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TOMO PRIMERO
CAPÍTULO XIII
EL REY Y LA REINA

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– ¿Qué os he hecho yo para que me miréis de ese modo? – dijo el rey, que pretendía en vano sostener su mirada delante de la mirada fija y glacial de su esposa.

– Hace cinco meses y once días que no pisáis mi cuarto – dijo la reina.

– Dichoso yo, por quien lleváis tan minuciosa cuenta Margarita – dijo con marcada intención el rey.

– Esa cuenta la lleva mi dignidad, y la lleva por minutos.

– ¡Ah! exclamó el rey… vuestra dignidad… no vuestro amor…

– ¡Mi amor! No lo merecéis.

– ¡Señora!

– Hablo á mi esposo, al hombre, no al rey… vos no habéis penetrado como rey en medio de vuestra servidumbre, con la frente alta, mandando; habéis entrado como quien burla, por una puerta oculta que yo no conocía. ¿Quién os obliga á ocultaros en vuestra casa?

– Creo, señora, que la camarera mayor y el duque de Lerma, saben que paso la noche con vos.

– Pero saben que la pasáis por sorpresa.

– No tanto, no tanto.

– Os habéis venido huyendo del duque de Lerma.

– ¿Qué hacéis? – dijo Felipe III.

– Ya lo veis, me siento.

– No creo que sea hora de velar, ni yo ciertamente he venido aquí para trasnochar sentado junto á vos.

La reina no contestó.

– Vos no me amáis – dijo el rey.

– Haced que os ame.

– ¡Pues qué! ¿no debéis amarme?

– Debo respetaros como á mi marido; y una prueba de mi respeto son el príncipe don Felipe, y las infantas nuestras hijas.

– ¡Ah! ¡ah! ¡me respetáis! ¡y os quejáis de que yo tema pasar de esa puerta, cuando en vez de amor que vengo buscando sólo encuentro respeto!

– ¿Habéis procurado que yo os ame…?

– Enamorado de vos me habéis visto…

– Pero más de vuestro favorito.

– ¡Oh, oh! el duque de Lerma podría quejarse de vos, señora; le acusáis.

– De traición.

– ¡Oh! ¡oh!

– Y le estoy acusando desde poco después de mi llegada á España.

– Pero yo, Margarita, no había venido ciertamente…

– Y yo, don Felipe, que no os esperaba, que hace mucho tiempo que no puedo hablaros sin testigos, aprovecho la ocasión para querellarme á vos de vos y por vos.

– Pues no os entiendo.

– Es muy claro: tengo que querellarme á vos de vos y por vos, porque don Felipe de Austria ofende al rey de España.

– ¿Qué ofendo yo al rey de España? ¿Es decir, que yo, á mí mismo?.. pues lo entiendo menos.

– Ofendéis al rey de España, porque abdicáis débilmente el poder que os han conferido, primero, la raza ilustre de donde venís, y después Dios, que ha permitido que descendáis de esa raza, entregando el poder real, sin condiciones, á un favorito miserable y traidor.

– ¿Habéis hablado hoy con el padre Aliaga, señora?

– No, ciertamente: yo no hablo con nadie más que con las personas cuya lista da el duque de Lerma á la duquesa de Gandía.

– Os engañáis, porque habláis todos los días y á todas horas con una persona á quien no pueden ver ni la duquesa ni el duque.

– ¿Y quién es esa persona?

– Esa persona es vuestra favorita… la hermosa menina doña Clara Soldevilla.

– Sería la última degradación á que podía sentenciarme vuestra debilidad, el que yo no pudiese retener una de mis meninas en mi servidumbre. A propósito; es ya demasiado mujer para menina, y voy á nombrarla mi dama de honor.

– ¡Y quién lo impide!

– Nadie… pero os lo aviso.

– Enhorabuena: decid á doña Clara que yo la regalo el traje y el velo y aun las joyas, para cuando tome la almohada.

– Lo acepto, porque ella es pobre y yo no soy rica.

– Ni yo tampoco; pero para un deseo vuestro…

– Os doy las gracias, señor.

– ¡Oh! no me deis las gracias; ved que os amo, y amadme…

– ¿Qué me amáis? – dijo la reina inclinándose hacia el rey, dejándole ver un relámpago de sus hermosos ojos azules, y su serena frente pálida como las azucenas y coronada de rizos de color de oro.

– ¡Oh, qué hermosa eres, Margarita! – dijo el rey, en cuyas mejillas apareció la palidez del deseo.

Y la atrajo á sí.

Margarita de Austria, se sentó en un movimiento lleno de coquetería en las rodillas del rey, y se dejó besar en la boca.

– Depón al duque de Lerma – dijo la reina entre aquel beso.

El rey se retiró bruscamente como si le hubiesen quemado los labios de Margarita.

– Ya sabía yo que no me amábais – dijo la reina levantándose y mirando al rey con cólera.

