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Al igual que a San Agustín, a Descartes le interesan primordialmente las cuestiones de la metafísica especial referentes al alma y a Dios, pero él carga la labor demostrativa a la filosofía y no al “auxilio” teológico: Semper existimavi duas quaestiones, de Deo et de Anima, praecipuas esse ex iis, quae philosophiae potius quam Theologiae ope sunt demonstrandae. La labor de la razón le permite augurar, en este sentido, que los errores sobre ambas cuestiones serán erradicados en breve de la mente humana (brevi ex hominum mentibus deleantur) (Meditationes: Epistola 2, 10), con lo cual pone de manifiesto, al igual que Platón, que en el alma también pueden contenerse deficiencias que reclaman ser corregidas.

El método cartesiano concuerda con las posiciones gnoseológicas de Platón y San Agustín en lo que respecta al papel que juega la introspección entendida como exclusiva labor de la mente (mentis inspectio, solius mentis inspectione, sola mente percipere, a solo intellectu percipi) (Medit. II, 12, 13 y 16), pero se diferencia del primero y coincide con el segundo en una estratagema metodológica adicional: en la mente misma hay una conciencia de algo que la determina heterónomamente. Por esta causa, la proposición cartesiana “no admito nada hasta ahora en mí, excepto que soy una mente” (nihildum enim aliud admitto in me ese praeter mentem) (Medit. II, 15), adquirirá su verdadera dimensión en la III Meditación con el encuentro de un ser que de antemano se sabía que era el origen de la autoconciencia: Dios.

Las expresiones in me y extra me (Medit. II, 15) han de aplicarse, respectivamente, al alma y al cuerpo como a dos magnitudes inconmensurables y, por ende, incapaces de identificarse en el espejo. Adjudicadas al alma y a Dios, la una y el otro tampoco se identifican en San Agustín, pues Dios es “más íntimo que mi yo mismo” y “superior” a él (interior intimo meo et superior summo meo) (Confessiones III, 6, 11), pero, al ser el alma quien toma conciencia de la jerarquía de dicha intimidad, se convierte ahora en conditio sine qua non de la constatación de la divinidad. En Descartes también el espejo de la mente refleja a Dios, mas, como todo reflejo, su proveniencia ha de ser exógena al espejo mismo. La mismidad cartesiana (esto es, la mente) (ipsa mente sive de me ipso) (Medit. II, 15) se identifica con la autoconciencia, pero lo que esta halla en sí proviene de una instancia que no es la mente misma. Al igual que en la gnoseología agustiniana, el principio causal del conocimiento no resulta ser la mente ni las ideas innatas que en ella se albergan, sino un Dios que, al convertirse, por exigencias de la razón misma, en creador de todo, también ha de serlo de la naturaleza de la mente. Dios tiene una esencia distinta a la del hombre y, por ende, cartesianamente considerado, es Él el autor de su propio reflejo o imagen en el espejo especulativo de la razón. No podría Ludwig Feuerbach asignar, con justicia, a Descartes, cosa que sí hizo con Hegel, la identificación entre “mente” y “Dios”, entre lo “absoluto” y el “espíritu”3.

Sobre Dios, el hombre y la muerte

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