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En la cada vez más profusa y poco unánime bibliografía sobre la obra platónica ha de destacarse el papel crucial que, en el realismo de las ideas, se otorga al mirar inteligible (fronéin: froneîn). Se trata de un “ver con los ojos del alma”, que precisa de un órgano (!órganon) contemplativo (fronh<sai) (República 530 c; 518 c, d, e.; 527 e), el cual, erigido en método de la teoría platónica del conocimiento, posibilita conocer la idea del bien, que es caracterizada como la causa “de todas las cosas rectas y bellas” y como el origen de la luz (República 518 c). La idea del bien, en cuanto principium principiorum, es principio causal y gobernante de todo (arché tou pántos) (República 511 b), pero sus atributos, al no coincidir con los del alma, representan ya una dificultad insalvable para concebir el pensamiento especulativo a la manera cartesiana: la idea del bien no quedará reflejada en un espejo del saber, en el que el sujeto cognoscente no coincide con el objeto cognoscible.

Debido a ello, el theorein contemplativo de la idea del bien ha de presuponer un camino que, en sus inicios, no desdeña las “sensaciones” (aísthesis) y, por ende, requiere también de las imágenes (eikonoi) como escalas necesarias para el ascenso al conocimiento. El “ver”, entonces, está sometido a un progreso contemplativo en el que cada desciframiento de las imágenes precisa de un grado superior del conocer, aunque nunca podrá abdicar de “dar razón de lo que expresa” (lógon didónai) (República 543 b). La dialéctica platónica, en consecuencia, supone un método de “ascenso” que tiene que incluir, en último término, la fundamentación racional de la idea del bien.

Este método ascensional se vincula, en su primer tramo (dóxa), a una “imagen” relacionada con el grado de conocer que Platón llama eikasía, término traducido a nuestro idioma como “conjetura” o “sospecha”. Eikasía es un estado del alma en el que las imágenes representan un grado menor de conocimiento que el de la pistis (= fe, belief), puesto que esta trata de “cosas”. Ahora bien, eikasía se emparenta etimológicamente con eikon (representación, semejanza, probabilidad), el cual, asociado al sustantivo eikós (e!ikóV), equivale a “similitud” y, si se le vincula al adjetivo eikóos (ei! kw’V), significa “verosímil”. De relato y narración verosímiles se habla, en efecto, en el Timeo 29 b-c con respecto al origen del mundo (e!ikw’V lógoV, e!ikw’V múqoV, respectivamente), pero dicha verosimilitud lo es porque “representa” una forma ideal. Las imágenes no engañan, como más tarde sucederá en Descartes con su reproducción en la “mendaz memoria” (Medit. II, 17), sino que se refieren a la verdad misma (autó tou alethés = an! tò tòu a!leqéV) (República 533 a).

De lo que se trata, sin embargo, es de advenir a un principio incondicionado (anipóthetos arché = !anupóqetoV !arch’), y para ello, superadas las etapas de la eikasía y de la pistis, ha de arribarse primero a un saber (epistéme) que, más que creación humana, parece identificarse en su primer segmento (diánoia) con el “lugar intermedio” entre la dóxa y el nous (República 511 d). Pero la diánoia, conocimiento discursivo que Platón asigna a la matemática, es un grado gnoseológicamente inferior a la nóesis, la cual no puede ser entendida sino como actividad del nous y, por ello, se convierte en condición de posibilidad para la “visión” (eidein) o contemplación intuitiva de las esencias (ousíai). Aquí no debe confundirse el nous con el método platónico del katá lógon (catá lógon) (que implica conformidad no solo con el pensamiento, sino también con el “recto” decir), puesto que el lógos expresa o “dice”, pero “dando razón de lo que afirma” (légein) (Gazolla: 2003, 33)1. Sin embargo, la nóesis se halla en un escalón inferior a la idea del bien, punto de llegada de la dialéctica ascensional platónica que implica, de por sí, un giro en el “mirar”. Desde dicha idea, que se identifica con la luz del sol real, ya no hay posibilidad de “ascender”; la visión se convierte en totalizadora y, por consiguiente, será en ella donde el theorein “desciende” hacia lo panorámico y supera las parcialidades propias de todo el conocimiento anterior. Resulta muy difícil advertir en la obra platónica la diferencia entre cuatro verbos que poseen connotaciones similares, encaminadas todas ellas hacia un significado paralelo: “conocer”, “poseer razón” e “inteligir”. Se trata de verbos relacionados siempre, en última instancia, con un contemplar no sensorial y unido, por tanto, a la actividad del ojo anímico (’órlanon) (fronh<<sai) : légein (légein), noein (noeîn), fronein (froneîn) y theorein (qewre’in).

