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El recurso cartesiano al genio maligno se presta a ser objeto de una triple interpretación en cuanto a su causa. En primer lugar, no resulta irracional suponer que Dios, haciendo gala de su omnipotencia, sea su creador y que, sometida al atributo de su omnibenevolencia, la hipótesis del deceptor potentissimus podría interpretarse como parte de un plan divino para que el ser humano, empleando su razón, llegue hasta Él sin ningún prolegómeno de fe revelada. En segundo lugar, es el genio maligno el que, gracias a su poder engañador y a su voluntad de practicar el engaño, puede convertirse, para la razón humana, en un ser real y no en una hipótesis creada exógenamente como estrategia metodológica. Ocuparía, entonces, el lugar que Nietzsche atribuyó al inventor de la religión: ser un practicante de la magia negra (Schwarzkünstler) y de un “artificio” ficcional (Kunststück) que, en este caso, estaría representado preferentemente por la idea de Dios6. Por último, la causa podría provenir de la misma razón humana y, por tanto, ser una “idea hecha por mí” (a me ipso facta).

Si Dios es el creador del genio maligno, es algo, empero, que no puede reflejarse en el espejo de la razón, y la razón tampoco encontraría salida alguna hacia un saber seguro (o “verdad primera”) si es que se admitiese que ha sido un genio maligno el autor de una estructura mental hecha exclusivamente con el propósito de inducir al error. En ambos casos la razón se encontraría en una situación aporética. En el primero, porque no puede, so riesgo de perpetrar una hybris prohibida por la fe, inmiscuirse con éxito en los planes que Dios ha tenido para crear el mundo I (Medit. IV, 64); y en el segundo, porque el genio maligno estaría conduciendo la razón por una espiral inacabable de laberintos y espejismos en la que hasta la misma constatación de ser una res cogitans estaría necesitada de fundamento racional. La estratagema cartesiana del genio maligno para asegurar que Dios existe se convierte, entonces, en una especie de bumerán en contra de una razón que es, en sí misma, una instancia engañadora. Podría decirse que, tanto en un caso como en otro, es la aporía, trocada en enigma permanente, la dueña de la última palabra.

Ahora bien, si la razón humana se erige en creadora del genio maligno, podrá argumentarse, con idéntico derecho, que ella es también la autora de la idea de Dios. La filosofía se torna en “moderna” admitiendo este poder omnímodo de la razón, y Descartes, como se sabe, es el iniciador de la filosofía moderna. Sin embargo, en lo que concierne al planteamiento de la idea de Dios, sigue vinculado a una metafísica cristiana anterior a la modernidad y, por ende, el “espejo racional” no puede interpretarse en términos de una metáfora especulativa que, en último término, solo reflejaría sus propios contenidos.

El hallazgo cartesiano de Dios en la conciencia del hombre no se identifica con la posesión fruitiva. Se está lejos, entonces, de la delectatio surgida al contemplar a Dios, a la que Tomás de Aquino llamó “el bien supremo entre los bienes humanos” (optimum inter bona humana) (Summa Theologiae 1-2, q. 32, a. 3). Tampoco coincide dicho hallazgo con la fruitio divina que Fray Alonso de Tarazona menciona en sus comentarios sobre Séneca, ni con la contemplatio spinoziana de las cosas sub specie aeternitatis, que es, más bien, un conocimiento intelectual producido por colocarse en el punto de vista de Dios y, desde Él, comprender la existencia y la inteligibilidad de las cosas. Descartes pretende demostrar racionalmente, mediante la introspección, los atributos cristianos del Dios creador e infinitamente bueno, pero que no se identifica en su esencia con el mundo creado.

