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1.2 La invención desaprovechada

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Por más que sea un poco presuroso y recapitulador, este libro mantiene una tesis: que el teatro del siglo XX italiano es en conjunto una «invención desaprovechada» y que el desaprovechamiento deriva sobre todo de la ruptura –de origen decimonónico– entre el teatro llamado «dialectal» y el teatro llamado «en lengua».

Tal ruptura, muy potente a nivel ideológico, en un mundo que consideraba la literatura, y por ende la lengua, materia prima del teatro, se tradujo en tiempos del fascismo incluso en términos administrativos: subvencionando el teatro «dialectal» menos que el hecho «en lengua».

Algunos piensan que en las decisiones estatales sobre el teatro hay una lógica y no el mero imperio de la superstición. Pues fíjense que la «lógica» de las decisiones fascistas en materia de teatro dialectal no era muy vejatoria o, directamente, no lo era. Respondía a un presupuesto más hipócrita y «normal»: que la única función del teatro dialectal consistiese en el entretenimiento y que, en consecuencia, no valiese la pena protegerlo más allá de ciertos límites exiguos, dada su naturaleza exclusivamente comercial y de éxito.

Refrendada por la concreción de las normas administrativas, la ruptura entre teatro en lengua y teatro dialectal se convirtió en algo normal, pareció natural.

Cuando Eduardo De Filippo, a caballo entre el invierno de 1961 y la siguiente primavera, fue por primera vez a Moscú con su compañía, donde interpretó Filumena Marturano, Napoli milionaria!, Questi fantasmi, Il Sindaco del rione Sanità y la versión napolitana de Il berretto a sonagli, de Pirandello, algunos críticos y hombres de teatro, tras el éxito, le pidieron noticias sobre su modo de interpretar a Goldoni, Chejov, Ibsen y otros dramas en los cuales habría debido de destacar como actor. Les desconcertó saber que Eduardo nunca había interpretado esos dramas.

En Italia nos habríamos sorprendido de lo contrario. Habría parecido impensable que el hijo de Scarpetta conservase la tradición del padre, interpretase Miseria e nobiltà y después pasase a Tio Vania. Impensable no por razones internas del arte de aquel admirable actor, sino por la ruptura entre nosotros considerada «normal» entre teatro dialectal y teatro en lengua.

Para entender la historia hay que aprender a no aceptarla. Sobre todo la historia del teatro, que parece incluso consagrada por cuanto ha sucedido. Por ello, nos sería muy útil redescubrir algo del desconcierto de los críticos moscovitas y observar como rara, rarísima, aquella «obvia» ruptura. Ruptura que puede ser considerada como una prevaricación de las subdivisiones internas del espacio literario del teatro.

Además, en razón de aquella ruptura, pareció normal que algunos de los más hábiles y fuertes actores/jefes, personas como Raffaele Viviani o Eduardo De Filippo, que eran autores, actores, directores y organizadores, no tuviesen voz en capítulo en materia de organización del teatro italiano.

Aquí, sin embargo, entramos en otro orden de cuestiones y nos acercamos a la contraposición entre los hombres que son el teatro y aquellos que del teatro son los chupópteros y que pretenden saber cómo hay que organizarlo.

De hecho, no tuvieron voz en capítulo ni siquiera «guerreros de la muerte», como Eleonora Duse y Luigi Pirandello, ni –a pesar de sus repetidos intentos de intervención– Ermete Zacconi, el más importante, el mejor y el más valiente entre los actores/jefes del período que va desde finales del siglo XIX a la Segunda Guerra Mundial, aquellos decenios en los que se decidió la suerte del teatro italiano y se desaprovechó la diferencia interna de potencial.

Como todos los derroches, también éste tuvo entre las muchas conse-

cuencias amargas algunas fecundas. De hecho, cada desaprovechamiento crea vacío y del vacío, durante algunos decenios, al final del siglo XX, se derivó para Italia la posibilidad de ser un gran laboratorio internacional del teatro, un laboratorio no programado por nadie y casi subterráneo, mientras que el teatro acomodado caía en la degradación artística y moral, zona de ocupación en la que mangoneaban elementos de los partidos, la incompetencia ministerial y la corrupción del oficio.

