Читать книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel - Страница 10

TOMO PRIMERO
CAPÍTULO X
DE CÓMO DON FRANCISCO DE QUEVEDO ENCONTRÓ EN UNA NUEVA AVENTURA EL HILO DE UN ENREDO ENDIABLADO

Оглавление

Cuando Quevedo salió de la casa del duque de Lerma por el postigo, apenas había puesto los pies en la calle, se le vino encima Juan Montiño, que, como sabemos, estaba esperando en un soportal á que saliese por aquel postigo don Rodrigo Calderón.

Al verse Quevedo con un bulto encima, y espada en mano, echó al aire la suya, y embistiendo á Juan Montiño, exclamó con su admirable serenidad, que no le faltaba un punto:

– Muy obscuro hace para pedir limosna; perdone por Dios, hermano.

Y á pie firme contestó á tres tajos de Juan Montiño, con otras tantas estocadas bajas y tales, que el joven se vió prieto para pararlas.

Y no sabemos lo que hubiera sucedido, si Juan Montiño no hubiera conocido en la voz á su amigo.

– ¡Por mi ánima – dijo haciéndose un paso atrás y bajando la espada – , que aunque muchas veces hemos jugado los hierros, no creí que pudiéramos llegar á reñir de veras!

– ¡Ah! ¿sois vos, señor Juan? que me place; y ya que no nos hemos sangrado, alégrome de que hayamos acariciado nuestras espadas para daros un consejo: lo de tajos y reveses á la cabeza, dejadlo á los colchoneros, que sirven bien para la lana, y aficionáos á las estocadas; de mí sólo sé deciros que de los instrumentos de filo, sólo uso la lengua. ¿Pero qué hacéis aquí?

– Espero.

– Ya, ya lo veo. ¿Pero á quién esperáis?

– A un hombre.

– Decid más bien á un muerto; y dígolo, porque á pesar del demasiado aire que dais á la hoja de la espada, si yo no fuera quien soy, me hubiérais hecho vos lo que no quiero ser en muchos años. Pero el nombre del muerto; digo, si no hay secreto ó dama de por medio, que no siendo así…

– Dama y secreto hay; pero me venís como llovido; conozco vuestra nobleza, quiero confiarme de vos, y os pido que me ayudéis.

– Y os ayudaré, y más que ayudaros; tomaré sobre mí la empresa y el encargo. ¿Pero de qué se trata?

– ¿Conocéis á don Rodrigo Calderón?

– Conózcole tanto, como que de puro conocerle le desconozco. Es mucho hombre.

– Pues á ese hombre espero.

– Para…

Quevedo hizo con el brazo la señal de una estocada á fondo.

– Cabalmente.

– Perdonad; pero vos no sois cristiano, amigo Juan.

– ¿Por qué me decís eso? ¿no os he dejado tiempo para poneros en defensa?

– Dígolo, porque vuestro rencor no cede. ¿No os habéis satisfecho con haber desarmado hace dos horas á don Rodrigo Calderón, sino que pretendéis matarle?

– ¡Cómo! ¿era don Rodrigo Calderón el hombre con quien reñí cuando?..

– Sí, cuando acompañábais á una dama muy tapada, muy hermosa y muy noble que había salido del alcázar.

– ¡Cómo! ¿conocéis á esa dama?

– Puede ser.

– ¿Y es hermosa?

– Puede que lo sea.

– ¿Y sabéis su nombre?

– Puede llamarse… se puede llamar con el nombre que mejor queráis; os aconsejo que no toméis jamás el nombre de una tapada, sino como un medio de entenderos con ella.

– ¿Pero no decís que la conocéis?

– Lo que prueba, pues tanto me preguntáis, que no la conocéis vos.

– ¡Ay! ¡no!

– ¿Os habéis ya enamorado?

– Lo confieso.

– Sin conocerla…

– Ahí veréis.

– ¿Por la voz, ó por el olor, ó por el bulto? Ved que esas tres cosas engañan.

– Estoy seguro de que es una divinidad.

– Se me os perdéis, Juan, se me os perdéis, y lo siento. Idos de la corte, amigo mío, porque si apenas habéis entrado habéis caído, á poco más sois hombre enterrado. Creedme, Juan, veníos conmigo á una hostería y dejáos de tapadas, que no contentas con haberos matado os piden hombres muertos.