En su filosofía la naturaleza solo está en capacidad de reflejar a Dios una vez que se haya suprimido la hipótesis del genio maligno. No puede, por tanto, constituirse en “vía ascendente” para llegar a Él sin antes haberse demostrado, coincidente con el pensar agustiniano, que su garantía de existencia y de verdad reside en un Dios que previamente fue premunido de los atributos de “creador de la nada” y de “sumamente bueno”. En Platón, sin embargo, el mundo existe desde siempre y a Dios le cabe el papel de un “demiurgo” ordenador que se condice con la existencia de un mundo ordenado (kosmos). Teniendo como punto de partida la convicción, anterior al pensamiento platónico, de la existencia del orden en el mundo, se trazará un camino que conducirá no solo a estatuir una ciencia sobre él, sino a una teología racional que alcanzará en las vías tomistas para demostrar la existencia de Dios su testimonio más conocido7.

Pero Dios no es solo creador de lo visible; también lo es de lo invisible (visibilium omnium et invisibilium: “de todo lo visible y lo invisible”, como se proclama en el Credo de Nicea). Tomás de Aquino parte, entonces, de un hecho que Descartes no acepta como instancia previa de su teoría del conocimiento: que la naturaleza es un espejo que refleja a Dios y que la razón puede demostrar su existencia reflexionando sobre determinados atributos del mundo externo. En la gnoseología cartesiana el único espejo apto para reflejar a Dios es la res cogitans, puesto que lo que no se ve con los ojos del cuerpo hay que mirarlo de distinta manera que lo que con ellos se ve.

Negar a Dios desde una posición ateísta o encogerse de hombros, por causas diversas, ante la afirmación o negación de su existencia es resultado, para el racionalismo cartesiano, de una metodología observacional equivocada8. Aun cuando se llegue al mismo resultado que en Descartes, tampoco coincide con el theorein racionalista demostrar la existencia y los atributos de Dios guiándose, como Tomás de Aquino, por los argumentos que la razón puede encontrar en la observación del mundo externo o, como Bécquer, poetizando ante los ojos de la amada: “La he visto y me ha mirado. Hoy creo en Dios” (Rimas XVII).

El espejo de la naturaleza dejará de ser virtualmente mendaz cuando Descartes demuestre que nuestros sentidos y el mundo externo, con todo lo que este contiene, fueron creados por un Dios esencialmente distinto al genio maligno y que, precisamente por eso, no empleará toda su “industria” para inducirnos al error, sino para que lo conozcamos a través del mundo. De todos modos, la experiencia constata que el peligro de mirar mal no puede ser erradicado totalmente y, por este motivo, San Agustín tuvo que recurrir al “pecado original” (natura damnata) para exonerar a Dios de ser el culpable de que el espejo de la naturaleza, al ser contemplado mediante los sentidos, proyecte imperfecciones que tampoco pueden ser invisibles para la razón. Cartesianamente considerada, la naturaleza sigue siendo, incluso después de haberse demostrado su creación por un Dios infinitamente bueno, no solo “extensa” y “flexible” (Medit. II, 27), sino dotada intrínsecamente de una facultad engañadora.

La realidad proyectada por el espejo de la naturaleza se convierte, entonces, en una aporía de la que no puede encontrarse salida sino “fuera” del racionalismo. Richard Rorty, en efecto, sometió a una crítica implacable el modelo racionalista por privilegiar apodícticamente un método en el que la mente, partiendo de que la naturaleza es un correlato fidedigno del pensar, “representa” la realidad de modo inequívoco (1983: 13-14, 53-58). No se trata de establecer una dualidad entre mente y mundo externo, pero el racionalismo es una filosofía que, al hablar solo de sí misma, convierte en metalenguaje sus logros y, por ende, se distancia de la realidad. Este distanciamiento, que no puede ser garantía de verdad, alcanza su punto culminante con la apelación del racionalismo cartesiano a la existencia de un “genio maligno” que, en contraposición al “Dios óptimo”, emplea todo su poder para inducirnos a un “juego engañador de ensoñaciones” (ludificationes somniorum) (Medit. I, 15). Desde luego que si se recusa la gnoseología cartesiana, ni la apelación a Dios ni al genio maligno alterarán el modo real en el que el mundo se comporta, pero la hipótesis del deceptor potentissimus le servirá a Descartes para una doble constatación: que él existe como ser pensante y que Dios necesariamente tiene que existir como una realidad independiente de la mente.

Sobre Dios, el hombre y la muerte

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