Las razones por las que no tuvieron voz en capítulo Pirandello o la Duse y después Carmelo Bene o Dario Fo son evidentes: el buen sentido parece siempre paradójico e incompetente a los ojos del sentido de la mayoría.

Menos obvio es que se les haya retirado el derecho de palabra a personas como Zacconi y después como Luca Ronconi, capaces de hablar, si se lo proponen, también la lengua de los chupópteros, y hayan tenido, sin embargo, a espuertas, el derecho a intervenir, intelectuales e ideólogos óptimos organizadores como Silvio d’Amico e Paolo Grassi (bien distintos entre ellos: el primero fecundo diseminador de inteligencias; el segundo, insaciable fundador de actualizadas burocracias).

La exigencia de subvenciones estatales explica en parte la sistemática exclusión de los hombres de teatro de los proyectos de reorganización. Reorganizar el teatro sobre bases nacionales también significó aceptar y acentuar la pérdida de poder de los actores/jefes, que en Italia habían sido los guías del teatro. Esto es, significó hacer del teatro dramático, desde el punto de vista organizativo, una versión menor del teatro de Ópera. El sistema del teatro de Ópera, de hecho, no había sido gobernado nunca por los cantantes, ni por los compositores, ni por los directores de orquesta, sino por los teatros, es decir, por las empresas que gestionaban los edificios teatrales de las ciudades. El paso a la organización teatral a escala nacional en aquel caso sucedió, pues, sin una grave alteración. En el teatro dramático, la pérdida del poder por parte de los actores/jefes, sin embargo, significó un verdadero vuelco. Implicó incluso un giro en su relación con los autores de textos teatrales, dentro de una batalla de más vastas proporciones –o más bien de una serie de sordas escaramuzas– que vio a la clase de los autores y de los críticos –es decir, los hombres de libro– oponerse a la de los actores, los hombres de escena.

Estas ecaramuzas tuvieron consecuencias en el plano económico y todavía más fuertes y duraderos reflejos en el plano ideológico: aquellas rarísimas ideas que he mencionado, según las cuales el valor del teatro estaría indisolublemente unido a la puesta en escena de obras de literatura dramática, según las cuales un texto dramático para «vivir» tendría necesidad del concurso de alguien que lo ponga en escena, proporcionaron un cobijo ideológico a las reivindicaciones de los hombres de libro.

Estas concepciones torcidas de la relación entre el teatro y la literatura, y las asimismo raras reacciones que se produjeron a veces al refutarlas, están en el centro del modo propio del siglo XX de pensar el teatro.

Quedan por decir dos palabras sobre términos como invención desaprovechada, guerreros de la muerte y actor/jefe. Además, es necesario añadir algunas informaciones bibliográficas generales.2

«Invención desaprovechada» es una expresión acuñada por Claudio Meldolesi (Fra Totò e Gadda. Sei invenzioni sprecate dal teatro italiano, Roma, Bulzoni, 1987) que entró inmediatamente en circulación, tal fue su capacidad de representar ciertos eventos típicos, sobre todo de la historia del teatro: no la incomprensión, la falta de éxito, sino el éxito abandonado a su suerte, no acogido en sus implicaciones y, en consecuencia, no reinventado. Éxito en italiano es successo, que –a menudo se olvida– viene de «suceder»: algo ha acaecido, ha sucedido, ha habido amplios consensos. ¿Pero cuáles han sido sus consecuencias? Cuando éstas son banales, el éxito (successo) se desaprovecha.

Meldolesi habla de Totò, de Eduardo De Filippo, de Mario Apollonio, del joven Strehler, de Pirandello y de Gadda, no ciertamente de personajes oscuros o descuidados, sino de algunas cumbres del trabajo teatral, sea éste artístico o histórico-crítico (como es el caso de Apollonio). Pero muestra cómo la fuente secreta de su energía, el aspecto más fecundo de su invención –celebrada sin embargo en los resultados–, fue ignorada o rechazada. Algo semejante podría decirse también de lo que ha suscitado durante largo tiempo interés del teatro italiano: su doble faz de teatro en lengua y teatro en dialecto.

