Читать книгу Sobre Dios, el hombre y la muerte - Fermín Cebrecos - Страница 18

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En Platón la metáfora del espejo se da solo parcialmente en la eikasía, grado del saber que proyecta una imagen no verdadera sino “verosímil” (semejante a lo verdadero). El alma y la idea del bien son dos magnitudes ontológicamente diferentes, pero el método de llegada de la una a la otra, al estar premunido de méthexis-mímesis, hace posible, si bien de manera indirecta, hablar sobre un speculum en el que, sin embargo, nunca podrá darse la coincidencia entre sujeto cognoscente y objeto cognoscible. Lo que el espejo platónico proyecta no estaría liberado, por lo menos en la etapa de la dóxa, de poseer ciertas características propias de los “espejismos”. El espejo proyecta, en consecuencia, las limitaciones de lo sensorial y su obligada superación mediante las fases de la diánoia y del nous.

La teoría agustiniana del conocimiento tampoco garantiza, dejada exclusivamente en manos del alma, el encuentro de la verdad. Dios, como luz que determina el contenido esencial del espejo, constituye una invitación a “trascenderse a sí mismo” y a relativizar los alcances de la razón. En este sentido, es Dios quien se presenta como el antídoto correcto para un método susceptible de extraviarse, pero el espejo de la autoconsciencia no revela, por sí solo, lo que San Agustín denomina Veritas con mayúscula. A la verdad se adviene colocando previamente en el espejo (fides) lo que racionalmente se busca.

Si bien la metáfora especulativa cartesiana no desconoce los antecedentes platónicos y agustinianos, sus alcances y límites son más difíciles de trazar. Descartes llega, aplicando el método de la duda, a no dudar de su naturaleza: él es res cogitans. Se trata de una verdad primera que él quiere convertir en punto arquimédico (Medit. II, 17) para deducir, desde ella, las verdades restantes de la metafísica y de las ciencias de la naturaleza. El espejo proyecta todo este conato gnoseológico, pero la hipótesis del genio maligno se revela en él como una ficción no fácil de desenmascarar. Es cierto que solo la demostración de un Dios creador del mundo e infinitamente bueno asegurará que las ciencias naturales no estén radicalmente erradas, pero, admitiendo un Dios con tales atributos cristianos, ya no aparece como plausible legitimar la autonomía del método empleado. El espejo cartesiano reflejaría, en consecuencia, lo que Descartes, cristiano convencido, depositó previamente en él: alma, Dios, mundo. Este último, ciertamente, no entendido como resultado a priori de un método introspectivo, sino involucrando las “circunstancias” históricas que, desde una escolástica ya obsoleta, coadyuvaron a problematizar lo que el método cartesiano implica como metáfora especulativa. La radicalidad de la duda cartesiana fue incapaz de no hacerse cargo, como obligatorio reflejo de su conciencia, de su débito con el realismo gnoseológico, y ello se reflejará obligatoriamente en las proyecciones de su conciencia.

La apelación a Dios le servirá a Descartes, desde la fe, para hacer desaparecer la hipótesis del deceptor potentissimius y creer, así, asegurar la verdad y, sacándola de los límites impuestos por la duda metódica, ensanchar su poder de llegada. Sin embargo, la filosofía poscartesiana, desentendiéndose tanto del genio maligno, por ser una hipótesis inaceptable para la razón, como de su remanente teológico, no encontrará un horizonte de verdad tan extenso como el del racionalismo. Por el contrario —tal como testimoniarán Hume e Immanuel Kant—, arribará a una cota más alta de escepticismo, que radicará, respectivamente, o bien en las restricciones impuestas por la experiencia, o en una razón finita que autocontempla sus límites después de delimitarlos.

En efecto, un largo siglo después de la publicación de las Meditationes de prima philosophia, Hume —tras sostener que todas los pensamientos se derivan de la experiencia y de argumentar, asimismo, que el ser humano puede formarse la idea de Dios— exigirá, a los que afirman lo contrario, que le muestren una sola idea que no sea dependiente de una partida de nacimiento sensorial (1988: 35). Descartes, claro está, no pudo hacerse cargo de un reto que reduciría a cero el rendimiento gnoseológico de la metáfora especulativa, mientras que la respuesta de Kant, merced a su débito empirista, deja al “espejo” de la razón con nubes que empañarán, probablemente ya para siempre, su contenido.

Sobre Dios, el hombre y la muerte

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