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2.2 Los libros de Jarro y otros estudios

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La escuela florentina de Luigi Rasi estaba en la calle Laura. Después de 1918 y de la muerte de su director, continuó existiendo a través de varias transformaciones (se convirtió en el teatro G.U.F.*y después en teatro universitario) hasta 1950, cuando su teatrillo fue desmantelado y el edificio dedicado a Archivo de los Registros Inmobiliarios. «Pues no está tan mal», comenta Mario Moretti, en una poesía de tres o cuatro años anterior a la de Palazzeschi, en la que él también reevoca la escuela de Rasi imaginando que su calle habla en primera persona:

Calle Laura, antes calle de la Crocetta:

puedes ir, que te espera.

«Ven, hijo mío, ven

aunque falte el teatrillo

por el que dejaste griego y latín

liberándote de lazos y frenos.

Tú, viejo, sabes bien que no te realizaste en la escena

sino que cogiste, vamos, sus restos

en tantos versos acres o serenos,

en tantas criaturas de novelas;

aunque perdón te pida

en este umbral, por la puerta cerrada.

Incluso yo, como pequeña calle

he sufrido por esta clausura,

pero tú excedes la medida

si en enfermedad la conviertes.

Créelo, viejo, no está tan mal,

si el teatrillo era sólo encuentro

de poetas en busca de lo nuevo;

créeme, no está mal, no está mal,

que hoy sea un despacho estatal».

Calle Laura, antes calle de la Crocetta:

puedes volver, te espera.

Es extraño: Rasi, que recopiló tantas biografías de actores y salvó del olvido tantos nombres, quedó durante muchos años reducido casi sólo a un nombre sobre el frontispicio de sus libros divertidos y eruditos, y su memoria de maestro y teatrante se disipó. En noviembre de 1976, por ejemplo, en la apertura de un congreso en Florencia dedicado a «Palazzeschi hoy», Eugenio Montale hablaba del maestro Rasi en tonos nebulosos, embutidos de «se dice» y comparaba los inciertos relatos acerca de la juvenil e interrumpida tournée de Aldo Giurliani, después Palazzeschi, en la compañía Talli, con ciertas leyendas periodísticas que habían circulado sobre él, Montale, que decían que había nacido en Nueva York de padres italianos y le atribuían el honor de haber debutado como barítono en el Metropolitan.4

Memorias rivales no son sólo las que contraponen los «se dice» teatrales a los documentos; o las piezas de teatro que quedan a las que vivieron y se disolvieron; o las que distinguen una historiografía contenta sólo de la literatura dramática de una historiografía que busca las huellas del teatro desaparecido. También son los modos distintos de transmitir la memoria de los teatros. Hay, por ejemplo, un modo divertido que parece decir: «¡Todo esto vale poco, pero es tan amable, es tan curioso y divertido que vale la pena contarlo!». Es el modo, entre otros, de Rasi. Mira a los actores siempre un tanto desde lo alto, como si su muy peculiar cultura fuese incultura, salvando a los actores excelsos como si fueran excepcionalmente cultos. En una nota en el que quizá es el libro más hermoso escrito nunca sobre un actor, el libro de Gordon Craig sobre Henry Irving, publicado por Longmans, Green & C. (Nueva York-Toronto) en 1930, el autor recuerda la impresión que muchos espectadores tenían de Irving como de un actor intelectual y la comenta afirmando que Irving poseía en todos sus aspectos la cultura del actor, nada más ni distinto. A la luz de la cultura de los literatos, sin embargo, habría sido un ignorante.

Con propiedad de términos no deberíamos hablar de «cultura», sino de «subcultura» de los actores. Persistiremos, en cambio, en el error porque «subcultura» en el lenguaje común indica no la variante de un grupo restringido, sino algo inferior, precisamente lo que está sobreentendido en ese modo de hablar sobre los actores con la sonrisita en los labios que acaba por menoscabar su memoria.