– Pero señor, ¿cuándo descansaré yo? – exclamó el rey dejándose caer en el respaldo del sillón.

– Cuando arrojes de ti esa indolencia que te domina – dijo con dulzura la reina – ; cuando pienses que un rey no sirve á Dios solo rezando, sino mirando por la prosperidad, por el bienestar y por el honor de sus vasallos.

– Ya velan por todo eso mis secretarios.

– ¡Tus secretarios! ¡sí, es verdad! velan por los españoles, y cuentan sus cabezas como el ganadero cuenta sus reses para llevarlas al mercado.

– Eres injusta, yo no escucho ninguna queja.

– Las quejas no llegan á ti. Se pierden en el camino.

– Te pregunté si habías hablado hoy con mi confesor, porque el bueno del padre Aliaga, aunque más embozada y respetuosamente, aprovechándose de que el duque tenía un banquete de Estado, me ha tenido toda la tarde el mismo sermón. Y suponiendo que no os engañáis, ni tú que eres la reina de las reinas, por virtud, por discreción y por hermosura, ni el padre Aliaga, que es casi un santo, ¿qué queréis que haga? – Reduzca vuestra majestad los gastos de su casa, que España anda descalza – me dice el padre Aliaga – . Y cuando esto dice el bueno de mi confesor, cuento las ropillas que tengo y los doblones que poseo, y hallo que cualquier pelgar anda mejor cubierto y mejor provisto que yo.

– Eso demuestra, que siendo exorbitantes las rentas reales, siendo parca nuestra mesa y pocos nuestros trenes y nuestros vestidos, las rentas reales son robadas.

– ¡Robadas, robadas! esto es demasiado grave. Yo no creo que un caballero tal como el duque…

– ¿Si te doy una prueba de que el duque vende los oficios miserablemente?..

– Siempre se han vendido… me acuerdo de una provisión de corregidor que se ha dado esta mañana á Diego Soto, para que la venda en lo que pudiere… y todo está firmado por mí.

– Sí, pero es que el duque vende por su cuenta… te roba…

– ¡Oh! no puede ser.

– Mira.

Y la reina sacó las dos cartas que habían encontrado en la cartera de don Rodrigo Calderón, con las suyas, y dió una de ellas al rey.

Felipe III leyó la cabeza y la firma:

– «¡A don Rodrigo Calderón! – ¡El duque de Uceda!»

– Lee, lee… y juzga.

«Mi buen amigo: Es necesario que se den las alcabalas de Sevilla á Juan de Villalpando. Ya le conocéis. Es un hombre muy á propósito para nuestros proyectos. No os olvidéis que para acabar con el duque de Lerma…»

– ¡Ah! ¡ah! – dijo el rey – ; no lo creyera si no lo viera; y es letra y firma del duque de Uceda, con sus renglones torcidos… el hijo contra el padre… ya sabía yo que no andaban muy acordes entrambos duques… ¡pero que llegasen á tanto!.. ¡Ah! ¡ah!

– Sigue, sigue – dijo con impaciencia la reina.

– «No olvidéis que para acabar con el duque de Lerma, y hacer comprender al rey cuán ruinoso y perjudicial es su gobierno, se necesita hacerse partidarios en las ciudades, y ninguno mejor para Sevilla que Juan de Villalpando: allí tiene hacienda, mujer y parientes, le conoce todo el mundo, y es audaz cuanto se necesita para que todos le respeten y le teman. Pero como el duque no proveerá en nadie las alcabalas de Sevilla en menos de diez mil maravedís, es necesario que vos interpongáis para con él lo mucho que podéis, á fin de que de los diez mil rebaje la mitad. Ya llevamos gastado demasiado para que pensemos algo en los gastos. Hacedlo, que conviene. El interesado lleva esta carta y yo os veré á la tarde en la comedia…»

El rey dobló lentamente la carta y plegó su entrecejo: una expresión de majestad y de dominio, aunque indecisa, se marcó en su semblante y luego volvió á desdoblar la carta y la leyó lentamente.

Aquella carta era para Felipe III uno de esos rayos de luz que de tiempo en tiempo rompen la impura atmósfera que rodea á los reyes.

Margarita de Austria, que miraba con profunda alegría el cambio que se había operado en Felipe III, puso otra nueva carta abierta sobre la que el rey leía por segunda vez.

– Del conde de Olivares – dijo el rey leyendo la firma de aquella segunda carta.

– Lee, lee y verás que el duque de Lerma, á más de ser ladrón, es torpe, que le manejan como quieren los que quieren ocupar su puesto, y que el tal don Rodrigo es más traidor, más ambicioso, más miserable que todos ellos.

