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LEYENDA II
EL MIRADOR DE LA SULTANA
II
LA MEJOR NOCHE DEL REY NAZAR
ОглавлениеEl rey se encaminó á la tienda que desde que principiaron las obras se habia levantado para él en la Colina Roja.
Entró en ella, arrojóse en un divan, y quedó profundamente pensativo.
– Desde el momento en que descubrí, murmuraba, que mi hijo era el amante de Bekralbayda, el horror que me inspiró el solo pensamiento de robar á mi hijo su amante, me curó de todo punto del amor que tenia hácia ella. Es verdad que la he enamorado, que he pretendido probar si es digna de ser sultana de Granada… y ha respondido á la prueba: ahora la amo como si fuera mi hija; y despues que he sabido que es madre… ¡oh! el amor de otro nuevo hijo de mi sangre… de un descendiente de mi raza, que será como ella hermoso, y valiente y gallardo como él, porque será un príncipe, Dios me favorece: pero esa revelacion de Bekralbayda… ¡lo que ha vuelto loca á la sultana Wadah, es la pérdida de una hija!.. una muger vé mejor que un hombre en el alma de otra muger: ella no se engaña: yo recuerdo… el dia en que desapareció de mi lado Leila-Radhyah, se encontraron en sus habitaciones manchas de sangre: aquel mismo dia desapareció uno de mis esclavos y Wadah se volvió de repente loca: desde entonces han pasado diez y siete años… la edad de Bekralbayda… Yshac-el-Rumi es un hombre misterioso. De una manera misteriosa me ha entregado á Bekralbayda… ese hombre á quien he hecho seguir, ha sido visto alguna vez en los cármenes del Darro acompañado de una muger… ¡oh! ¡esta misma noche! sí… sí… ¡esta misma noche!
El rey esperó con impaciencia á que el sol traspusiese: se fué como de costumbre á su palacio de la torre del Gallo de viento, y exhaló un suspiro cuando vió el reflejo de la luz en las ventanas de la torre donde continuaba preso el príncipe Mohammet.
Luego entró en su cámara, comió como de costumbre, se quitó la corona y las vestiduras reales, púsose unos vestidos cortos y sencillos, se rebozó en un albornoz, y salió de su palacio por una puerta escusada y solo.
La noche era oscura: el rey, embozado en su alquicel negro, se deslizó como una sombra junto á los muros de la alcazaba Cadima, llegó al barrio del Hajeriz, descendiendo por sus pendientes calles, llegó al valle donde corre el Darro y siguiendo su corriente arriba, se metió por las angosturas.
Muy pronto llegó á la casita del remanso.
– Aquí es: este me han dicho es el sitio donde Yshac-el-Rumi desaparece por la entrada de una cueva y vuelve á aparecer allá arriba sobre las cortaduras, acompañado de una muger enlutada como él; es necesario buscar la entrada de esa cueva: frente á la casa del remanso me han dicho que tiene la entrada: pero la noche es demasiado oscura… no importa, Dios me guiará; Dios que conoce el pensamiento que me trae aquí.
En efecto, el rey encontró despues de algun tiempo la entrada de la cueva que buscaba.
Pero al penetrar por ella oyó un sordo ruido; el batir de las alas de un pájaro que pasó junto á él rozándole el rostro con las estremidades de las plumas.
El rey se detuvo y se estremeció:
– ¡El buho! ¡siempre ese pájaro maldito que me persigue! pero no importa, añadió sobreponiéndose á su terror: el Altísimo y único, el amparador de quien le confiesa y le adora me ayudará.
Y penetró resueltamente en la cueva.
Al entrar en ella, vió á sus pies como en el fondo de una sima, una línea de luz como la que puede verse un momento á través de una puerta que se cierra.
– ¡Oh! esclamó el rey, aquí moran séres humanos. He visto cerrarse allá abajo una puerta, y he creido escuchar despues los pasos de la persona que ha cerrado esa puerta que se alejaban. ¡Oh, señor, fuerte y misericordioso! ¡ampárame!
Y el rey Nazar palpó, encontró la entrada de una estrecha comunicacion subterránea, y al poner el pié en ella, notó que el piso era pendiente y resvaladizo.