Este recorrido urgente por el theoróumenon (qewrou’menon) platónico2 no puede soslayar el “conócete a ti mismo” del Cármides 164 d-e, 165 a-b y 169 d-e, lema que implica una relación de identidad con la sabiduría: “Sin conocerse a sí mismo no se puede ser sabio”. Platón añadirá al conocimiento de sí mismo el imperativo de “sé sabio”, no sin subrayar que hay que “contemplar” el alma antes que el cuerpo y, complementariamente, puesto que “del alma parten también los males”, afirmar que debe curarse el alma para que el cuerpo se sienta bien. Pero la conciencia platónica dista mucho de identificarse con el alma de San Agustín y de Descartes: en ambos pensadores cristianos el “conócete a ti mismo” lleva implícito conocer a Dios y, en último término, ponerlo como justificación causal del método empleado. De la psyché (que será reconvertida después a un nous espiritual contrapuesto a la “carne”) Platón asevera que se muestra “afín a lo que es idéntico siempre a sí mismo”, es decir, a lo “inmortal” (Fedón 79 d), pero no hay vinculación alguna a un Dios personal. Ni del “alma” ni de la “idea” resulta fácil hablar cuando se trata de la filosofía platónica, y ello porque ambos términos cargan un sobrepeso del pensamiento medieval y moderno que ha contribuido a alterar su significado.

Las tres partes del alma de República 580 e (logistikón, thimoidés, epithimetikón = racional, irascible, concupiscible), localizadas en el Timeo, respectivamente, en la cabeza, pecho y vientre, han constituido desde siempre un problema para justificar la unidad e inmaterialidad proclamadas en Fedro 246 a y en Fedón 80 d-e. Desde luego que se ha privilegiado el “alma racional” como testimonio del theorein o contemplar suprasensible y, además, como “auriga” conductor de las dos almas inferiores (Fedro 246 b), pero resulta problemático, desde esta perspectiva, interpretar cómo el sofista es un mercader engañador del alma (Protágoras 313 c-d) y cómo, con respecto al bien, toda alma se encuentra en una situación aporética debido, probablemente, a la perversidad intrínseca que puede albergar dentro de sí (Gorgias 511 a).

No se manifiesta Platón, ni en esta coyuntura ni en otros pasajes de su teoría del conocimiento, tan optimista como, siglos más tarde, se contemplará a sí mismo el racionalismo cartesiano. No se discute que Platón no crea disponer de una teoría de la verdad, como tampoco pueda aprobarse sin más que se muestre “deliberadamente deficitario” a este respecto (González 2003: 13), pero su teoría del alma contiene elementos reacios a transparentarse en el “espejo”. Por ejemplo, la solemne proclamación de Descartes: “Nada me es más fácil conocer que el alma” (denominada aquí me ipsum) (Medit. II, 30), supone una identificación entre sujeto contemplativo y objeto contemplado, que en Platón queda desdibujada por la incorporación de los elementos sensoriales aportados por las almas irascible y concupiscible. El “conocerse a sí mismo” del Cármides no se mueve en las mismas coordenadas gnoseológicas que el saber cartesiano del alma y, por ende, constituirá otro testimonio más, tal como se sostiene en la antropología filosófica actual, de que el conocimiento del ser humano es la más ardua empresa gnoseológica.