En 1896, el mismo año en el que Luigi Rasi publicaba el primer fascículo de I comici italiani, un periodista florentino culto y rico, ocurrente y pantagruélico tragón, cronista de teatros, llamado Jarro (su verdadero nombre era Giulio Piccini), publicó un librito erudito en el que recogía las cartas del que fue tal vez el primer Arlequín de la Comedia del arte, Tristano Martinelli, que vivió entre los siglos XVI y XVII. Es un librito –titulado Epistolario di Arlecchino– fruto de investigaciones de archivo, de documentos todavía hoy preciosos, pero que Jarro enmarca con ocurrencias graciosas y frases periodísticas contra las máscaras cómicas que actúan en el Parlamento en lugar de en los teatros, y que comenta, cada vez que los documentos le dejan espacio para ello, siempre con el tono del cronista de una historia cómica y rebajada. Es un comportamiento muy distante del que él asume en el mismo año en otro opúsculo erudito que trata de episodios teatrales de la vida de Alfieri en Florencia. El comportamiento jocoso es la música de fondo cada vez que Jarro escribe del mundo del teatro en sus numerosos libros y folletos producidos en los primeros años del siglo XX, en los que nos transmite –no se puede olvidar– un precioso patrimonio de noticias.

El comportamiento jocoso o anecdótico (otro importante libro de Jarro es la Vita aneddotica di Tomaso Salvini e ricordi degli attori del suo tempo, publicado en Florencia en 1908) es el resultado de la dificultad de justificar culturalmente el trabajo de investigación y transmisión de la cultura teatral del pasado. Así como Rasi usa la estructura de la conferencia amable y curiosa, Jarro adopta –también para sus libros– la estructura y el tono del feuilleton cultural y también materiales recogidos en los periódicos para divertir y documentar al lector, sorprendiéndolo con pormenores verdaderos.

En los mismos años de Jarro y de Rasi, la historiografía de corte positivista había producido un impetuoso desarrollo de los estudios sobre el teatro, debido, entre otros motivos, al hecho de que para los estudiosos de aquella tendencia era regla suspender el juicio de valor sobre los materiales que afloraban en sus excavaciones. Actores, espectáculos, usos festivos, representaciones de carácter «popular» o de género «bajo» eran catalogados y analizados no porque a los ojos del historiador parecieran tener o haber tenido alguna cualidad intrínseca, sino porque servían para reconstruir el pasado: incluso los objetos devaluados crean paisaje.

Sin esta depauperante premisa ideológica, de la historia del teatro italiano habríamos seguido sabiendo poco o nada. Se produjeron, sin embargo, los estudios de Alessandro d’Ancona, Vincenzo de Amicis, de Lorenzo Stoppato, los libros de Benedetto Croce sobre Polichinela y sobre los teatros de Nápoles, los trabajos de Adolfo Bartoli y Michele Scherillo sobre la Comedia del arte, las investigaciones de Corrado Ricci sobre los teatros boloñeses y de Angelo Solerti y Domenico Lanza sobre el teatro en Ferrara, de Antonio Paglicci Brozzi sobre el de Milán y así sucesivamente.

En esta estela de trabajos, todavía hoy fundamentales, desarrollados en los últimos años del siglo XIX y a principios del XX, encontramos siempre una misma actitud frente a los materiales: un amor sin humildad, un interés o una pasión del historiador que se arma de indulgencia para no tener que repetir a cada momento que se trata de una ganga con apenas algún brillo de pepita.

Para los historiadores positivistas la erudición teatral no proporcionaba sólo teselas para completar las historias de la literatura y de las culturas ciudadanas. A menudo, también había en sus estudios una rabia ideológica contra la historia establecida, un deseo de dar la vuelta a las imágenes y a los paradigmas con la fría fuerza de los documentos. A veces –como sobre todo en el caso de Benedetto Croce (su hermosísimo libro sobre I teatri di Napoli volvió a ser publicado en 1991 por la editorial Adelphi de Milán)–, hay un amor casi inconfeso, casi de tono menor, por la vida de los escenarios, como uno de aquellos amores a la doméstica, de antigua memoria burguesa que, sin embargo, hubiera asumido una inusitada ternura y un inusitado púdico respeto por la amada.

Hay siempre en estos estudios una polémica sobreentendida contra la historia unilateral del teatro, la que toma en consideración únicamente la producción de textos literarios dramáticos. Pero está presente también la dificultad de rastrear el valor desvanecido.

Las dos memorias rivales mantienen una desproporción de nobleza.

Hombres de escena, hombres de libro

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