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LEYENDA I
EL REY NAZAR
IV
BEKRALBAYDA

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Despues de haber atravesado algunas pequeñas habitaciones en las cuales el príncipe no reparó por efecto de su preocupacion, de haber subido una estrecha escalera y de haber salido por una pequeña casita á un jardin, la dama hizo pasar al príncipe al otro lado del rio por un estrecho puente formado con troncos de árboles.

La dama habia dejado su lámpara en la pequeña casa por donde habian salido á la parte alta de la cortadura en cuyo fondo corria el Darro.

Solo les alumbraba la fantástica luz de la luna.

Vista á su rayo la dama con su larga túnica flotante, con sus negros cabellos sueltos, que agitaban las brisas de la noche, tenia algo de sobrenatural, de estraordinario.

Cuando hubieron atravesado el puente rústico, se encontraron en un jardin frondosísimo; las copas de los árboles se unian hasta el punto de no dejar paso á los rayos de la luna; la estrecha calle por donde marchaban estaba cubierta de cesped, y á uno de sus costados corria un arroyo que dejaba oir su melancólico y monótono murmurio; el ruiseñor continuaba cantando.

Las parras y las enredaderas, y la madreselva y la yedra, y los jazmines silvestres, cruzándose de árbol en árbol, formaban una magnífica bóveda natural bajo la que solo podian comprenderse el reposo y el amor.

La dama y el príncipe adelantaban bajo aquella enramada en medio de una luz opaca y lánguida: la tortuosa senda se hizo al fin recta y ancha: se encontraban á la entrada de una verde sala, ancha, elevada, tapizada de flores y revestida de un oscuro follage en cuyos mil aromas se impregnaba el viento.

Al entrar en aquella galería el príncipe se detuvo y dió un paso atrás: su corazon latió violentamente y lanzó una esclamacion ardiente, inarticulada.

Al fondo de aquella galería habia visto una sombra blanca iluminada enteramente por la luna que penetraba por un claro de la espesura.

– ¿Qué sombra es aquella? dijo alentando apenas el príncipe á la dama.

– Es Bekralbayda que te espera, contestó la dama.

– ¡Bekralbayda! ¡ella! ¡esperándome en medio de la noche y del silencio en este lugar de delicias! esclamó el jóven que se sentia morir.

Cuando el príncipe se volvió á buscar á su hermosa guia, esta habia desaparecido.

Estaba solo.

Delante de él, inmóvil, blanca, bajo el rayo de la luna, permanecia Bekralbayda.

El ruiseñor cantaba: el arroyo murmuraba; el viento agitaba levemente el follage.

El príncipe adelantó hácia Bekralbayda, dudando de sus ojos, de su razon; creyéndose entregado á un sueño.

Sin embargo, aquel no era sueño.

Llegó al fin junto á ella.

La jóven estaba al lado de una fuente.

Tenia la cabeza baja, la vista fija en el césped, y el príncipe á pesar de la luna creyó ver teñido de rubor su semblante.

– ¡Alma de mi alma! esclamó el príncipe contemplándola estasiado.

– ¡Alma de tu alma! esclamó Bekralbayda levantando sus lucientes ojos negros y posando su mirada sobre el príncipe: ¡alma de tu alma, yo!

– ¡Oh! ¡sí! desde el dia en que te ví no aliento: desde el dia en que te ví te guardo en mi memoria, como un consuelo y como un infierno: desde el dia en que te ví, lo he olvidado todo para no pensar mas que en tí: no he vivido sino para tí: solo por tí he esperado.

– ¿Y dónde me has visto, señor?

– ¡Ah! ¿has olvidado, sultana, el lugar donde te he visto?

– Solo una vez, dijo Bekralbayda, he visto damas cubiertas de joyas y galas; caballeros resplandecientes cabalgando en briosos corceles; soldados y banderas; fiesta régia; alegre música, toros y cañas: me habian hablado mucho de ello, habia leido poemas en que se contaban todas estas grandezas, me habian dicho que sería un dia sultana: pero yo no he salido nunca de aquí; ni he visto nunca mas que…

Bekralbayda se detuvo.