El rey Nazar se asió á las escabrosidades naturales de uno de los costados de aquel pasage tenebroso, y descendió ayudando con las manos, que se asian fuertemente á la roca, á los pies que resvalaban sobre la pendiente.
Al fin, despues de haber descendido algun espacio, tropezó con la roca áspera y cortada que le cerraba el paso.
El rey Nazar palpó: la escavacion ó el seno terminaba allí: no tenia continuacion.
– Aquí debe haber una puerta oculta, dijo el rey; yo he visto cerrarse esa puerta. Pues bien, suceda lo que quiera, no he de retroceder.
Y desnudando su puñal dió un fuerte golpe con su pomo sobre una piedra saliente que estaba incrustada en la roca.
Pero en vez de sonar como piedra al toque del rey Nazar, respondió un sonido vibrante, metálico como el de una campana.
– ¡Oh poderoso señor! esclamó el rey, ó aquí hay encantamento, ó he dado por acaso en un lugar que sirve para llamar á los que conocen el secreto: encantamento ó realidad preparémonos.
Y el rey se desprendió rápidamente parte de la toca blanca que ceñía su cabeza, y la cruzó sobre su rostro, no dejando mas que un estrecho resquicio para su ojo derecho.
Acababa el rey de encubrirse, cuando resonaron leves y casi perdidos al otro lado de la roca, pasos de muger: oyóse luego un rechinamiento áspero, como el del hierro sobre la piedra, brilló entre la oscuridad una línea de luz, y se abrió una puerta.
Delante del rey Nazar, con sus flotantes cabellos negros, sus ojos, su mirada profunda y melancólica, y su ancha y suelta túnica de lana, estaba la Dama blanca con una lámpara en la mano.
El rey se estremeció: contuvo un grito y un movimiento, y permaneció inmóvil.
– ¿A quién buscas? dijo la Dama blanca.
– A tí, contestó el rey con acento conmovido y alterado.
– ¿Quién te envia?
Detúvose un momento el rey, y meditando que acaso aquella muger no conocia otra persona que al astrólogo, contestó.
– Me envia el sábio Yshac-el-Rumi.
– Ven conmigo, dijo la Dama blanca.
Y siguió adelante por una estrecha mina abierta en la roca.
Poco despues llegaron á una puerta forrada de hierro, que empujó la dama, y al fin se encontró con ella el rey Nazar en la misma cámara blanca y dorada, donde el príncipe habia vuelto en sí algun tiempo antes.
– Espera aquí, dijo la Dama blanca dejando sobre un nicho calado la lámpara que tenia en la mano y desapareciendo por una puerta.
– ¡Oh poderoso señor, esclamó el rey cuando se vió solo, y cuán incomprensibles son tus decretos! ¡por cuán torcidos caminos llevas al hombre de la mano!
Y el rey se sentó en el lecho y quedó meditando profundamente en la estraña aventura en que se encontraba empeñado.
Pasó un largo rato: al cabo oyó el rey el paso de una muger acompañado del crugir de una túnica de seda; abrióse al fin la puerta y apareció la Dama blanca, ó mas bien una hurí descendida del paraiso.
El rey se puso de pié de una manera involuntaria, y dió un paso hácia la dama como si le hubiera atraido su hermosura.
Porque la Dama blanca se habia transformado: es verdad que su semblante y su cuello y sus hombros aparecian un tanto enflaquecidos, sumamente pálido su semblante, estraordinariamente melancólicos sus ojos, pero esto aumentaba su hermosura, dándola el encanto del sufrimiento.
Y luego su peinado, y sus joyas y sus magníficas vestiduras…
Las anchas y largas trenzas de sus cabellos, brillantes por sí mismos, aumentado su brillo por las piedras preciosas que los salpicaban, estaban entrelazadas alrededor de una riquísima diadema de sultana: pendia de su cuello un ancho collar de rosetones de diamantes y perlas; cubria apenas su seno la parte superior de una túnica finísima de lino bordado con plata; sobre esta túnica llevaba otra de seda verde, recamada de bordaduras de oro, ancha, flotante, larga hasta tocar el pavimento, cayendo sobre él en una magnífica plegadura; sobre esta túnica tenia otra larga, solo hasta las rodillas, de brocado blanco, con bordaduras de aljófar, ciñéndose sobre la redonda y esbelta cintura de la dama, por un joyel de pedrería y cerrándose sobre el pecho con herretes de esmeraldas; por último, un caftan ó sobretodo que no pasaba de las rodillas, de anchas mangas perdidas de seda roja cubierta de arabescos negros, dos magníficas ajorcas ó brazaletes de pedrería, y unas ricas y deslumbrantes arracadas completaban el atavío y el prendido de la Dama blanca, transformada por su maravilloso traje en sultana.
