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Capítulo 1 MEMORIAS RIVALES

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Hablaremos casi exclusivamente de literatura teatral, un fragmento del conjunto «teatro». Hablaremos sobre todo de Italia, especialmente del siglo XX, pero con un discurso que a menudo será deshilachado. No porque nos guste la confusión, sino por amor a la precisión –o al Desorden–, que es lo mismo.

Si la ausencia de ambiciones no fuese perniciosa, este libro declararía desde su primera línea no tenerlas. Es un relato. Y a veces debe relatar de manera rápida. Por lo que quienes quisieran apostar contra él, buscando la laguna de algún personaje importante en el índice de nombres, pueden ahorrarse el esfuerzo: ya han ganado.

Pero dado que relata una porción del teatro del siglo XX –no la más significativa, sino una de las más desequilibradas–, necesita algún marco y algunas preguntas.

En el siglo XX el arte teatral conquista para sí un puesto de alta cultura a través de su independencia de la literatura. Mientras, rodeados de espectáculos grabados y retransmitidos por televisión, los teatros se transforman velozmente en un espectáculo marginal. Se trata de una metamorfosis que los eleva a la categoría de excepción (no: los reduce a una excepción, como muchos han pensado y piensan). Los teatros pierden el vasto mercado del entretenimiento y, en consecuencia, mayoritariamente, la posibilidad misma de una autonomía económica. Viven como entretenimiento de elite, bien cultural protegido o bien de frontera, y crecen en valor en tanto que «espectáculo viviente», apreciados precisamente por su ser arcaico, que los hace distintos de la norma del espectáculo actual, fílmico y televisivo.

El desnivel de nuestro tiempo entre prestigio cultural y valor marginal no es una crisis: crea energía potencial. Si ésta se transmuta en acción, empuja el valor del teatro bastante más allá de los límites que parecían haber sido asignados por una historia secular; pero si no es coherentemente explotada, el potencial ignorado u ocioso corroe los teatros desde dentro, se transmuta en autoindulgencia y determina esa degradación en la cual gran parte del teatro habitual ha engordado y sufrido en los últimos decenios del siglo.

Igualmente tensa entre dos polos muy lejanos es la condición de la literatura en el teatro.

La ideología teatral mayoritaria al principio del siglo XX ve todavía el texto dramático como un hecho sobre todo literario y la práctica de la representación como una sierva efímera de la literatura. A finales del siglo –después de los profundos cambios habidos, ligados a la dirección escénica y a la práctica de la «escritura escénica», por la renovada situación del teatro en la sociedad del espectáculo–, se ha entregado al futuro una idea de texto dramático cuyo estatuto no es muy distinto del de la dramaturgia cinematográfica (la cual, normalmente, es poco menos que ignorada por la institución literaria y sistemáticamente excluida en sus historias).

En el plano de las charlas profesorales y periodísticas, sin embargo, es precisamente en el siglo XX, y con particular vigor en Italia, cuando se desarrolla la muy extraña idea según la cual la esencia del arte teatral consistiría en dar vida a –o llevar a la escena– la palabra del poeta. Idea a la cual se asocia un ramillete de ideas igualmente incongruentes: que un texto literario dramático vive sólo cuando es representado; que en él está de algún modo contenida la semilla de la puesta en escena; que literariamente no tiene consistencia autónoma; o que, al contrario, sea pura literatura, mientras que el teatro es sólo puesta en escena y espectáculo; o que, en cambio, el texto literario dramático sea más semejante a una partitura que a un opus acabado, una partitura hecha para la ejecución, similar por la forma a una partitura musical, pero llena de vacíos y vaga en la codificación.

Pues bien, mientras algunos, con pedantería, batallan con ahínco en la descripción de tales inexistentes naturalezas exclusivas del texto dramático, los textos teatrales, de hecho, continúan siendo publicados y leídos tanto como las novelas o las recopilaciones de poesía; los espectáculos teatrales continúan componiéndose a veces sin referencia alguna a textos literarios dramáticos y otras veces con referencias que tienen tan sólo la finalidad de alejarse del punto de partida.

Los pedantes, entonces, imaginan que existen dos teatros posibles: un teatro de palabra y un teatro del cuerpo o del gesto. Y llegados a este punto su mundo imaginario y libresco se hace tan impenetrable que, para quien tenga alguna experiencia, llega a resultar imposible entenderse.

Una vez considerado este estado de cosas, quizá un libro como éste verdaderamente no se habría debido hacer. Las discusiones contra el paradigma de don Ferrante son siempre muy complicadas.

Hombres de escena, hombres de libro

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