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1. EL ESPACIO LITERARIO DEL TEATRO 1.1 ¿Qué es?

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Hablar del teatro italiano del siglo XX sólo desde el punto de vista de su espacio literario, ¿es un modo para volver a tratar sólo una historiografía teatral disminuida?

Ya la propia noción de espacio literario del teatro no es tan obvia como parece. No indica solamente el conjunto de los textos literarios dramáticos, sino toda la literatura que hace teatro incluso sin drama: haciendo crítica, historia, polémica, memoria y relato.

Las obras literarias teatrales pueden ser textos dramáticos o visiones.

Este último término parecerá extraño. Pero hay que darse cuenta de que algunas de las obras fundamentales del teatro del siglo XX son «teorías» que tienen tanta consistencia de obra creativa como un conjunto de textos dramáticos o de espectáculos. Algunas de estas teorías (recuérdese que tal palabra originariamente significaba visiones) no deben ser consideradas discursos sobre el teatro, sino auténticas obras de teatro. Son uno de los modos de hacer teatro.

Veamos el panorama europeo de principios del siglo XX: artistas como Craig o Artaud han dejado una huella indeleble no a través de sus propios espectáculos (poquísimos, y en el caso de Artaud tal vez mal realizados), sino a través de libros en los que hablaban de un teatro posible. Asimismo, gran parte de la influencia de Brecht deriva del teatro que él realizó en forma de «teoría», por más que Brecht haya sido un grandísimo dramaturgo y (tras la vuelta a Berlín Este, al final de la guerra) un gran director.

Las «visiones» de teatros posibles son tan eficaces como los espectáculos y los textos, y están casi siempre basadas en una reinterpretación de los teatros del pasado. Es éste un hecho especialmente significativo para Italia, que no ha tenido importantes «visionarios», sino importantes «historiadores», capaces de hacer cambiar, a través de los instrumentos propios, el modo de pensar la escena.

Hacer teatro tiene muchas posibilidades: o bien montar espectáculos, o bien escribir piezas, o imaginar y organizar escuelas o laboratorios para las artes escénicas (como han hecho casi todos los grandes maestros del siglo XX, desde Stanivslaski a Copeau, desde Mejerhold a Craig, a Grotowski, Brook, Decroux y Barba); o también reconstruir la imagen de un teatro ausente, a través de una visión profética o historiográfica.

Habrá que tener presentes estas premisas cuando a continuación concentremos nuestra atención sobre las obras dramáticas: habrá que recordar que observaremos, por razones de programa, sólo una porción del teatro, y ni siquiera la más importante en todos los casos.

En general, no hay coincidencia entre las fases de la vida de los espectáculos y las de la producción dramatúrgica. Muchas de las obras de arte teatral más significativas no se acompañan de una igualmente significativa producción de repertorios dramáticos. Nicola Savarese ha puesto el dedo sobre esta asimetría, y ha evidenciado cómo en muchas obras historiográficas sobre la cultura grecolatina, por ejemplo, ya no se habla de teatro cuando se sale del período en el que toma forma el repertorio de los textos canónicos. El repertorio en muchas culturas teatrales se produce en breve tiempo, después se repite y varía durante siglos por los actores (ocurre así para el teatro clásico ateniense, para los teatros clásicos asiáticos y, en alguna medida, para el teatro de Ópera y para el Ballet).1

A veces (como sucede, por ejemplo, con la renovación escénica del Teatro de Arte de Moscú, estrechamente ligado a la producción dramática de Anton Chejov), innovación del arte escénico e innovación dramatúrgica coinciden. Pero se trata de excepciones. En la mayor parte de los casos se asiste al surgimiento de una nueva dramaturgia en un contexto teatral inadecuado para acogerla o, viceversa, a una renovación del arte escénico que corre más deprisa que los escritores que escriben para el teatro.

Si se observa el teatro de un siglo o de un país, a menudo se descubre que el autor teatral más actual y más nacional no es ni un contemporáneo ni un compatriota. Así, por ejemplo, Shakespeare fue –en los espectáculos– el más importante autor teatral de la segunda mitad del siglo XIX italiano (no el más representado, pero sí el más representativo) y Alejandro Dumas hijo (con el abanico de sus dramas, no sólo por La dama de las Camelias) fue el más importante dramaturgo en el teatro italiano de finales del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX.

La vida del teatro italiano –y de cualquier otro teatro nacional, del siglo XIX en adelante– no se entiende si se la observa a través del filtro de la producción contemporánea de literatura dramática. Esto es, paradójicamente, lo que hace interesante nuestro tema, porque si la literatura dramática no representa casi nunca la vida teatral del tiempo, sin embargo, constituye a menudo un problema o una contradicción significativa.