– Estoy pronta, dijo la dama tomando de sobre un divan un ancho albornoz de lana blanca y cubriéndose con él enteramente hasta el punto de que solo se veia bajo él la orla de la rozagante túnica verde: estoy pronta y te sigo.
– Sácame antes de aquí, dijo el rey Nazar, cuya voz se mostraba á cada momento mas conmovida.
– Ven conmigo, dijo la dama.
La dama tomó la lámpara, atravesó, precediendo al rey Nazar, algunas habitaciones, subió por unas escaleras, y en fin, por los mismos lugares por donde habia conducido en otra ocasion al príncipe Mohammet, salió al aire libre, atravesó una calle de árboles, llegó á una cerca, abrió un postigo, salió con el rey, cerró el postigo, y dijo:
– Estamos en el campo: cúmpleme tu promesa.
– ¿Qué te ha dicho que yo he prometido Yshac-el-Rumi?
– Me ha dicho, contestó con una estrañeza recelosa la dama, que tú me llevarias al alcázar que ha construido el rey para Bekralbayda.
– Cumpliré mi promesa, dijo el rey, pero ásete á mi brazo, sultana: la noche está oscura.
– Pero pronto saldrá la luna, dijo la dama, y es necesario aprovechar la oscuridad.
Y se asió al brazo del rey.
– ¿Por qué me has llamado sultana? dijo la dama.
– ¿Por qué?.. porque puedes y debes ser la sultana de la hermosura.
– Conócese, dijo con alguna severidad la dama, que estás acostumbrado á adular á las esclavas de tu señor.
– En alabarte no hay adulacion: el lenguaje de los hombres no puede ponderar tu hermosura.
– ¿Eres tú el alcaide de los eunucos del rey Nazar? dijo creciendo en recelo la dama.
– Sí, contestó el rey sin vacilar.
– ¡Es estraño! murmuró ella.
Y guardó silencio.
– ¿Dónde me llevas? dijo al fin: paréceme que nos alejamos en direccion opuesta á la Colina Roja, donde el rey Nazar ha construido ese alcázar donde enamora á Bekralbayda.
– Voy á ganar la espesura por cima de los cármenes, dijo el rey, toda precaucion es poca.
– Pero este terreno es muy áspero.
– Apóyate bien en mi brazo, sultana, y si no bastare, yo te llevaré sobre mis hombros.
– ¡Oh! ¡no! ¡sigamos! ¡anhelo llegar!
– ¡Anhelas llegar! ¿puede un esclavo atreverse á preguntarte?
– ¿Acostumbran los esclavos del rey á entrometerse en los secretos de su señor, ó es que no basta el oro que te se ha dado y necesitas mas para ser respetuoso?
– ¡Oh Dios misericordioso! ¡perdona si te he ofendido, sultana!
La dama siguió andando y no contestó.
– Dime, dijo al cabo de un breve espacio de silencio: ¿el rey ama á Bekralbayda?
– No.
– ¡Que no la ama!
– El rey no puede amar á la que destina por esposa á su hijo el príncipe Mohammet.
– ¡Ah! ¿te ha dicho eso el rey?
– El rey me favorece con su confianza.
– ¡Pero… si el rey enamora á Bekralbayda!
– El rey solo ha querido probar si Bekralbayda es digna de ser esposa de su hijo, y la ha finjido amores, y la ha prometido tesoros. Bekralbayda aunque ignora que el rey sabe sus amores con el príncipe, ha resistido á todas las tentaciones. ¡Oh! ¡sí! ¡es digna de ser sultana, y lo será!
Guardó de nuevo silencio la dama.
– ¿A quién ama el rey Nazar? dijo.
