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TOMO PRIMERO
CAPÍTULO IV
ENREDO SOBRE MARAÑA

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Quevedo salió del alcázar, se puso en demanda de la casa del duque de Lerma y se entró desenfadadamente en un destartalado zaguán, cuya puerta estaba abierta de par en par.

Aquel zaguán, hijo genuino del siglo XVI, á pesar de su irregularidad, de su pavimento terrizo y de sus paredes rudamente pintadas de rojo y blanco imitando fábrica, no dejaba de ser suntuoso y característico, como representante de la época de transición llamada del Renacimiento.

Un techo de pino acasetonado, con altos relieves en sus vanos, sostenido sobre un ancho friso de la escuela de Berruguete, así como una escalera de mármol con rica balaustrada del género gótico florido, parecían demandar otras paredes y otro pavimento, menos pobres, menos rudos; un enorme farol colgado del centro del techo, otro farol más pequeño pendiente de un pescante de hierro y que compartía su luz entre un nicho en que había un Ecce-homo de madera, de no mala ejecución, y un enorme escudo de armas tallado y pintado en madera; seis hachas de cera, sujetas á ambos lados en la balaustrada de la escalera, y otro farol pendiente del centro del techo de la escalera al fondo, eran las luces que iluminaban el zaguán, y dejaban ver las gentes que en él había.

Eran éstas dos lacayos aristocráticamente vestidos con una especie de dalmática ó balandrán negro, con bandas diagonales amarillas, color y emblema de la casa Sandoval; un hombre vestido de camino, rebozado en una capilla parda, que estaba sentado en un largo poyo de piedra que corría á lo largo de la pared en que se notaban la imagen y el escudo de armas, y una especie de matón que echado de espaldas contra una de las pilastras de la puerta, dejaba ver bajo el ala de su sombrero gacho, un semblante nada simpático, y nada á propósito para inspirar confianza.

Los dos lacayos ó porteros se paseaban á la ancho del zaguán, apareados, hablando de una manera tendida, y riendo con una insolencia lacayuna; el joven embozado del poyo, miraba de una manera hosca á los porteros, y el matón de la puerta fijaba de tiempo en tiempo una mirada vigilante en el de la capilla parda, locutario del poyo.

Al entrar en el zaguán, Quevedo, que cuando iba á ciertos lugares, especialmente para entrar en ellos no desatendía ninguna circunstancia, y todo lo abrazaba de una mirada rápida, oculta, hasta cierto punto, por el verdoso vidrio de sus antiparras, se detuvo de repente junto al hombre que estaba en la puerta, le dió frente y le dijo encarándosele:

– ¿Cómo tu aquí?

Afirmóse sobre sus plantas aquel hombre, y clavó sus ojos en Quevedo.

– ¡Ah! ¡es vuesa merced!

– Yo te daba ahorcado.

– Y yo á vuesa merced desterrado.

– Pues encuéntrome en mi tierra.

– Y yo sobre mis canillas.

– ¡Gran milagro!

– Sirvo á buen amo.

– ¿A su excelencia?..

– Decís bien: porque sirvo á don Rodrigo Calderón…

– ¡Criado del duque de Lerma!¿conque eres?..

– Medio lacayo…

– Medio requiem…

– Decís bien.

– ¿Quién agoniza por aquí?

Lanzó el matón una rápida mirada de soslayo al hombre que estaba en el poyo.

– ¡Ah! – dijo Quevedo siguiendo también de soslayo aquella mirada – . ¿Y quién es él?

– ¡Bah, don Francisco! por mucho que yo os deba, también debo mucho á don Rodrigo y…

Sonó Quevedo algunas monedas en el bolsillo, y el matón cambió de tono.

– ¿Pero qué importa á vuesa merced?.. ¿no ha perdido vuesa merced la afición á saberlo todo?

– Ven acá, Francisco; ven acá, á lo obscuro, hijo, que en ninguna parte se dice mejor un secreto que donde no hay luz, ni nunca toma mejor dinero quien, como tú, gastas vergüenza, que á obscuras. Ven acá, te digo, y si quieres embuchar, desembucha.

Siguió aquel hombre á Quevedo un tanto fuera de la puerta, y cuando de nadie pudieron ser vistos ni oídos, dijo Quevedo:

– El hidalgo que se esconde entre sombrero y embozo, es mucha cosa mía.

– ¡Ah!¿es cosa vuestra… ese mancebo?.. ¿pero cómo le ha conocido vuesa merced, si ni aun no se le ven los ojos?

– Ver claro cuando está obscuro, y desembozar tapados, son dos cosas necesarias á todo buen hidalgo cortesano; y más en estos tiempos en que es tan fácil á medio rodeo dar con la torre de Segovia; ¡hermano Juara, vomita!

– No me atrevo: don Rodrigo…

– Ni acuña mejor oro que el que yo gasto, ni usa mejor hierro que el que yo llevo.

– ¡Pero don Francisco!

