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Cuando a Teófilo le explicaron que su destino sería Chile, ni siquiera sabía muy bien adónde se encontraba eso, le tuvieron que graficar que era detrás de Brasil, al fondo del mapamundi, el viaje debía hacerse en barco y arribarían a Valparaíso, de ahí un pequeño trayecto hasta Quillota, al Instituto Rafael Ariztía, donde haría clases de Religión a los alumnos de básica. Se decía que en Latinoamérica se encontraba el futuro de la Congregación, y tal vez de la cristiandad toda; a él, con tal de no irse al África, donde le habían contado que las condiciones de vida eran espantosas, además de arriesgar el pellejo a diario ante los motines políticos y las guerras tribales, cualquier destino le daba más o menos lo mismo, ojalá lejos de su madre, figura insoportable que lo persiguiera constantemente durante toda su juventud. El puerto de Valparaíso lo sorprendió gratamente, pensaba que se encontraría con personas primitivas y en taparrabos, pero encontró un sitio pujante y lleno de posibilidades, en Viña del Mar las mujeres le parecieron hasta más hermosas que en su Andalucía natal, lo que ya era bastante decir. Las niñas andaban todas en victorias y se paseaban muy arregladas por el centro de la ciudad, los señores eran todos grises pero muy dignos, nada de los excesos que le habían molestado en sus desembarcos en Río de Janeiro y Montevideo, nada de tambores ni de negros, nada de fiestas de amanecidas, tampoco las zozobras de la guerra que le importunaron en su patria, ni la sombra del comunismo del que tanto se arrancaron los maristas. Quillota era un pueblo de campesinos brutos e incultos, dóciles a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia, o de cualquiera que hablara en nombre de ella, los más importantes cultivaban paltas o chirimoyas, uno que otro tenía una viña, y los días pasaban lentos por sus calles polvorientas; pronto se hizo asiduo de La Flor de la Canela, local prostibulario al que acudía religiosamente cada viernes excepto el Viernes Santo, a nadie en el pueblo parecía importarle mucho, o más bien todos los hombres mantenían discreción absoluta al otro día, en el paseo del sábado o el domingo en la misa, muy compuestos con sus hijos y sus esposas que también sabían dónde se divertían sus hombres, pero que se conformaban sabiendo lo imposible que les resultaría a estos abandonarlas por alguna de esas mujeres, impresentables a plena luz del día en la circunspecta sociedad quillotana.