– A una muger por quien llora hace diez y siete años.
– Mientes; mas de diez y siete años hace que el rey Nazar hizo su esposa á la sultana Wadah: la adoraba; ha tenido de ella…
– Ha tenido de ella un hijo, y ese hijo tiene ya veinte años. Hace diez y siete que la sultana Wadah está loca, y que el rey llora á sus solas, cuando nadie puede burlarse de su llanto, por una muger.
– Pero se consuela con las esclavas de su harem.
– El rey Nazar tiene harem porque es rey; pero jamás pasa sus puertas: el rey Nazar tiene el alma cubierta de luto.
– ¿Por la muger que le arrebataron hace diez y siete años? dijo alentando apenas la dama.
– El rey encontró sangre en el retrete de la luz de sus ojos, del alma de su alma, de su adorada Leila-Radhyah; pero su alma habia desaparecido: el rey lloró y llora: el rey daria su grandeza y su vida por volverla la existencia.
La dama no contestó una sola palabra.
– ¿Dónde me llevas? dijo con cuidado la dama viendo que el rey se alejaba cada vez mas: la luna empieza á salir.
– Allí hay un bosquecillo de avellanos, contestó el rey; necesito hablarte donde nadie nos pueda oir.
– ¡Ah! ¿necesitas hablarme? ¿pues qué, hay alguna dificultad para lo que deseo?
– Tal vez.
– ¿Por qué tiemblas?
– ¡Ah! ¿y quién no temblará á tu lado, asido á tu brazo, reina del amor?
– ¿Qué esto? dijo la dama con terror y con orgullo, ¡tú no puedes ser el enviado de Yshac-el-Rumi!
– ¡Oh! ¡la luna sale! ¡espera, espera á que descubra enteramente su disco y te contestaré!
– No daré ni un paso mas, dijo con terror y con cólera la dama, ¿quién eres? tú no eres el alcaide de los eunucos, ó si lo eres, eres un miserable, un traidor.
– ¡Oh! ¡la luna! ¡la luna!
– ¡Vuélveme, vuélveme á mi asilo! esclamó la dama pugnando por desasirse del rey que la detenia.
– ¡Volver, volver á donde otros puedan verme á tu lado! ¡oh! Dios me ha traido hasta ti: Dios quiere que solo él sea testigo de lo que vá á suceder entre los dos.
– ¿Y qué puede suceder?.. esclamó con terror la dama.
– ¡Oh! ¡mi amor y tu hermosura! ¡Dios misericordioso! ¿y cómo podia esperar yo tanta felicidad?
– ¿Qué dice este hombre? esclamó en el colmo de su terror la dama.
– ¡La luna! ¡héla allí, llena y resplandeciente que se presenta en toda la plenitud de su belleza, para alumbrar á mis amores, para brillar una vez sobre mis lágrimas de alegría, como ha brillado tantas otras sobre mis lágrimas desesperadas!
– ¡Ah! ¡has cambiado de voz, fingías el acento! ¡yo… yo recuerdo tu acento!.. ¿quién eres? esclamó trémula la dama.
– ¿Te has engalanado para deslumbrar con tu hermosura al rey Nazar, no es verdad, luz de mis ojos? dijo el rey.
– ¡Quién eres! dijo la dama con doble ansiedad.
– Y el rey Nazar sentiria romperse su corazon de gozo, de felicidad, aunque solo te hubieras presentado ante él, con tu hermosa crencha negra suelta, y suelta tu túnica de luto, alma de mi vida, mi infortunada, mi hermosa, mi sultana, Leila-Radhyah.
La dama dió un grito de sorpresa, de angustia, de ansiedad, y arrancó la toca de sobre el semblante del rey en que reflejó de lleno la luz de la luna.
– ¡Ah!.. ¡ah!.. ¡Dios poderoso!.. ¡Nazar!
Esclamó y se desmayó entre los brazos del rey.
Encontrábanse junto á una fuente á la entrada de una espesura de avellanos, en una meseta de la montaña; veian desde allí á lo lejos el Albaicin y la parte de la Colina Roja donde se alzaba el pequeñito alcázar habitado por Bekralbayda.