– Idos si queréis – dijo Juan Montiño – , que yo estoy resuelto á quedarme y á cumplir lo que he prometido.

– No, no me iré, puesto que me necesitáis: aquí me estoy con vos y venga lo que viniere.

– He reparado en un bulto que me sigue desde después de mi primera riña con don Rodrigo.

– ¡Ah! ¿sí? ¿un bulto? razón más para que yo me quede.

– Y ese bulto está allá abajo, junto á la esquina.

– ¿Y no le habéis ahuyentado por no espantar la caza? bien hecho; por lo mismo dejaréle yo allí: pero entrémonos en este zaguán.

– Entrémonos.

– ¿Y estáis seguro de que don Rodrigo Calderón está ahí dentro, y si está de que saldrá por ahí?

– No lo estoy, pero espero.

– Vais haciéndoos á las costumbres de los enamorados tontos, que se pasan la vida en esperar á bulto.

– Por más que hagáis…

– No os curo.

– No.

– ¿Pero tanto vale esta dama?

– ¡Oh!

– ¡Oh! Decir ¡oh! vale tanto como si dijéseis: esa dama es para mí un acertijo.

– ¿Creéis que estoy enamorado?

– ¡Ayúdeos Dios, si vuestro mal no tiene cura! ¿Y sabéis que tarda don Rodrigo?

– ¿Qué tenéis que hacer?

– Mucho: por ejemplo, me urge ver á vuestro tío el cocinero de su majestad.

– Pues no podéis verlo esta noche.

– ¿Cómo?

– Va de viaje. Se muere mi tío el arcipreste y va á cerrarle los ojos.

– ¡Ah! pues si no puedo ver á vuestro tío, me importa poco que tarde nuestro hombre; entre tanto á dormir me echo.

– ¡A dormir!

– Sí; he encontrado aquí un poyo bienhechor, y estoy cansado. Y luego, ¿de qué hemos de hablar? No conocéis á esta dama… no puedo aconsejaros á ciencia cierta… me callo, pues, y duermo. Avisadme cuando sea hora.

Al sentarse Quevedo se desembozó y dejó ver una línea de luz por un resquicio de su linterna.

– ¡Oh! ¡traéis linterna! – dijo el joven.

– Nunca voy sin ella.

– ¿Me prometéis decirme el nombre de la dama, si os doy algo por lo que podáis venir en conocimiento?

– Os lo prometo – dijo Quevedo.

– Pues bien, abrid la linterna y mirad.

Quevedo abrió la linterna, y Juan Montiño, doblando la carta que su tío había recibido de palacio, y dejando sólo ver el primer renglón que decía: «Tenéis un sobrino que acaba de llegar de Madrid…» mostró aquel renglón á Quevedo.

– ¡Y es letra de mujer! – dijo éste.

– ¿Pero no la conocéis?

– No – repuso Quevedo guardando la linterna.

– Voy á ayudaros – añadió el joven – : esta carta ha venido de palacio á mi tío, de mano de una dueña de la servidumbre.

– Si no me dais más señas no puedo alumbrar vuestras dudas. ¡Y me duermo, vive Dios, me duermo! – dijo Quevedo bostezando.

– Decidme: ¿hay en palacio alguna dama cuya hermosura deslumbre como el sol?

– Háilas muy hermosas: ¿la vuestra es esbelta, ligera, buena conversación, morena?..

– No, no; es blanca.

– ¿Cómo, pues, sabéis su color si iba tapada?

– Una mano…

– ¡Ah! es verdad, las tapadas que tienen buenas manos no las tapan. Pues no es la condesa de Lemos – dijo para sí Quevedo.

– Era alta, gallarda, muy dama, muy discreta, joven, andar majestuoso…

– No conozco dama que tenga más majestad en palacio que la reina.

– ¡La reina!.. ¿pero creéis que la reina podría salir sola de noche y ampararse de un desconocido?

– ¡Eh, señor Juan Montiño! habláis con demasiado calor, para que yo no sospeche que os ha pasado por el pensamiento que podía ser la reina la dama de vuestra aventura. Creedme, Juan; eso, que si fuera posible, sería para vos una desgracia, es imposible de todo punto. Su majestad la reina… vamos, no pensemos en ello. Es la única mujer que conozco buena y mártir, y la ilustre sangre que corre por vuestras venas os debe decir…

– Mi sangre no es ilustre, don Francisco, sino honrada, y por lo mismo, porque dudo, porque me parece imposible, os pregunto, quiero aclarar una duda que me vuelve loco… tenéis razón; si fuese la reina la dama á quien amo…

– ¿Pero qué amor es ese?.. un amor de dos horas.