– ¿Mas que á quién? dijo con cierto celoso anhelo el príncipe.

– Yo no puedo decir quien es la persona á quien veo junto á mí desde mi infancia.

– Pero esa persona…

– Es un hombre…

– ¿Un hombre viejo?..

– Sí, un anciano.

– ¿El que te acompañaba en las fiestas de Alhama?

– Sí.

Tranquilizóse el príncipe.

– ¿Y no recuerdas haberme visto en las fiestas?

– No reparé en nada; aquella magnificencia, aquel esplendor, aquella multitud de damas y caballeros me aturdian.

– Pues en esas fiestas te conocí y te amé.

– ¡Amor! ¿y qué es amar? dijo Bekralbayda.

– ¡Oh! ¿no sabes lo que es amor?

– ¡El amor! le he visto en palabras en los poemas: he comprendido que amar es morir.

– El amor es la vida cuando el ser que amamos nos ama.

– ¿Y cuando no somos amados?..

– El amor es la muerte.

– ¡Ah! ¿el amor es muerte y vida?

– Escucha: dijo el príncipe asiendo una mano á Bekralbayda y llevándola á un banco de cesped donde se sentaron: el amor es la vida, cuando se satisface: el amor es la muerte cuando se desea sin esperanza.

– No te entiendo.

– Entonces si no me entiendes, ¿cómo has escrito la gacela en que que llamabas y que me has arrojado con mi flecha?

– ¡Ah! ¡tu flecha! esclamó estremeciéndose Bekralbayda.

– ¿Por qué tiemblas alma mia?

– ¡Tu flecha!.. estaba yo reclinada en mi divan: acababa de cantar un antiguo romance de los amores de una hada.

– ¡Ah! ¿con que ese romance no lo cantabas para mí?

– No, hace mucho tiempo que lo sé de memoria, contestó sonriendo Bekralbayda.

Sofocó un suspiro de despecho el príncipe.

– Acababa de cantar, continuó Bekralbayda, cuando entró precipitadamente por la ventana Abu-al-abu.

– ¿Y quién es Abu-al-abu?

– Es un buho á quien por viejo he puesto yo ese nombre.9 Tras Abu-al-abu entró una flecha, que cortó la rosa que yo tenia prendida en los cabellos y se clavó detrás de mí en la pared.

Estremecióse el príncipe con aquel relato: al querer matar al buho habia cortado con su flecha la corona de flores de la muger de su amor.

Los moros eran muy supersticiosos, y tenian una gran sutileza para aplicar una causa á un acontecimiento algo estraordinario: Mohammet Abd-Allah creyó que no habiendo acertado al buho con su flecha, y habiendo estado á punto de matar con ella á Bekralbayda, se esponia á causarla la muerte si mataba no ya á Abu-al-abu, sino cualquier otro buho.

Los buhos, pues, se hicieron sagrados para el príncipe.

Por nada del mundo hubiera disparado sobre un buho.

Pero el amor y la hermosura de Bekralbayda, le habian inspirado una consecuencia sumamente lógica, considerada la cuestion bajo el punto de vista en que su supersticion le habia colocado; la consecuencia era esta:

Si habia tal paridad, tal union vital y estraordinaria entre los buhos y Bekralbayda, y siendo los buhos fatales á su familia, Bekralbayda debia serle tambien fatal.

Tan cierto es que el hombre no vé mas que lo que quiere ver.

Dominóse sin embargo el príncipe, y dijo á la hermosísima Bekralbayda:

– ¿Y quién arrancó la flecha de la pared?

Bajó los ojos Bekralbayda como aquel que no estando acostumbrado á mentir se ruboriza antes de pronunciar una mentira, y contestó:

– Yo arranqué la flecha.

– ¿Y pusiste en ella la gacela?

– Sí, yo escribí la gacela, yo la puse en la flecha, yo la arrojé á tus pies.

– Y dime… ahora que lo recuerdo: ¿quien se rió dentro de la habitacion donde se refugió el buho?

Fijó Bekralbayda sus grandes y candorosos ojos en el príncipe, los bajó y contestó sonriéndose:

– El que dió aquella carcajada fué Abu-al-abu.