El rey Nazar llevó á Leila-Radhyah, á la única muger á quien habia amado, á la que habia llorado muerta, á la que habia cambiado su nombre por el de Maga de las humbrías, al lado de la fuente y la roció el rostro con agua.
Pero Leila-Radhyah no volvia en sí; gemia como si demasiado comprimido su corazon estuviese próximo á romperse.
El rey estaba aterrado y redoblaba sus esfuerzos para hacerla volver en sí; al fin, Leila-Radhyah abrió los ojos, se incorporó entre los brazos del rey Nazar, le miró faz á faz, y se pasó las manos por la frente como si hubiese pretendido volver en sí de un sueño.
Luego esclamó con un acento profundamente conmovido, ardiente, enamorado, loco:
– ¡Oh! ¡señor, señor! ¡es él! ¡es él! ¡mi Nazar!
Y se arrojó á su cuello, le retuvo en sus brazos, y rompió á llorar; pero en un llanto de alegría.
– ¡Oh! esclamaba entre sus lágrimas con un acento indefinible, de amor y de alegría, ¡me ha creido muerta y no me ha olvidado!
– Yo ví sangre en tu retrete, contestó el rey Nazar.
– ¡Oh! sí, dijo Leila-Radhyah: fué una noche horrible… horrible… mira rey mio, señor de mi alma: mira.
Y Leila-Radhyah se abrió con una mano trémula de impaciencia la túnica interior y mostró al rey las señales de tres anchas puñaladas.
– ¡Oh! ¡qué horror!.. y… ¿quién fué? preguntó con acento cobarde el rey…
– ¡Ella, ella, la hechicera, la maldita!.. contestó Leila-Radhyah.
– ¡Wadah! murmuró el rey.
– ¡Sí, sí, Wadah, esa terrible hechicera sedienta de sangre! ¿Y sabes tú para qué me he puesto yo estas ropas, estas joyas, esta diadema?..
– ¡Oh! ¡no!
– Para impedir un nuevo crímen.
– ¡Un nuevo crímen!
– Sí: para impedir que se lleve á cabo una venganza horrorosa: para impedir que Wadah asesine á Bekralbayda.
El rey se alzó pálido, terrible.
– ¡Qué, Wadah pretende asesinar á Bekralbayda! esclamó.
– ¡Ah! ¡tú amas á esa doncella! esclamó Leila-Radhyah.
– ¡Bekralbayda ha sido amante de mi hijo! esclamó el rey.
– ¡Ah! esclamó Leila-Radhyah.
– ¡Pero ese asesinato! esclamó el rey que estaba desencajado, ¡el pronóstico del buho maldito!
– ¿De qué buho hablas?
– De uno que me persigue, que salió de la cueva por donde llegué hasta tí rozando mi rostro con sus alas.
– Era Abu-al-Abu, á quien yo solté para que volase, como todas las noches, fuera del subterráneo.
– Ese buho me predice una desgracia horrible.
– Pero esa desgracia no será la muerte de Bekralbayda, yo te lo juro; te lo juro por el Dios Altísimo y Unico.
– ¿Pero esta horrible traicion?..
– ¿Cómo has venido á mi asilo, al asilo donde he estado oculta desde que eres rey de Granada? ¿te lo ha revelado á caso el alcaide de los eunucos?
– No, no, Dios es el que me ha traido junto á ti: pero el tiempo vuela…
– Empieza ahora la noche, y hasta que medie, Wadah no irá al alcázar que has construido para Bekralbayda. Pero es necesario que me lleves á él; que me ocultes; que te apoderes del alcaide de los eunucos para que no pueda revelar nada.
– ¿Y quién introducirá á Wadah en el Mirador de la sultana?
– Yshac-el-Rumi.
– ¡Yshac-el-Rumi!..
– Sí, sí, pero vamos, rey mio, vamos y tú mismo sabrás, tú mismo verás lo horrible del ódio de Wadah: tú sabrás en lo que consiste su locura: tú sabrás que tu Leila-Radhyah, tu sultana, es digna de tí. Ven.
– Sí, sí, vamos, dijo el rey.
Leila-Radhyah se envolvió en su albornoz, se asió al brazo del rey, y ambos, siguiendo la ladera de la montaña, se encaminaron á la Colina Roja.