– ¡Ay, don Francisco! en dos horas… menos aún, en el punto en que la vi…

– ¿Luego la habéis visto?

– Sí.

– ¿Dónde?

– Perdonad, no me pertenece el secreto.

– Guardadle, pues; pero entendámonos: ¿decís que habéis visto á esa dama? Dadme sus señas.

– No puedo daros seña alguna, porque fué tal el efecto que me causó su hermosura, que cegué.

– ¡Vehemente y apasionado como su padre! – murmuró Quevedo.

– ¡Qué! ¿habéis conocido á mi padre, don Francisco? Cuando fuísteis á Navalcarnero ya había muerto.

– He oído hablar de él – dijo Quevedo.

– Pues os han engañado.

– Bien puede ser.

– Mi padre era lo más pacífico del mundo.

– ¡Pobre amigo mío! – dijo Quevedo.

– ¿Por quién habláis, por mi padre ó por mí?

– Hablo por vos. En cuanto á vuestro padre, bien se está allí donde se está; y en verdad y en mi ánima, que si no fuera por vos, ya estaría yo con él.

– ¿En la eternidad?

– Decís bien; pero yo me entiendo y Dios me entiende.

– ¿Estaréis también enamorado y desesperado?

– ¡Enamorado! no lo sé, pudiera ser. ¡Desesperado! no, porque á mí no me desesperan las mujeres.

– Soy muy afortunado.

– O muy pobre. Pero volviendo á la dama…

– Os repito que puedo hablaros de su hermosura, pero no daros señas de ella; os digo que la amo tanto, que si por desdicha fuese esta mujer la reina…

– ¿Pero estáis loco, Juan? ¿Acabáis de llegar á Madrid, y ya pretendéis haber tenido una aventura con… su majestad?

– ¿Y no pudiera ser?

– ¡Poder! Todo puede ser si Dios quiere, puesto que es todopoderoso; pero lo que creo que ha sucedido ya es que habéis perdido el juicio.

– Si esa mujer es la reina, lo pierdo de seguro.

– Y… ¿por qué?

– ¿Por qué? La reina es casada.

– ¡Ah! ¿y amáis tanto á vuestra dama, que pretendéis encontrar en ella lo que creo que no se encuentra en ninguna mujer? ¿pretendéis que no haya amado una dama que se sale de palacio de noche y sola, que se agarra al primero que encuentra y le embauca hasta hacerle perder el seso?

– Yo no os he dicho que esa dama ha salido de palacio.

– Pero yo lo sé.

– ¿Y quién os lo ha dicho?

– ¡Bah! quien os ha visto.

– Me estáis desesperando: vos conocéis á esa dama.

– Vos me estáis guardando un secreto.

– No es mío.

– De la reina.

– ¡Ah! ¡no! ¡no!

– Escuchad, Juan: yo tengo una obligación mayor de la que creéis de mirar por vos, de guardaros…

– ¡Vos!

– Sí, yo; es más: por vos he venido á Madrid; por vos necesito ver á vuestro tío.

– No os entiendo.

– Pues bien podéis entenderme. ¿No somos amigos?

– Sí, ciertamente.

– ¿No soy yo más experimentado que vos?

– Experimentado y sabio.

– Pues respetadme por mayor en edad y en saber. Contestadme, joven, y creed, suponed que os habla y os pregunta vuestro padre. Sois nuevo en la corte, y la corte es muy peligrosa. Habéis dado de bruces con palacio y para vos se ha centuplicado el peligro. ¿Para qué esperáis á don Rodrigo Calderón?

– Para matarle.

– ¿Y por qué?

– Porque ha ofendido á esa dama que me enamora.

– Me engañáis.

– No os engaño.

– ¿La ofensa de ese hombre á la dama?..

– Suponerla amante suya.

– ¿Y á vos qué os da?

– Es inútil que pretendáis disuadirme: estoy resuelto.

