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2. LO QUE VIVIÓ Y LO QUE QUEDA 2.1 Luigi Rasi

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Algunos siguen todavía hoy repitiendo que en el teatro, en el fondo, lo que más cuenta son los textos. No es verdad: éstos son lo que queda.

Es pura barbarie, la negación misma de la vida, confundir lo que se conserva más con lo que tiene más valor y, en consecuencia, suponer la historia como un mundo de piedra hecho de obras sin la memoria de los hombres desaparecidos, de su importancia y de su peso.

En el espacio literario del teatro ocupan un puesto importante ciertos grandes repertorios enciclopédicos y biográficos, ciertos monumentos de erudición o de colección, que no son meros órdenes de noticias, sino verdaderos teatros construidos con imágenes y palabras. Tienen su carácter, transmiten, en su conjunto, un modo bien preciso de ver y juzgar el teatro, de definir su valor.

A finales del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX, Luigi Rasi dedicó gran parte de su vida a recoger las huellas y conservar la memoria de los actores.

Mucho de lo que sabemos de los actores italianos, los de la Comedia del arte y los de la gran tradición decimonónica, lo debemos por vía directa o indirecta a él. Y no basta: debemos estarle agradecidos por su comportamiento atento a las pequeñas cosas, por su pietas hacia los humildes, velada a veces por un gusto pintoresco que nunca llega a ser ofensivo para la memoria. Tenía por todo aquello que era teatro, más allá de las abstracciones y de las teorías, un amor auténtico, un amor capaz –como decía Goethe– de hacer grandes incluso las pequeñas cosas y por ello asume –para los demás– una faz un poco maniática. Teresa, su mujer, decía agitando con benignidad la cabeza que su Luis habría comprado de viejo incluso un orinal roto, si en el fondo hubiese encontrado una figura de Arlequín.

Por lo pronto, Rasi reunió una Biblioteca y un Museo, que ahora constituyen el núcleo más precioso de la biblioteca teatral «Burcardo», en Roma.

La pasión amorosa de Rasi, que no reparó en gastos ni en jerarquías ni convenciones a la hora de reunir sus reliquias, puede parecer hoy un método propio de la microhistoria.

No lo fue, pero fue por lo menos sentido de la justicia. En su gran obra I comici italiani. Biografia, bibliografia, iconografia (publicada en Florencia entre 1897 y 1905, 2 vols. en 3 tomos, casi 2.000 páginas, infinitas ilustraciones y facsímiles de documentos antiguos), los actores menores tienen también su sitio junto a los nombres de primera, como si la recapitulación pudiera ser un poquillo menos injusta que la vida, hasta el punto de que el pobre Anzampamber (o Anzempamber o Azampamber o también simplemente Zampamber), prototipo de los cómicos de la legua, de los que no se sabe bien ni el nombre ni la persona, puede estar al lado de la divina Isabella Andreini y el oscuro garibaldino-autor-actor Salvestri duerme pocas líneas antes del gran Tommaso Salvini.

Luigi Rasi murió a los 66 años en 1918, había sido un actor culto, educado, pero probablemente un poco impotente, llegado al teatro desde los estudios clásicos y los teatros de aficionados. En 1881, cuando no tenía todavía 30 años, fue nombrado director de la Regia Escuela de recitación de Florencia entre furibundas disputas con el viejo Ernesto Rossi, quien, junto a Tommaso Salvini, había sido uno de los príncipes del teatro italiano. Se construyó una vida a mitad entre teatro activo y escuela, entre tradición y modernismo. Escribió libros de monólogos y los interpretó. Todas sus obras eruditas, incluidos los preciosos volúmenes de I comici italiani, son como una fluvial y amable conferencia de una vida entera de duración.

