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Sin embargo, así como San Agustín debió fundamentar su cosmología en la creatio ex nihilo, Descartes tendrá que demostrar que el mundo externo, para que se constituya en espejo de Dios, no es obra del genio maligno. El cosmos platónico, intervenido por el demiurgo que había puesto orden en el caos originario, no podía fungir de espejo; su primordial existencia ab aeterno era, fenoménicamente considerada, una copia mal hecha del mundo verdadero (mímesis), del cual participaba en una relación más opaca que la de la mente con la idea del bien (méthexis). Cartesianamente hablando, Dios tampoco se refleja sin mediaciones en lo creado, pues solo es encontrado gracias al uso de un método correcto, pero, al convertirse en garantía de la existencia del mundo externo, se erige también en aval para efectuar ciencia sobre él. Una de las paradojas de la metafísica cartesiana radica precisamente en ir en contra de la desteologización de la ciencia, con la que Ockham se había despedido de la relación ratio-fides y, al mismo tiempo, había dicho adiós, sin proponérselo, a la filosofía medieval.

La teologización del saber humano es consecuencia de una metodología de la duda que exacerba su ficción con la hipótesis del “engañador poderosísimo”. En efecto, las ilusiones y espejismos ópticos imposibilitan el ejercicio tanto de las ciencias fácticas como de las formales, y no solo se producen en las dos primeras etapas de la duda metódica (desconfianza de la información sensorial e indistinción entre vigila y sueño, respectivamente). Con la introducción del genio maligno en el método cartesiano, la duda se torna hiperbólica y se encuentra el porqué de las dudas anteriores: el genio maligno quiere que los sentidos nos engañen y quiere que no podamos afirmar, con seguridad inquebrantable, que los objetos reales existan. Para garantizar el conocimiento científico se requiere, al igual que en Platón, que las ciencias no pasen por las experiencias sensoriales antes de que Dios no otorgue su consentimiento. Pero este aval gnoseológico de la divinidad no es platónico y resulta impensable sin recurrir a los atributos del Dios cristiano.

La ecuación verdad = Dios no se constituye, sin embargo, en la “primera verdad” cartesiana. Lo es, más bien, la identificación del ego sum = ego existo con la realidad actuante de la mens, sive animum; es decir, la autoconciencia de la propia existencia como res cogitans se erige en “primera verdad” mientras se piense que, en efecto, uno mismo existe (Medit. II, 21). Así, pues, lo que la razón encuentra es su “mismidad”, pero, a partir de ella, la autoconsciencia se extralimita y se ensancha, por exigencias deductivas del método, hasta extraer de sí todas las verdades restantes, a sabiendas de que sin Dios y sin el mundo externo el único cupo gnoseológico sería un solipsismo escéptico.

Ahora bien, desmontada la estrategia del genio maligno, puede apelarse también a la autoría divina del método y a que fuese Dios quien, en último término, habría creado la hipótesis del deceptor potentissimus (Medit. II, 20-21) para que, suprimiéndola, el ser humano recuperase en el “espejo” el legado cristiano de un Dios con los atributos de un ser que, a la par de creador del mundo, es también infinitamente bueno y, por ello, no puede engañarse ni engañarnos. Desde esta perspectiva, Dios sería el creador de nuestras estructuras mentales (por ende, también de la duda metódica) y de todo lo corpóreo, incluido, claro está, nuestro propio cuerpo.

Sobre Dios, el hombre y la muerte

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