– Pues sea; me embarco con vos; agito con vos el cascabel de la locura: cometo la primera tontería de que tengo memoria: Cervantes, á quien Dios perdone sus pecados, creyó haber muerto con su Ingenioso Hidalgo don Quijote á los caballeros andantes; pero se engañó, porque aquí estamos dos. Vos porque tenéis ojos, y yo porque tengo corazón y agradecimiento.

– ¡Agradecimiento!

– Dios me entiende y yo me entiendo.

– Pero no os entiendo yo.

– Cuando fuí huído á Navalcarnero… y fué por una mujer… siempre ellas… encontré en vos…

– Un joven que se volvió á vos asombrado, deslumbrado por vuestro ingenio.

– Muchas mercedes. Pues encontré en vos un hermano, y tan agradecido quedé de ello, que en la primera carta que escribí al duque de Osuna, le hablé de vos.

– ¡Ah! ¡don Francisco! ¿habéis hecho que llegue mi pobre nombre al gran duque de Osuna?

– Y tanto bien vuestro le he dicho, que el duque, que no ha dejado de escribirme á San Marcos, me escribió por último en términos breves pero precisos: «Mi buen secretario: el duque de Lerma os suelta, no sé si porque me teme, ó porque os teme á vos, aunque preso y encerrado. Veníos al punto, pero traeros con vos á ese vuestro amigo Juan Montiño, de cuyos adelantos me encargo.»

– ¿Eso os ha escrito el duque y os llamáis agradecido de mí?

– Sea como quiera, vengo, os encuentro cuando menos lo esperaba y metido en una aventura, y por fin y postre, me metísteis también en ella. Pues adelante: no siento otra cosa sino lo que tarda el difunto.

No había acabado Quevedo de pronunciar estas palabras, cuando rechinó una llave en la cerradura del postigo del duque, se abrió éste, se vió luz y salió un bulto.

El postigo volvió á cerrarse.

– Ahí le tenéis – dijo don Francisco en voz baja á Juan – . Dejadle que adelante algunos pasos más, y á él.

Juan Montiño salió del zaguán y se fué tras aquel bulto. Quevedo se puso en medio de la calleja, y desnudó la daga y la espada.

Hemos dicho que la noche era muy obscura.

– Defendéos ú os mato – dijo Juan Montiño á dos pasos del que había salido por el postigo.

Volvióse éste y desnudó los hierros.

– ¿Y por qué queréis matarme? – dijo.

Juan le contestó con una estocada.

– ¡Ah! vos sois el mismo de antes – dijo don Rodrigo, que él era.

– Entonces os desarmé, pero ahora que sé que sois don Rodrigo Calderón, os mato.

Al decir el joven estas palabras, don Rodrigo Calderón dió un grito.

La daga de Juan Montiño se le había entrado por el costado derecho.

Y entre tanto Quevedo daba una soberana vuelta de cintarazos, sin chistar, á un bulto que había venido en defensa de don Rodrigo.

Don Rodrigo quiso sostenerse sobre sus pies, pero no pudo; le brotaba la sangre á borbotones de la herida, se desvaneció, vaciló un momento y cayó.

Juan Montiño se arrojó sobre él, le desabrochó la ropilla y buscó con ansia en ella: en un bolsillo interior encontró una cartera que guardó cuidadosamente.

Don Rodrigo no le opuso la menor resistencia. Estaba desmayado.

Entretanto el hombre á quien zurraba Quevedo, no pudo resistir más y huyó dando voces.

– Habéis acabado ya por lo que veo, ó más bien por lo que no escucho – dijo Quevedo á Juan Montiño.

– Sí, por cierto – contestó Juan.

– Ya sabía yo que teníamos difunto; pero ese rufián de Juara va dando voces, y por sus voces pueden dar con nosotros, y con nosotros en la cárcel. Dadme vuestro brazo á fin de que yo pueda andar de prisa, y tiremos adelante.

– Adelante, don Francisco, pero tiremos hacia palacio.

– ¡Hacia palacio, eh! pues que palacio sea con nosotros.

Y marchando con cuanta rapidez les fué posible, que no era mucha á causa de la deformidad de las piernas de Quevedo, salieron de la calleja.

Poco después entraban en ella muchos hombres con luces.

Aquellos hombres eran los criados que el duque de Lerma había enviado á informarse del suceso.

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Подняться наверх