Todavía más fuertes aparecen los límites impuestos a nuestro discurso cuando se piensa que, para muchos, hoy el hacer teatro no consiste en la práctica de poner en escena textos ya escritos (tanto si son «novedades» como si son «clásicos»), sino en la «escritura escénica», que es la elaboración del material dramatúrgico a través del proceso creativo de los actores y del director, es decir, sin escritura del texto separada de las pruebas. En estos casos, dado que no hay un texto de partida, los resultados se hacen invisibles para la historia del teatro cuando ésta se basa en la sucesión de textos teatrales.

Volvamos a la noción de espacio literario del teatro: durante mucho tiempo el campo teatral ha estado subdividido en espectáculos y literatura dramática (theatre y drama en el uso inglés), pero hoy emerge cada vez con más claridad la exigencia de corregir esta dicotomía demasiado genérica que identifica únicamente en la literatura dramática la literatura teatralmente pertinente.

El espacio literario del teatro comprende todo aquello que de la literatura revierte en el mundo de los espectáculos y que de los espectáculos refluye en la literatura. Es un lugar turbulento de objetos cambiantes que comprende, como se ha dicho, las visiones, pero también la literatura de los actores, sus memorias y autobiografías, los tratados y todo lo que a partir del teatro se convierte en relato, crónica y memoria.

El concepto de espacio literario del teatro permite subrayar la afinidad electiva entre teatro y literatura, entre espectáculo y libro, sin que por esto se transforme tal afinidad en una idea angosta que sujete el teatro sólo a la imagen de alguien que hace espectáculo poniendo en escena un texto teatral preexistente. Permite, entre otras cosas, tener en la debida cuenta aquellos casos en los que el texto dramático existe sólo a posteriori, después de la escritura escénica.

La producción de textos dramáticos constituye un caso especial (no siempre el más importante, sobre todo en el siglo XX) dentro del problema general del espacio literario del teatro.

En principio, una pieza teatral no está conectada a su puesta en escena, no está encinta de su espectáculo.

Un eslogan feminista del pasado decía: «una mujer sin hombre es como un pez sin bicicleta». Propondría aplicarlo también a las piezas teatrales: «una pieza sin puesta en escena es como un pez sin bicicleta», y también al contrario: «una puesta en escena sin pieza...». Si se me consiente, osaría incluso sospechar que para el teatro es más verdad que para la mujer y el hombre.

Estará bien librar a la literatura dramática del riesgo de una doble rigidez: la que, agazapada en cada texto literario, deriva de la superstición según la cual el «contenido profundo» estaría verdaderamente dentro de la obra y el significado sumergido sería fijo y único, el sentido estaría establecido; y una fijación específica y ulterior por la cual el vínculo entre texto y representación se vería como algo íntimo e indisoluble y no como el simple y provisional y no necesario encuentro entre literatura y espectáculo en una normal vida de relación.

Un escritor italiano muy conocido, poeta en lengua romañola, guionista cinematográfico entre los más apreciados y personales en la historia del cine de estos años (hablo de Tonino Guerra, que ha colaborado con Antonioni, Fellini, Anghelopoulos, Tarkovski y los hermanos Taviani), publicó hace unos años un texto, A Pechino fra la neve (Rímini, Maggioli, 1992), que él mismo definió no como «drama» o «comedia» sino como «una cosa teatral». Es una tendencia cada vez más extendida la de escribir pensando en el teatro o con vistas al teatro textos que, sin embargo, no siguen las reglas normales de la literatura dramática y no contienen elementos que permitan pre-ver la representación.

Los textos teatrales no pre-vistos son una de las consecuencias de esa situación típica del siglo XX, que más adelante veremos como «pérdida de equilibrio», en la cual resulta cada vez más difícil que escritores y teatrantes tengan un teatro o una idea de teatro en común.

Tal situación asimétrica y aún operativa, en la que el espacio literario del teatro tiende a ensancharse en el momento mismo en el que se pierde el orden de la relación anterior entre escenario y escritura, no se ajusta a las exigencias de una recapitulación como ésta nuestra: es una materia todavía en movimiento, todavía no bien definida históricamente que, en consecuencia, se resiste a ser ordenada en esquemas.

Por otra parte, no sería ni siquiera justo sacrificar el desorden de una cultura viva a las exigencias didácticas de esquemas impostados y claros.

Hombres de escena, hombres de libro

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