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3.2 Pirandello

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No es obligatorio que Pirandello sea aburrido y es extraño que haya llegado a serlo. Con el tiempo, aquel hombre que se sentía como un grumo de energía lanzado en un mundo inerte, una chispa perdida, aquel hombre alegre sin gozo, que disfrutaba obligando con la violencia del arte a lectores y espectadores a acoger los pensamientos más desagradables –desdeñaba encender petardos bajo sus posaderas, pero lanzaba bombas de mano (decía Gramsci) a las cabezas–, que de sí mismo escribía, burlón, al cabeza de compañía Virgilio Talli que acostumbraba a meter «el dedo en el ojo» del público, con el tiempo se ha convertido en un autor gigantesco, como un ballena ciega que se arrastra detrás de sus innumerables exégetas.

Tesis, trabajos, compendios, libros para concursos y de lectura obligatoria, espectáculos solemnes y sumarios han aburrido hasta tal punto que los hartos de Pirandello han aumentado –y protestan (algunos de viva voz y, muy pocos, por escrito), alegando que está sobrevalorado, que es un clásico más del mundo del comercio y del espectáculo que de la poesía, un falso producto (como los falsos adelgazantes), y por ello el alfiletero ideal para las charlas académicas y las páginas altisonantes de los programas de mano que perfuman la miseria de innumerables espectáculos.

A partir de los años de la Primera Guerra Mundial, cuando está en torno a los cincuenta y la barbita rubia se le ha hecho blanca, Pirandello, narrador célebre que hasta ese momento había sido espectador apasionado y dramaturgo de pequeñas cosas dialectales o de excepción, conquista el campo del teatro con el empuje y la intransigencia de un gran mercante, y adquiere en poco tiempo el desparpajo de un reformador de la escena, a la par de los otros rebeldes del teatro europeo, los fundadores de la Dirección escénica o «caballeros de lo imposible», como los llamó G. B. Shaw. Pero en las antípodas. Y en esto hay un rasgo suyo de originalidad, descuidado por quien encuentra más cómodo detenerse en torno a algunas paginitas programáticas y superficiales suyas antes que estudiar la acción efectiva entre los actores de un escritor-hombre de teatro que no actuaba, desde luego, basándose en las pobres teorías de sus artículos sobre teatro.

El tedio solemne que a menudo rodea a Pirandello es fruto no sólo de la fatua solemnidad de los teatros subvencionados, sino de una tradición crítica filosofante, hipnotizada por la teorética o las poéticas de los artistas, como si ellas fueran incluso los motores de las obras, en lugar de intentos –en los mejores casos– de formulaciones a posteriori.

La historia de la distorsión afortunada y autolesionadora del pirandellismo filosofante, a partir del encuentro entre Pirandello y Tilgher (mussoliniano el primero, antifascista y filósofo en parte raté el segundo, director de la biblioteca Alessandrina de Roma), es una de las más interesantes y cómicas de la cultura italiana del siglo XX. La contó y recontó Leonardo Sciascia en dos libros, de 1953 y de 1961 (Pirandello e il pirandellismo y Pirandello e la Sicilia), que, a pesar de las superposiciones merecerían volver a ser publicados íntegros, junto con –si fuese posible– el Alfabeto pirandelliano y la entrevista La Sicilia come metafora, quizá con el título Girgenti, Sicilia, al que Sciascia daba vueltas en los años cincuenta a semejanza de Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson. Sería un medio ideal para combatir los pirandellismos pedantes y reanimar a los hartos.

Hoy impresiona escuchar en las escasísimas grabaciones de la voz de Luigi Pirandello, en aquellas frases hechas para recuerdo sonoro, grabadas después de la ceremonia del Nobel, o a petición de la Fonoteca Italiana, el acento muy siciliano del escritor, repitiendo en italiano o en francés la desgastada fórmula del conflicto entre la Vida y la Forma que el crítico-filósofo Adriano Tilgher había acuñado años antes para él y en la cual él había reconocido un utilísimo utensilio, hasta el punto de apropiárselo en el Prefacio de 1925 a Sei personaggi y de repetirla, al pie de la letra, como fórmula completamente suya en las alocuciones con la que se presentaba en el proscenio durante los espectáculos del Teatro del Arte dirigido por él. En aquellos tiempos una grabación de la voz era algo muy artificial, obligaba a un ritual técnico. Cuando además estaba ligada a una ocasión celebrativa, podía intimidar y falsificar mucho más que hoy. A pesar de ello, escuchar la voz de Pirandello en aquellas fórmulas que son la única huella sonora de su persona da una cierta pena. Parece la voz de un hombre que repite algo obligado y es prisionero de su imagen.

Incluso el énfasis y la desintegración teoréticas es un modo para dispersar la fama de un vivo teatro rebelde.

Hombres de escena, hombres de libro

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