– O al son de mi bolsa cantas, ó si te empeñas en callar, hablan de ti mañana en la villa. Conque hijo, ¿qué quiere don Rodrigo con mi pariente?

– ¿Vuestro pariente es ese mozo?

– Archinieto de una archiabuela mía, que era tan noble persona que más arriba que el suyo no hay linaje que se conozca.

– ¿Me promete vuesa merced guardarme el secreto, don Francisco?

– Por mi hábito te prometo que nadie ha de saber el mal conocimiento que tengo contigo. Desembucha, que ya es tarde y hace frío, y no es justo que me hagas ayudarte tanto á ganar un doblón de á cuatro; y el tal doblón es de los buenos del emperador, que anduvieron escondidos por no tratar con herejes.

Y Quevedo sonó otra vez su bolsillo.

– El cuento es muy corto. Figuráos que yo, por orden de don Rodrigo, estoy desde el obscurecer acechando á los que salen del alcázar por la puerta de las Meninas.

– Palaciega historia tenemos.

– Figuráos que poco después baja una dama por las escalerillas de las Meninas, y se mete en una litera.

– ¿Dama y tapada?

– Sí, señor.

¿Estás seguro que no era dueña?

– Andaba erguida y transcendía á hermosa.

– Buen olor tiene tu cuento. ¿Y quién era ella?

– No lo sé; don Rodrigo me había dicho solamente: si sale de palacio una dama ancha de hombros, alta de pecho, gentil y garrida, manto á los ojos, y halda hasta el suelo, sigue á esa dama.

– He aquí unas señas capaces de volver el seso á Orlando Furioso. ¿Seguiste á la dama?

– Iba á hacerlo cuando llegó don Rodrigo. – ¿Ha salido? me preguntó. – Sí, señor. – ¿En litera? – Sí, señor. – ¿Por dónde va? – Por aquella calleja se ha metido. – Don Rodrigo tira adelante y yo detrás de él; henos aquí metidos en una aventura. Llovía…

– Aventura completa.

– Estaba obscuro.

– Mejor aventura.

– Paró la litera, y salió la dama.

– ¿Entróse dónde?

– Siguió adelante.

– ¡Con lluvia y de noche, tapada y sola! Sigue, hijo, sigue. Cantas que encanta.

– Pero de repente, al volver una esquina, hétenos á la tapada asida de un embozado.

– ¿Lluvia y tinieblas? ¿tapada y embozado?.. buscona adobada y pollo que miente gallo.

– Más alto debe picar, porque don Rodrigo me dijo: Juara, lance tenemos; estocadas barrunto. Espada de gavilanes traigo y daga de ganchos. No se trata de que me ayudes… ¡para un hombre otro hombre!

– ¡Aventura con milagro!

– ¿Qué milagro hay hasta ahora?

– Que don Rodrigo Calderón no vea más que un hombre, cuando tiene delante un enemigo.

– Don Rodrigo es valiente…

– Pero más valido. Y en cuanto á valor no niego que es mucho el valimiento del tal, como que de todo se vale para valerse: ¡válame Dios con tu cuento! Pero cuenta, hijo, y ten presente de no mentir. ¿Qué hubo al cabo?

– Hubo que don Rodrigo me dijo – : No conozco á quien la acompaña; persona debe ser cuando tan tirado platican y tan despacio caminan. Podrá suceder que cuando llegue el caso ese hombre me venza. Anda y busca una ronda, Juara.

– ¿Y hubo lance?

– Lance hubo.

– ¿Hubo sangre?

– Hubo un desarme…

– ¿Quién mandó?

– El embozado del portal.

– ¡Ah! Pues no sabía yo que tenía tan buen pariente.

– Llegué con la ronda, pero tarde: seguí á ese embozado de orden de don Rodrigo, metióse aquí, pretendió pasar de las escaleras, sin conseguirlo, y hace una hora que él está allí sentado, y que yo le estoy dando centinela.

– Por el cuento – dijo Quevedo, sacando una moneda del bolsillo – ; porque pierdas la memoria – y sacó del bolsillo otra moneda.

– ¿La memoria de qué? – dijo Juara.

– De que me has visto en tu vida.

Y sin decir más, rebozóse y se entró gentilmente por el zaguán.

Al pasar junto al de la capa parda, se detuvo y le miró fijamente.

– Mucho os tapáis – le dijo.

– Hace frío – contestó el otro con mal talante.

– Quien por damas se enzaguana – dijo don Francisco – , ó es tonto ó merece serlo.

– Yo os conozco, ¡vive Dios! – dijo el de la capilla poniéndose de pie y dejando caer el embozo.

– ¡Mi buen Juan! – exclamó con alegría Quevedo.

– ¡Mi buen Quevedo! – exclamó con no menos alegría Juan Montiño, que él era.

–Diez años me dais de vida; ¡apretad! ¡apretad recio!

– ¡Que me place! ¡siempre el mismo!

– No tal; contempladme espectro.

– ¡Vos espectro!

– Quedé pobre.

– ¡Pobre vos!