Los niños pequeños le parecían insoportables, hacerles clases para él resultaba un verdadero martirio que solo resistía hablándoles del sufrimiento de los primeros mártires católicos y golpeando a los más desordenados con el «Rasputín», una varilla larga y dúctil que bautizó así a causa de una reminiscencia que le provocaba la longitud de la misma y la verga del legendario ruso, además que el nombre le evocaba cierta severidad, aunque no sabía muy bien por qué, ya que lo único que sobrevivió en su mente de cuando estudió la Revolución rusa fue el descomunal tamaño del miembro de aquel singular personaje, así entonces los niños eran puestos en posición de noventa grados y golpeados repetidamente en las nalgas. Decía que de esa manera comprenderían más claramente el sentido del mensaje de Cristo y del catolicismo: resignación y sacrificio, los pequeños debían resignarse a comer parados por un par de días luego de estas golpizas, Cristóbal, Benjamín, Augusto y Nicolás, todos en algún momento sufrieron en carne propia los arranques de ira del hermano nuevo, que ganaba fama de inflexible y se hacía respetado en cuanto más le temían. Luego de un par de años dando clases se dio cuenta de que por ese camino no llegaría muy lejos, que los realmente respetados eran los que hacían clases a los grandes, los que habían estudiado filosofía, historia o matemáticas en la universidad; y como él de libros lo que se dice ni por las tapas, se ofreció para hacerse cargo de las platas del colegio, algo así como un administrador. En ese puesto demostró toda la habilidad que no tenía para las ciencias o las humanidades, o para esa disciplina extraña y en tierra de nadie que llaman pedagogía. Casi como un adelantado y un visionario para sus tiempos, se dio cuenta de que los sueldos de los profesores y funcionarios del colegio eran excesivos, que los contratos estaban mal hechos y obligaban al colegio a realizar gastos absurdos en casos de enfermedades u otras eventualidades, redujo los sueldos de los profesores en un treinta por ciento y los de los auxiliares a la mitad, los contratos fueron reformulados y se subió la colegiatura, se despidió a los profesores que ganaban más y se contrató a otros por la mitad del dinero, los requisitos para becar alumnos se subieron hasta hacerlos casi inalcanzables; con tales medidas las finanzas del colegio mejoraron sustantivamente, en dos años se obtuvo el dinero para construir una biblioteca y un gimnasio de última generación, además de contratar un cocinero y una empleada especial para atender las necesidades de los hermanos, fue entonces que floreció su fama de genio de las finanzas, de iluminado de los negocios, se comentaba que trabajaba hasta tarde pensando en cómo hacer más dinero, que su clarividencia era tal que había descubierto que apagando las luces se ahorraba luz, y que cerrando las llaves se ahorraba agua. La vieja camioneta de los hermanos se reemplazó por una Ford del año, y al colegio comenzaron a llegar algunos hijos de eminentes prohombres de negocios avecindados en Olmué y en Limache, disputándole ese privilegio a los tradicionales colegios de Viña del Mar y de Valparaíso. Así, de pasarles diapositivas a los niños de primero básico, se convirtió en el administrador del Instituto Rafael Ariztía, además de inspector de básica. Varios años después, ya en Los Andes, el Cura Cordero quedaría impresionado por el carisma de este hombre regordete y calvo, que trataba a todo el mundo como si fuese su empleado, a todos, hasta al mismísimo hermano Fernando, que animaba personalmente el Mes de María y enseñaba los cánticos a los alumnos; el que canta reza dos veces, decía, y dirigía a los muchachos como quien dirige un coro de ángeles. La primera vez que entró en su curso debía estar el Cura en séptimo básico y se celebraba la Semana Marista, por primera vez habían sido invitados al evento de cierre de las festividades, que era una fiesta de disfraces, el hermano Teófilo les entregaría su advertencia; ¡mucho cuidadito con andar atracando en la fiesta, que los pille no más y los expulso del colegio!, les dijo mientras el hermano Calixto, que hacía Historia en ese año, lo miraba atónito. La mayoría del curso no tenía idea de qué significaba atracar, así es que le tuvieron que preguntar a los más avezados, Montenegro les explicaría que era algo así como dar besos, que él ya había dado varios, Godoy que era dar besos con lengua y agarrar las tetas. Cuando salió de la sala el hermano Teófilo, los muchachos se miraban sin comprender muy bien lo que había pasado allí, luego el hermano Calixto les dio el tiro de gracia, moviendo la cabeza diría unas palabras que se quedaron grabadas, no digamos que con fuego, pero grabadas al fin y al cabo, en la mente de Pablo y el resto de sus compañeros: ¿qué tontería, no?, ¡si quieren culear, culeen! Fue precisamente lo que dijo, según la versión de varios testigos que nos han refrendado esta historia, testigos presenciales que ni siquiera eran capaces de comprender en ese momento a qué se refería el hermano exactamente con eso de culear, pero quienes, al verse exhortados con tal vehemencia, se dispusieron a hacer lo imposible para lograrlo. Desafortunadamente para ellos, lo único que lograron tocar en esa fiesta fue la pelota de fútbol que se le ocurrió llevar al Pitihue, que no se tenía tanta fe en los lances amorosos como frente al arco. Así las cosas, todos estos niños trajeados de rockeros, metaleros, punkies, fantasmas, caníbales, militares y uno que otro mago, se aburrieron como gomeros (para dejar tranquilas a las pobres ostras), y abandonaron prontamente sus ímpetus de machos alfa, para abocarse mejor a lo que mejor sabían hacer, pelotear hasta caerse muertos, o hasta que los vinieran a buscar los papás entre las doce y las doce y media, antes del toque; solo uno que otro logró bailar con alguna niña, mientras algún hermano de los viejitos se paseaba con una linterna cuando tocaban los lentos, pero eso fue después; antes, el hermano Teófilo se encargaría de convertir al Instituto Rafael Ariztía en uno de los principales colegios de la Congregación en Chile; si tan solo hubiese tenido un título universitario decente, de seguro lo convertían en rector, en lugar de eso se transformó en una especie de autoridad en el pueblo, luego, pero no tan luego, lo enviarían a Rancagua, por fin, como subdirector.

El infame

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