– ¿El buho?

– Sí; ¿no has leido los poemas de Antar?

– Sí.

– ¿Y en ellos no hablan los animales?

– Sí, pero…

– Pues bien Abu-al-abu es uno de los animales que hablan como hablaban en tiempos de Antar.

Las respuestas de Bekralbayda que mas adelante comprenderemos, asustaban al príncipe.

Para él era indudable, que un alma condenada encerrada en el cuerpo de un buho perseguia á su familia.

– Y si no conoces el amor, si no me amas ¿cómo en nombre de tu amor me has llamado? ¿te lo aconsejó acaso Abu-al-abu?

– Sí.

– ¿Y fué tambien Abu-al-abu el que llevó tus versos á mi alcazaba de Alhama?

– Sí.

– ¿Pero para qué me has llamado?

Bajó los ojos de nuevo Bekralbayda, su rostro se cubrió de un rubor vivísimo, tembló y quiso en vano pronunciar algunas palabras.

El príncipe insistió, y entonces ella, levantó el bello y purísimo semblante, miró frente á frente con ansiedad al príncipe y contestó.

– Te he llamado para ser tu esclava.

Y luego se cubrió el rostro con las manos, y procuró en vano contener su llanto.

– Aquí hay un misterio que no comprendo, luz de mis ojos: ¡tú mi esclava! ¡tú, que eres la señora de mi alma! ¡tú, por quién únicamente vivo! ¡tú lloras por mi causa! ¿qué misterio es este, sol de hermosura? ¿qué maldicion pesa sobre nosotros que así te aflije mi presencia? ¿Será acaso que Eblís10 se ha puesto entre nosotros, encerrado en el cuerpo de Abu-al-abu?

Al pronunciar el príncipe estas palabras sonó á alguna distancia de él, á sus espaldas, la misma carcajada acerada, fria, sarcástica, burlona, que habia escuchado antes.

Bekralbayda volvió azorada el rostro á donde habia sonado la carcajada, y el príncipe se puso violentamente de pie.

– ¡Ah! dijo la jóven á media voz, como para sí misma. Ya lo sabia yo. ¡Estaba ahí!

– ¿Quién estaba ahí? preguntó el príncipe que habia escuchado estas palabras.

– Abu-al-abu, contestó la jóven en el mismo tono.

– ¡Oh! ¡buho maldito! esclamó el príncipe.

Entonces resonó otra vez la carcajada pero lejana, muy lejana.

Entonces asió con ánsia Bekralbayda las manos del príncipe.

– ¡Oh! esclamó con acento ardiente y precipitado: ¡estamos un momento solos! ¡quien se rió antes, quien se ha reido ahora: no es el buho, es Yshac-el-Rumi: el viejo que me guarda!

– ¡Ah! esclamó el príncipe.

– El fué quien me llevó á Alhama: él quien me hizo reparar en tí: él quien comprando á uno de tus esclavos, introdujo en tu cámara unos versos; él quien arrancó la flecha; quien puso en ella la gacela… él quien te ha traido aquí.

– Pero…

– Necesitamos aprovechar el tiempo; yo te amo, te amo, príncipe, como me amas tú; y…

La jóven se detuvo, miró entre la espesura á un ajimez de la casita blanca y esclamó con alegría.

– ¡Estamos libres, enteramente libres! ¡podemos hablar cuanto queramos sin temor de ser escuchados! ¡podemos comprendernos!

– No te entiendo.

– ¿Ves aquel ajimez?

– Sí.

– ¿Ves un hombre que esta apoyado en él, y tras el cual se vé el reflejo de una lámpara?

– Sí.

– Pues bien, aquel es Yshac-el-Rumi.

Dicho esto Bekralbayda respiró libremente como quien descansa de una larga jornada, guardó algun tiempo silencio y luego dijo al príncipe.

– Escúchame, te voy á contar una historia.

El príncipe escuchó con toda su alma.

9

Abu-al-abu quiere decir el abuelo.

10

El espíritu de las tinieblas entre los árabes.

La alhambra; leyendas árabes

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