El rey leyó:

«Os escribo, porque, interesándoos á vos tanto como á mí el negocio de que trata esta carta, tengo una entera confianza en vos, y no quiero exponerme á que se sepa, por muchas precauciones que tomemos, que nos hemos visto. Importa que todo el mundo nos crea desavenidos. Sostened vos por vuestra parte el papel de enemigo mío, que por la mía yo sostendré el de enemigo vuestro. Seguid hablando mal de mí y mirándome de reojo, que yo seguiré hablando mal de vos sin miraros á derechas. Lo de la expulsión de los moriscos es necesario que se lleve cuanto antes á cabo, porque es necesario que cuanto antes, teniendo como tenemos guerra con Inglaterra, con Francia y en el Milanesado, la tengamos también en España, y esta guerra la provocarán los moriscos, que no se rendirán sin combatir. Por otra parte, rebelados los moriscos dentro, se resentirá el comercio que ellos alimentan en gran manera, faltará más de lo que falta el dinero, y reunidos y alentados Enrique IV y el inglés, apretará la guerra por fuera. Insistid en lo de la confiscación de los bienes de los moriscos. El duque, en su sed de oro, se dejará deslumbrar por este negocio en grande, y aun el mismo rey no encontrará de más algunos millones de maravedises para remendar su ropilla. Dicen que Lerma tiene hechizado al rey. Hechizad vos al duque. El mejor hechizo para su excelencia es el oro. Conque apretad, apretad, que urge: que si hemos de esperar á que el príncipe sea rey, larga fecha tenemos. Lo del príncipe lo dejaremos al conde de Lemos y á don Baltasar de Zúñiga, y puesto que el rey es quien puede hacer reyes, vámonos derechos al rey. Sitiemos por hambre al duque haciéndole cometer algunos disparates, y el duque, que si fuera tan buen hombre de Estado como es codicioso, sería invencible, caerá, no lo dudéis, aunque para ello nos veremos obligados á empobrecer el reino, á debilitarle. Nosotros le alzaremos. No os digo más, porque ni tanto era necesario deciros. Guárdeos Dios. —El conde de Olivares.»

– Pero esto nada prueba contra el duque, y si mucho contra los condes de la Oliva y de Olivares.

Prueba que los dos condes son más perspicaces que tú, y que saben cuánto es torpe y ciego el duque de Lerma.

– Pero no le vencieron.

– Por una casualidad.

– El duque lo tenía previsto todo.

– Ni el duque ni nadie podía prever que don Juan de Aguilar tuviese la fortuna de aterrar á los infelices moriscos en la primera batalla; ni el duque ni nadie podía prever que los enemigos exteriores de España no se aprovecharan de aquellas circunstancias. Pero el duque fué traidor y torpe.

– ¡Traidor!

– Sí, traidor, y de la manera más criminal que puede ser traidor un vasallo: manchando ante la historia el nombre de su señor… porque tu nombre aparecerá manchado en la historia por esa tiranía feroz inmotivada contra los pobres moriscos; por esa codicia innoble que les robó.

La mirada del rey se hizo vaga.

– Y torpe, torpe… porque no previó las funestísimas consecuencias que pudo traer sobre España, y que en la parte de su riqueza y de su población la ha traído, el cumplimiento de aquel infame edicto.

– ¡Margarita! – exclamó el rey, cuya conciencia se retorcía.

– Yo te pedí de rodillas, aquí, en este mismo sitio, que revocaras aquel edicto; y te lo pedí por ti mismo, por la gloria de tu nombre, por tu dignidad de rey, más que por el bien de tus reinos. Te lo pedí, Felipe, porque te amo, y porque te amo, te pido la deposición del duque de Lerma.

– ¡Que me amas, Margarita! ¡que me amas! – exclamó el rey – ¡y no me lo has dicho hasta ahora!

– ¿Qué mujer honrada, y que nunca ha amado, no ama al padre de sus hijos? – exclamó en un sublime arranque Margarita, arrojándose á los brazos del rey.

Y levantándose de repente, añadió:

– Y no te lo he dicho; no se lo he dicho á nadie, no, y me he mostrado siempre contigo reservada y fría porque… mi orgullo de mujer ha estado continuamente ofendido al verme pospuesta á un favorito.

– Y á quién, á quién buscar…

– ¿A quién? al duque de Osuna…

– Es demasiado soberbio.

– Pero es justo, y valiente, y buen vasallo. Y si no, Ambrosio Espínola, y si no… si no… Quevedo.

– ¡Osuna, Espínola, Quevedo! ¡dos soldados y un poeta!

– Tres españoles que no han renegado de su patria, y que por lo mismo, están alejados de ella por el temor de los traidores.

– Lo pensaré, lo pensaré – ; dijo el rey.

– No, no; pensarlo, no; ya lo he pensado yo bastante; ¿no tienes confianza en tu esposa, Felipe?.. ¿no me amas? ¿no crees en mi amor?

– Lo pensaré… me duermo… necesito rezar antes mis oraciones.

Y el rey se dirigió al oratorio de la reina.

– ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! – dijo Margarita viendo desaparecer al rey por la puerta del oratorio – ¡Ten piedad de España! ¡Ten piedad de mí!

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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