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LEYENDA II
EL MIRADOR DE LA SULTANA
IV
EN QUE YSHAC-EL-RUMI HACE PENSAR AL REY NAZAR

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Pasaron algunos dias.

Wadah habia sido enterrada con toda la pompa que corresponde á una sultana.

La córte del rey Nazar llevó luto.

El mismo dia en que se sepultó á Wadah, apareció en un palo en la plaza de Raab-Abayda en el Albaicin la cabeza del alcaide de los eunucos.

El rey habia llamado á Yshac, y Yshac se le habia presentado.

– Toma mi cabeza, señor, si te place, le dijo: yo he hecho lo que he debido hacer: he cumplido la última voluntad de Daniel-el-Bokarí: le he vengado de esa infame Wadah, he casado su hija con tu hijo; porque tú los casarás sultan, y te he obligado á construir, por tu amor á Bekralbayda, el Palacio-de-Rubíes: además de eso te he devuelto tu amada Leila-Radhyah.

– ¿Y si yo hubiese sido amante de la amante de mi hijo? esclamó severamente el rey.

– Yo sabia que Bekralbayda no podia amarte; que no seria tuya sino por la violencia, y que tú eras demasiado noble y grande, para valerte de la violencia contra una débil muger.

– ¿Pero si me hubiere enloquecido el amor?

– Yo te he seguido como tu sombra: en el momento preciso yo me hubiera puesto entre tí y Bekralbayda y te hubiera dicho: es la esposa de tu hijo: es la hija de tu esposa.

– ¿Y por qué antes no me lo has revelado todo?

– ¿Ha podido Wadah concluir de una manera mas justiciera y en que menos parte hubieras tú podido tener en su muerte?

El rey se puso á pasear lentamente por su cámara.

– Has jugado imprudentemente con el leon, dijo.

– Toma mi cabeza, señor, en buen hora: pero tómala despues que yo haya visto á Bekralbayda esposa de tu hijo: á Leila-Radhyah esposa tuya.

– Tu cabeza me hace suma falta, dijo el rey alzando á Yshac que se habia prosternado á sus pies.

– No en vano te llaman los tuyos el justo y el magnífico; esclamó Yshac.

– No se, no se, si soy bastante justo dejando de castigarte: pero á tí debe mi hijo una esposa noble, pura, digna de él: á tí debe mi Granada, el alcázar que construyo, y yo en fin te debo el amor de mi alma: la muger á quien nunca debí haber abandonado, la hermosa sultana Leila-Radhyah. No me atrevo, pues, á tocar á tu cabeza.

– Tú eres grande y justo, repitió Yshac.

– Mañana dijo el rey, se harán en el alcázar dos bodas; consulta las estrellas, Yshac.

– Las estrellas son mudas, dijo el anciano.

– ¡Mudas! sin embargo, tú me has hablado en nombre de ellas.

– Me preguntaba tu supersticion.

– ¿Es decir que la astrología es mentira?

– Pregunta á un astrólogo cuando vá á morir.

– Tú me has contado cosas maravillosas.

– Era necesario usar contigo de todos los medios para llegar al punto donde hemos llegado.

– Me has contado la historia maravillosa del rey Abuz-Aben-Huz el sábio.

– Ha sido un cuento inventado por mí.

– ¿Y el buho, ese terrible buho que me persigue?

– En Granada hay muchas torres, y en sus mechinales anidan muchos buhos: es muy fácil encontrar de noche esas alimañas.

– ¿Con que es decir, que la ciencia es mentira?

– Sí; la ciencia, que quiere soberbia y vana sobreponerse á la voluntad de Dios, que ha querido que el hombre no conozca mas que lo que pueda conocer, es una mentira y un pecado.

– ¡Seria necesario, pues, castigar á los astrólogos!

– No seria prudente, porque el vulgo los cree inspirados por Dios, y te demandarian de impiedad.

– Déjame solo, dijo el rey que se habia quedado profundamente pensativo.

Yshac salió.

El rey continuó paseándose por su cámara.

– ¡Con que la ciencia de lo infinito es una mentira! ¡con que solo Dios conoce lo oculto! esclamó el rey: y sin embargo, nos dejamos arrastrar por las imágenes de la astrología; ¡con que es decir que el hombre camina á tientas por un sendero de tinieblas al borde de un abismo, y solo la virtud puede servirle de guia segura é impedirle que caiga! No sé qué pensar de ese Yshac: su mirada erraba sombría cuando hablaba conmigo; parecia poseido de una tristeza profunda y de una aguda desesperacion. Y sin embargo, no se por qué desconfio de él: hasta ahora no me ha hecho mas que bien.

El rey siguió paseando.

De repente se detuvo y llamó á su wacir.

Presentóse el anciano.

– Irás á las habitaciones de la sultana Bekralbayda.

– Iré señor.

– La dirás que tú, sabiendo que ama al príncipe Mohammet, quieres conducirla á su prision.

– ¿Y la conduciré?

– Sí; esta noche.

– ¿Y cuánto tiempo permanecerá allí la sultana?

– Déjalos solos y avísame.

El wacir se inclinó y salió.

El rey Nazar atravesó algunas cámaras, llegó á una puerta y la abrió.

Una muger se arrojó en sus brazos.

Aquella muger era Leila-Radhyah.

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