Ello no es óbice para sostener que la contemplatio intellectualis, que se efectúa con “el razonamiento de la mirada” (Fedón 79 c), garantice un acceso teorético a la verdad y, al mismo tiempo, implique un correctivo de una metodología que no es exclusivamente racional, sino que está mezclada o contaminada de otras adyacencias (“impuro” será el término que, aplicado tanto a la razón como al método, se aplicará en el lenguaje poscartesiano). Cuando, en efecto, el alma, en su afán cognoscitivo, se une al cuerpo, las expresiones platónicas del Fedón adquieren una tonalidad expresiva que hace pensar en la duda cartesiana: “El alma —dice Platón— se extravía” (“se complace en extraviarse”, escribirá Descartes) (...gaudet aberrare mens mea: Medit. II, 10), “se turba”, “vacila”, “tiene vértigos como si estuviese ebria” (Fedón 65 b y 79 c). Sin embargo, cuando el alma examina las cosas “por sí misma” —es decir, sin recurrir al cuerpo— se dirige a lo puro, eterno e inmutable, esto es, a lo igual a sí misma, y entonces cesa el extravío. Imposible no recurrir en este contexto al principio homérico (Odisea XVII, 218) invocado en El banquete 195 b: “Lo semejante busca a lo semejante” (similis simile quaerit) (cfr. también Lisis 214 a y República 329 a).

Aun cuando esta heterocontemplación, llevada a cabo mediante un método autocontemplativo, constituye el punto máximo de conocimiento al que puede accederse (“a este estado del alma llamamos sabiduría”) (Fedón 79 d), no se está autorizado a hablar aquí, en rigor, de un theorein especulativo, y ello porque el speculum (o “visión de la visión misma”, como lo llama Platón en Cármides 167 d) tiene dos rostros ontológicamente distintos y solo cabe entre ambos una relación analógica. Tal vez de esta no-identidad —“la luz y la vista son afines al sol, pero no son el sol”— (República 509 a) procede la afirmación platónica acerca de que el nombre de “sabio” conviene solo a Dios, mientras que al ser humano le corresponde contentarse con ser “amante de la sabiduría” (Fedro 245 e; El banquete 203, e y 204 b; Fedón 66 e). En este sentido, el theorein platónico reflejaría en el espejo la verdadera autenticidad del “conocerse a sí mismo”, requisito sin el cual es imposible ser “sabio” (Cármides 169 e). Pero la comparación entre la “cara de acá” y la “cara de allá” del espejo se traduce en una suerte de sabiduría negativa que Platón expresa así en la Apología 155 d: Ser sabio consiste en “no creer saber lo que no se sabe”.

En este contexto de debilidad humana es donde debe insertarse la “segunda navegación”, esto es, el tránsito del mundo sensible al mundo suprasensible. Aquí aparecerá con nitidez el problema neurálgico que representa para Platón y para todo racionalista la existencia de “lo otro de la razón”, de ahí que entre cuerpo y alma se produzca necesariamente una metodología visual contradictoria. La función del alma en Platón consiste en aprehender una realidad que exigirá, por ser forma metasensible, un eidein (’ !ei’dei<n) apto para captar lo inteligible y, desde esta apropiación del eidos (ei<doV) (forma, en latín), elucidar también el auténtico ser de las cosas físicas, función que estas no pueden llevar a cabo abandonadas a su suerte. Así se explica que haya que separarse del cuerpo (apallagé apó tou sómatos) para, evitando sus perturbaciones, remontarse a la aprehensión de lo invisible, ya que pueden incluso perderse los ojos del alma si se miran los objetos con los ojos del cuerpo (Fedón 64 e, y 66 d-e).

El “mirar mal” (República 518 a) imposibilita trasladarse hacia lo puro, hacia lo “siempre existente e inmortal” (Fedón 79 d), es decir, impide “navegar” desde la “visión de lo que nace” hasta la “contemplación de lo que es” (República 518 c), empresa que no sería viable si no estuvieran ínsitos en el alma el saber y la recta razón, de manera tal que la función de la “imagen” no podrá ser otra que una suerte de ocasionalismo para traer a la conciencia contenidos previamente poseídos a priori (Fedón 73 a y 73 c-e). Por consiguiente, la búsqueda de la sabiduría tendría su pleno acabamiento en el theorein de las ideas y, con ello, la dóxa quedaría remontada como hipótesis antecedente, pero la elevación hasta el grado último del saber, al no ser producto de un acto psíquico (como en Descartes) sino ideal, no parece sobrepasar, en la mayoría de los casos, el nivel de conocimiento denominado pistis (belief) (Reale 2001: 179-180). En la pistis platónica, además de testimoniarse la confianza en la palabra (légein) del otro, se observa un desplazarse de lo fiducial a lo cognoscitivo, de ahí que en ella queden vinculados la opinión, la creencia, el conocimiento y la verdad. Todo ello, sin embargo, no ha de ser impedimento para afirmar que los objetos de conocimiento del alma son independientes de los sentidos porque las “formas” están separadas, a su vez, del mundo de las cosas. En consecuencia, el auténtico “decir verdadero” (lógos alethés) (Menón 81 c), aun cuando se sirva del mythos (lenguaje referido a las cosas), no podría darse nunca en el ámbito de la dóxa (Conford 2007: 18).