«Guerrero de la muerte» (mortanguerriero) me parece una hermosa expresión, acuñada dentro del habla romanesca. Nacida probablemente como alteración fonética para evitar mortacci (muertos), después ha comenzado a volar con alas propias. Hoy evoca imágenes como la de cangaceiro, pero jaspeada de una cierta sonrisa. Y, a pesar de todo, tiene que ver con la muerte. No con la muerte que es infligida por el «guerrero», sino la que, por el contrario, él contempla a través del incremento de su propia vitalidad, y que socava el pozo del cual manan sus energías. El mortanguerriero no olvida nunca –no puede– que su muerte está posada ahí, sobre su hombro izquierdo. En suma, es un solitario. Mientras que el guerrero tiene, o comparte, una ética de grupo, combate por ésta o aquella facción, por ésta o aquella bandera, el mortanguerriero tiene visiones mudas, combate por una voz suya a menudo difícil de traducir en palabras y proyectos. Parece a veces un desarraigado y un egoísta porque sabe que no vale la pena secundar el sentido común. Y es esto lo que les da tanta rabia a los chupópteros: que en el mundo del arte y de la cultura, a diferencia de lo que ocurre en el mundo de la organización política y económica, sean de hecho los guerreros de la muerte –a los que en política se les llamaría francotiradores– las personas más concretas, más clarividentes y los mejores organizadores.3

Tengo mucho afecto por esta palabra. Desde hace muchos años trabajo a menudo junto a un mortanguerriero como Eugenio Barba y he podido darme cuenta, con la evidencia de los hechos, hasta qué punto el buen sentido choca con el sentido de la mayoría. Me he dado cuenta asimismo de que los chupópteros no son, en la política cultural, males necesarios. Y esta consciencia tiene alguna relevancia también para el historiador del teatro, porque hace pensar en la pérdida de poder de los actores y en el final del sistema teatral regulado por compañías como en un lance no inevitable y no traído por el llamado progreso.

«Actor/jefe» no tiene nada que ver con el arte del mando. Es una expresión acuñada por Cesare Garboli en un ensayo de 1982 titulado «L’Attore», contenido en el volumen Falbalas (Milán, Garzanti, 1990, pp. 134-141). Observando a Carlo Cecchi en escena durante los ensayos, Garboli dice: «Los otros actores lo miran como a uno de ellos, y, al mismo tiempo, lo reconocen como el portador, dentro del teatro, de una diferencia. Esta diferencia es una consciencia pero también una herida, un sufrimiento».

Después, Garboli, deja de escrutar la escena presente y extiende su visión al entero panorama teatral. E inventa una categoría, o mejor, la descubre:

Lo que crea el carisma de un actor, y lo convierte en el punto de referencia obligado, el guía, no es una sobredosis de talento; es la sospecha de una no pertenencia al teatro, la misteriosa capacidad por parte de un actor de trascender el teatro precisamente en el momento en el que él es su testigo absoluto.

Y añade:

Se puede emplear una metáfora. Si la profesión de actor es similar a una condena o a un exilio, el actor/jefe es el que lleva sobre sí todo el castigo, el peso del delito y del sacrificio (...) Si para un actor/súbdito el teatro es una totalidad, para el actor jefe es una totalidad que ya no da gloria, una totalidad mutilada, sangrante.

Uno de los modos en los que el actor/jefe lleva la diferencia –como dice Garboli– dentro del teatro es ser, a la vez, actor dentro de la escena y autor fuera de la escena, cuando es él quien ha escrito el drama que representa guiando a sus actores. Pero no es el único modo. El actor sobre el que discurre Garboli, Carlo Cecchi, ha ejercido una fuerte influencia sobre la cultura teatral italiana de los últimos decenios del siglo XX, pero en un libro como éste, dedicado a la literatura dramática y, todo lo más, al espacio literario del teatro, tiende a ser invisible, porque no es actor-que-escribe.

Hombres de escena, hombres de libro

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