Rasi, como hacía en sus verdaderas conferencias, es alguien que cuenta la vida del teatro exhibiendo imágenes, representando fragmentos, mostrando ante el oyente una fascinante documentación-espectáculo. También su libro La Duse (1901), libro agudo, la primera monografía seria sobre la gran artista, tiene la estructura de una conferencia-espectáculo, no distinta, a pesar de las dimensiones, de la que abre Il libro dei monologhi (1888, 1891 –2.ª ed.–), en el que el autor-conferenciante da muestras de los rudimentos del arte escénico y expone retratos de sus protagonistas.

No es fácil formular un juicio histórico sobre la figura de Luigi Rasi, es decir, definirnos ante él. Nos nubla sobre todo la gratitud. Pero no hay duda de que su amor por el teatro, incluso en sus manifestaciones mínimas y humildes, no fue acompañado por una asimismo fuerte reivindicación de dignidad.

Su interés por el mundo de los actores fue literalmente entre ellos (interesse), estar entre ellos, pero también lejanía. No la distancia del actor/jefe, sino el sentimiento de lo exótico. Un exotismo familiar.

Esta duplicidad de su amor Rasi no puede transformarla en sentido histórico. Precisamente él, que tuvo el mérito de transformar la memoria de los actores desaparecidos, estuvo también en el origen de la memoria menguada: su cultura distinta está representada con la indulgencia del culto por lo inculto (de la misma manera que hará después Sergio Tòfano con Il teatro all’antica italiana, en 1965).

El anecdotismo tiene su propia ideología y Rasi aisló muchos materiales actorales en ese saco de indulgencia y no cultura que es el anecdotismo: su Libro degli aneddoti fue innumerables veces ampliado y reeditado a partir de 1882 y presenta un teatro infinitamente menos serio del de I comici italiani, pero no muy diferente por el comportamiento del observador.

La diferencia –para decirlo con la brevedad que se usaría en una historia de la etnología– está vista como inferioridad cultural o gozada a través de las escenitas más cómicas (Stefano Geraci: «Per uno studio dei fondamenti dell’aneddotica teatrale», Quaderni di Teatro 21-22, agosto-noviembre de 1983).

Pero no todo se acaba aquí. Rasi asume frente a los cómicos un comportamiento semejante al de los poetas llamados crepusculares frente al mundo que los rodea y se está desvaneciendo. Es extranjero tanto entre los hombres de escena como entre los hombres de libro. Pide a sus ex alumnos que escriban informes sobre las compañías a las que van a trabajar, quiere los diarios de la vida cómica, entiende su importancia, su diferencia. El de los cómicos es ya en su tiempo «un mundo de ayer» que suscita alguna nostalgia y ternura.

Sobre el exotismo, de hecho, aletea siempre un cierto aire de «poesía». Y Rasi la transmite muy bien a sus alumnos y nos la transmite a nosotros en el teatro que nos ha dejado en forma de libro.

Fino recitador de Carducci, íntimo de Edmondo de Amicis y colaborador de Gabriele d’Annunzio, maestro de su hijo Gabriellino, amó sobre todo a los poetas y los escritores. Sus mejores alumnos no fueron en realidad los que llegaron a ser actrices y actores, sino dos poetas y novelistas: Marino Moretti y Aldo Palazzeschi.

Este último, en 1972, después de setenta años de amistad «que no produjeron una sombra» y «no provocaron una mancha», mandó a Moretti una epístola en verso que rememoraba su encuentro en la escuela de Rasi y, en alejandrinos, fijaba el recuerdo de la poesía que Rasi sabía difundir en torno al teatro en los mismos años en los que otros en Europa (Craig estaba en Florencia) buscaban renovar el arte teatral con rigor, amor a la verdad y odio por el teatro corriente. He aquí los versos de Palazzeschi:

Nos encontramos en el mes de febrero de 1903

primerizos en una comedia de Goldoni: el abanico.

¿Quién nos había llevado a aquel lugar?

Parece difícil adivinarlo, en cambio es facilísimo:

la poesía que en aquel tiempo aleteaba sobre el teatro.

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