En la interpretación más conocida de la gnoseología platónica, la participación (méthexis) de la mente en las ideas implica, ante todo, que estas son trascendentes al alma y, por tanto, no creadas por ella, de ahí que los predicados correspondientes a la esencia de la psyché (simplicidad, invisibilidad, inmortalidad) no concuerden sino analógicamente con los de la idea del bien. Y lo mismo puede decirse de la anámnesis (Menón 80 d-86 c; Fedro 249 e-250 c). Por ende, no parece del todo acertado confundir psyché con nous (instrumento metodológico y grado supremo del saber humano) sino, más bien, anticipándose al cristianismo, habría que entender el espíritu como contrapuesto a la carne (Conford 2007: 21). Todo ello implicaría situar las ideas en “otro” mundo, en un topos uranos que contiene la realidad verdadera y que lo emparenta de un modo asaz similar con el Dios agustiniano. Esta posición se deriva sin duda de muchos pasajes de los Diálogos, pero en la actualidad es interpretada —entre otros, por Conrado Eggers Lan— como fruto de un doble dualismo platónico en el que se insiste equivocadamente: un dualismo ontológico de mundos y un dualismo antropológico que estriba en separar, también ontológicamente, psyché y soma, todo ello en aras de hacer imposible la inmanencia de las ideas. Antes de Platón, parece que no existía esta última diferenciación, y en Platón mismo convendría, desde esta perspectiva nueva, no interpretar el dualismo mente-cuerpo como ontológico sino, antes bien, como un “dualismo ético” (1997: 146).

Tal vez fue Platón el primero en emplear, refiriéndose al “modo de hablar sobre los dioses”, el vocablo “teología” (República 379 a). Su légein sobre Dios no es, sin embargo, unitario y, por lo mismo, se presta a interpretaciones hasta hoy irreconciliables. En efecto, detenerse en República 517b, 508b, 509c; en Fedón 75 d-e; en Parménides 130 b y ss.; en Filebo 15 a; y —sin ánimo de exhaustividad— en Leyes 887 c y 891 b, constituirá el testimonio más convincente para percatarse de que la reflexión platónica sobre Dios significa, en más de un caso, una auténtica aporía. A ello ha contribuido, sin duda, el afán por “cristianizar” a Platón y por encontrar en su filosofía argumentos coincidentes con la fe revelada.

La pregunta central se plantea aquí en términos de ecuación: ¿Coincide la “idea del bien” con el Dios del monoteísmo cristiano? Es cierto que en Fedro 247 c-d se habla de una “inteligencia divina” como de una “esencia inteligible, visible solo por la mente”, y que en Sofista 248 c-249 c se atribuye vida, alma, razón y movimiento a las ideas. Si a ello se suma el texto de República 517 c, tan recurrido en la lectura cristiana de Platón, en que a Dios se le conceden los atributos de “autor, padre, señor, fuente y fuerza”, puede tenderse a que la “idea del bien” podría poseer ciertas señales de identificación con un dios personal e independiente del mundo. Dios es inmanente al “alma del mundo”, pero resulta una tarea ardua para los intérpretes de Platón identificarla con el Dios de las religiones monoteístas. El “alma del mundo” es, al modo de la res cogitans cartesiana, pensante y no sensorial; está unida, sin embargo, a la materia cambiante y visible y, por lo mismo, el sistema del mundo, acomodado al plan de Dios (Timeo 30 b), parecería no poder existir sin el concurso de su providencia. Ello, no obstante, no puede afirmarse que se trate de un dios personal, aunque Platón sí concede argumentos en pro de una divinidad que trasciende la materia, pero no el “alma” (nous) del mundo. La dialéctica platónica, llevada a cabo siempre mediante un pensamiento discursivo, puede conducir a un “absoluto”, donde el alma humana encuentra la plena satisfacción de sus deseos y, al igual que en la metafísica cristiana, su descanso total en la “contemplación de la belleza divina” (El banquete 211 e y 212 a).

Sobre Dios, el hombre y la muerte

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