ocurrió traer pasta del norte), y la cosa está tan remala ahora, mi linda, si ya no hay pega en ninguna parte, y todo tan recaro que está; pero ahora ya no está más sola, mire, hay harta gente que se preocupa de ustedes...; claro, si nosotros siempre le estamos rezando a Dios para que nos ayude, mijita, mire que la fe es lo más grande que tiene uno; sí, con la ayuda de Dios y la Virgen siempre se puede salir adelante, la niña que hablaba recibió un puntapié en la canilla, el Guaja le murmuró con disimulo; son evangélicos, no creen en la Virgen; no alcanza a terminar la frase cuando la señora ya le está respondiendo; claro, pero nosotros no creemos en eso porque Dios es uno solo, y no hay que distraerse con falsas imágenes, porque el señor Dios es uno con Cristo, porque yo le tengo fe a Cristo pero a los curas ni una cosa oiga, mire que a veces dicen una cosa y andan haciendo otra; nosotros respetamos todas las creencias, señora, contesta otro joven, conciliador; ¿pero vienen de allá de los curas, cierto?; pertenecemos a la Pastoral Juvenil Católica de Los Andes, pero no tenemos problemas en compartir con todos aunque no estemos de acuerdo, respondió la primera niña; claro, porque acá en la iglesia nos enseñan que no se puede andar idolatrando a gente que es como igual que una no más, mire que le voy a tener que contarle los pecados a un cura, que es pecador igualito que yo no más; eso se llama secreto de confesión, y no lo puede saber nadie, además hay sacerdotes que son rebuenas personas y no me parece apropiado tratarlos como uno más, porque ellos son mucho mejores que todos nosotros juntos, dijo el Guaja, que se había picado; en ese momento el silencio se apoderó de la escena, solo salvó la situación la entrada a la casa del mismísimo hermano Fernando en persona, bonachón y despistado como era; ¡muchachos, en qué estáis!, ¡oh, buenos días, señora, veo que estáis compartiendo con los muchachos, lo encuentro fantástico!, pero debéis marchar a descargar el otro camión que viene ahí, adiós, señora…; Aureliana, señora Aureliana; adiós, señora Aureliana, un placer estar en su casa, pero debo robarle a los chiquillos. Se despide apurado el hermano que no entendió nada y salieron todos de ahí; canutos culiaos, alegó Guaja, ni porque los vienen a ayudar; no seas así, son sus creencias y hay que respetar; ¡pero que respeten ellos también entonces!, como si no costara andar toda la mañana pidiendo huevás pa estos hueones malagradecidos, además, ¿viste a los hijos?, yo los vi resanitos a los hueones, de más podrían ir a trabajar, eso es lo que me carga de la gente pobre, que son flojos, esperan que puro los ayuden, pero si les ofrecen trabajo, ahí sí que no quieren; ahora te pusiste fascista, ahueonao, respondió Rosario que ya conocía la política, y que luego fue una connotada dirigenta estudiantil del Liceo Max Salas; yo no soy ni una huevá, pero el otro día mi papá le ofreció cortar el pasto a un mendigo que pasó pidiendo plata y no quiso, eso te demuestra que los pobres son todos una manga de flojos, el que no trabaja en Chile es porque no quiere.
Cordero, que no se metía en disputas, saludaba cordial pero rapidito como quien está ocupado de cosas más importantes. En la toma había casi puras mujeres con sus hijos todos a pata pelada y llenos de mocos. Algunos viejos tísicos sentados en butacas de cine sacadas de quién sabe dónde, abrían el primer tarro de cerveza del día, algunos hombres agarraban baldes y se procuraban agua del río Aconcagua para cocinar e incluso para beber, las mujeres bregaban duro. Para la mayoría de los jóvenes esa era la primera vez que veían la pobreza de cerca, y eso que La Junta quedaba solo a tres kilómetros del centro de la ciudad, que era muy pequeña; la idea había sido del hermano Fernando, con la férrea oposición del hermano Teófilo y el hermano Hernán, pero a los profesores les había gustado, tampoco ellos conocían la toma, algunos ni siquiera sabían dónde quedaba, eso sí hubo que hablar con los carabineros para que echaran una mirada, no iba a ser cosa que les pasara algo a los niños y luego se fueran al carajo las jornadas de Semana Santa, que eran prácticamente la única conexión que quedaba entre el colegio y la comunidad, la única ocasión en la que a los mochos los odiaban un poco menos.