Читать книгу El infame - Enzo Romero - Страница 17

12

Оглавление

Lo más importante era organizar y ganar la Olimpiada Marista. No era un desafío menor, siempre la habían ganado los del Alonso de Ercilla, y aunque en público se callara, el deporte competitivo demostraba la fortaleza o la debilidad de la institución. Cada uno de los colegios maristas en Chile pretendía albergar en sus aulas a lo más granado de las provincias en las que se erigían, captar alumnos de entre las familias principales y así configurar una red de poder e influencias, se supone que también tenían una finalidad social, pero casi todos los intentos por incorporar la Congregación al mundo popular fracasaban: en Calera, Constitución y Rengo, los colegios se cerraron por sendos fiascos administrativos. Así las cosas, en 1981 las Olimpiadas se realizarían en Rancagua, por lo que había que prepararse con tiempo. Curicanos y sanfernandinos eran fuertes en atletismo, pero el vóleibol, el básquetbol y el fútbol eran feudo de los santiaguinos; quillotanos y andinos eran el arroz graneado de la competencia, nunca habían campeonado en nada; en abril del año anterior las obras para dejar el Estadio Marista a la altura de la situación aún estaban muy atrasadas, por lo que le encargaron al hermano Teófilo que tomara cartas en el asunto. Sacó dinero de los ahorros que había logrado a punta de despidos, rebajas salariales y sobornos sindicales, y comenzó a trabajar en las canchas de fútbol y la pista de atletismo. Ese año se ofrecieron unas misteriosas y únicas becas deportivas en el colegio, que permitieron a algunos de los más destacados deportistas de la región matricularse ahí, siempre que cumplieran con un examen académico previo y mantuvieran un rendimiento aceptable. Así, el Instituto O’Higgins se comenzaría a transformar en una potencia deportiva a nivel nacional; todo esto lo ideó el hermano Teófilo, quien no entendía cómo no lo habían nombrado rector todavía, al otro año será, se decía, este año ganamos la Olimpiada y al otro rector seguro, ojalá del Alonso de Ercilla, pero si era otro cualquiera no importaba, prefería Santiago para poder vivir al fin en una ciudad grande. En Rancagua no había podido asistir al lenocinio con la regularidad que hubiese querido, y en más de alguna ocasión había tenido que salir arrancando por temor a que lo viera algún apoderado del colegio u otro personaje incómodo para él en esa situación. En Rancagua nunca pasó de ser un mocho más, pese a la influencia enorme que logró tener al interior del colegio, extrañaba el estatus obtenido en su paso por Quillota, donde fue respetado por moros y cristianos, y hasta hizo grandes migas con los primeros, inmigrantes de primera generación la mayoría, trabajadores y gozadores como pocos, que en corto tiempo se hicieron un nombre y alguna fortuna en todas las localidades de la región, que lo invitaban a sus casas y compartían con él como si fuese un paisano más, que sabían disfrutar de la vida mientras hacían buenos negocios, que hacían surgir empresas por aquí y por allá, en el comercio pero también en el campo, que se amparaban mutuamente más que logia masónica, cosa que el hermano Teófilo jamás vio en los católicos del mundo, que entre todos se buscaban trabajos y se fueron procurando un nombre, y aunque al comienzo fueron despreciados y repelidos por las elites tradicionales, prácticamente todas hijas de los tiempos coloniales, herederos por derecho propio de los campos y del poder político, de a poco, muy de a poco al comienzo y luego más vertiginosamente que nadie, se hicieron respetados y odiados, admirados y hasta repelidos, todos esos, que para abreviar denominamos sospechosamente en Chile como turcos, resultaron ser los aliados perfectos para el ascenso del hermano Teófilo, quien les dio crédito y cabida en el colegio aunque no siempre tuvieran para pagar, y que jamás dejaron de cumplirle con creces al final de una jornada, ellos y otros nuevos ricos se encargaron de proteger su figura y su nombre en la región, ellos que nunca hablaban con sus esposas sobre sus correrías nocturnas, comprendían perfectamente a un personaje como Teófilo, que defendía con elocuencia el valor de tradiciones ajenas para despojar de las suyas a los verdaderos conservadores, quienes, de puro adormilados por lustros de poder y dominio, ni se daban cuenta cómo trabajaban en conjunto fuerzas para ellos desconocidas y extravagantes. Esta gente que no se avergonzaba de tener que trabajar para vivir, y que supieron disimular su menosprecio por aquellos a los que deseaban desbancar, estos tipos que se llamaban Sabaj, Mardini, Majmud, Abusleme, Abumohor, nombres que no llenaban ni media página en los textos de historia de la nación, muy pronto se encontrarían rezando el Padre Nuestro y hasta entrando al clero, ocupando puestos en universidades e institutos, auspiciados por la visionaria ambición de hombres como el hermano Teófilo, quien no encontró en Rancagua los apoyos que esperaba de parte de la sociedad civil, aunque sí, lo cierto es cierto, logró una inesperada simpatía del lado del mundo militar, el que si bien le valió a la hora de mejorar la infraestructura y de formar la banda del colegio, de poco le favorecía a la hora de saciar apetitos más urgentes, total que tuvo que recurrir a un recurso muy antiguo de los hombres desalmados a la hora de conseguir algo de sexo, y aunque ello iba en contra de sus convicciones misóginas más profundas, Teófilo tuvo que conseguirse una amante; como nunca fue muy original para nada, y a sus cuarenta y tantos ya era un gordito almidonado por el buen comer y el mejor beber, se conformó con la secretaria personal del hermano Jesús, una mujer de apariencia inofensiva que había hecho carrera de novicia y luego de cocinera en las casas de los hermanos, que con el tiempo había aprendido a escribir a máquina y poseía la virtud femenina tan cristiana de la discreción y el recato. Amanda al parecer se enamoró de este galán autoritario y algo salvaje, brillante en la opinión de muchos, amante egoísta y tirano, pero que comparado con los campesinos y mineros que la habían pretendido, luego de escapar de su casa por una pena de amor al noviciado de las monjas agustinas, y desistir después por falta de vocación y terminar de moza criada en una hacienda de la Congregación en Pangal, se asemejaba increíblemente a uno de esos gangsters malvados que había visto en alguna de las pocas ocasiones en que pudo ir al cine, mientras se le iban los días preparando el pisco sour y picando los quesos y el jamón serrano para los almuerzos dominicales en la casa de los hermanos; Amanda era un pájaro herido, sin duda, pero tenía clase, buen gusto, era educada, aunque hiciera todo lo posible por disimularlo, y eso a un arribista como el hermano Teófilo le debe haber parecido si no irresistible, al menos cautivador; su importancia en la vida de Teófilo comenzaría en el tiempo, como lo veremos, a ser siempre mayor que la que el mocho estaba dispuesto a reconocer.

El infame

Подняться наверх