– Y… vedme muerto, que entre un tuvo y un no tiene, hay un mundo de por medio. En prisiones me han tenido, y hoy á la corte me vuelvo á ser pelota de tontos y pasadizo de enredos.

– Pues en lo de hacer hablar con vos en verso al más topo cuando queréis, sois el mismísimo Quevedo de hace tres años; cinco minutos lo menos hemos estado hablando en romance.

– ¡Ah! sí, tenéis razón; sudo para hablar en prosa, ni más ni menos que le acontece á Montalván cuando quiere hablar en verso, ó como al duque de Lerma cuando no encuentra cosa á qué echar el guante.

– ¡Por la Virgen! ¡ved que estamos en casa del duque, y que nos escuchan sus criados!

– ¡Pues mejor!

– ¿Mejor? no entiendo.

– Entendedme; las verdades, cuando las lleva un correo, llegan verdades sopladas, y ganan ciento por ciento. Pero volviendo á nosotros, ¡mal hayan, amén, los versos! se me escapan como el flato. ¡Juro á Dios!..

– ¡Guardad, Quevedo!

– Decís bien; no está en mi mano; es ya enfermedad de perro; comezón, archimanía. ¿Qué buscáis aquí?

– Pretendo…

– ¿Lo véis? vos tenéis la culpa.

– ¿Yo la culpa?

– Sí por cierto; me buscáis el asonante.

– ¡Sois terrible!

– Soy… Quevedo. ¿Habéis acompañado á una dama?

– Sí; ¿quién os lo ha dicho?

– Los enredos son mi sombra; en viniendo yo á la corte, se vienen á mi los tales á bandadas, y lo que es peor, enrédanme, me sofocan, me traen de acá para allá, me sudan y me trasudan, y ni con reliquias de santo que lleve encima, dejan de acometerme. Pero volviendo á vuestra aventura, «Erase una tapada…

– Tapada era.

– …alta y garrida…

– ¡Sí!

– …ancha de hombros, alta de seno, manto á los ojos, y halda hasta el suelo.»

– ¿Conocéisla?

– No, ¿y vos?

– Tampoco.

– ¿Pero no habéis reñido por ella?

– Sí.

– ¿No habéis vencido?

– Sí.

– ¿Y dónde la habéis dejado?

– Se fué sola.

– ¿Y no venís aquí por ella?

– ¡Ah! ¡no!

– ¿Y no habéis vislumbrado quién ella sea?

– La tengo por principal.

– Dios os libre de un portento embozado, de un lucero entre nubes, de una mano entre rendijas, de un envido de buscona, y sobre todo, de un quiero. Desconfiad de carta de dueña como de pastel de hostería, y sobre todo, recibidme por maestro. ¿Dónde vivís?

– No lo sé aún; ¿y vos?

– Yo… vivo aquí.

– ¿Acabáis de llegar?

– Ya os lo dije; torno á esta tierra, de un destierro.

– Y yo acabo de llegar de Navalcarnero. Fuí á buscar á mi tío á palacio; llovieron sobre mí aventuras y desventuras, porque esos porteros, á quienes Dios confunda, no han querido avisar de mi llegada á mi tío.

– ¿Y quién es ese vuestro tío?

– El cocinero de su majestad.

– ¡Francisco Martínez Montiño! pues me alegro, ¡hombre sois!

– ¡Cómo!

– ¡Ahí es nada! ¡con tío en palacio, cocinero de su majestad y enredador, avaro y celoso! ¡cuando os digo que habéis hecho suerte! ya veréis; ahora, si os importa ver vuestro tío, seguid á mi lado, ni más ni menos que si no os hubiesen negado la entrada; alta la cabeza, fruncido el ceño, y por no dar, que el dar daña, no les deis ni las buenas noches.

Y Quevedo tiró hacia las escaleras, desde en medio del portal donde había estado hablando con Juan Montiño.

Al ver acercarse á un caballero del hábito de Santiago, á quien habían oído hablar mal de su señor, porque Quevedo había levantado la voz para llamar ladrón al duque, los porteros le tuvieron, sin duda, por tan amigo de Lerma, que le dejaron franco el paso inclinándose, y sin duda también porque el caballero de Santiago se mostraba amigo del de la capilla parda, no se les ocurrió ni una palabra que decirle.

Entre tanto murmuraba Quevedo, subiendo lentamente las escaleras:

– Para entrar en todas partes, sirve una cruz sobre el pecho; mas para salir de algunas, sólo sirve cruz de acero.

– ¿Qué decís? – le preguntó Juan Montiño.

– Digo que al entrar aquí, no somos hombres.

– ¿Pues qué somos?

– Ratones.

– ¿Supongo que mi tío no será el gato?

– No, porque vuestro tío es comadreja.

– ¿Dónde vais, caballero? – dijo á Quevedo un criado de escalera arriba.

Quevedo no contestó, y siguió andando.

– ¿No oís? ¿dónde vais? – repitió el sirviente.

– ¿No lo veis? voy adelante – contestó sin volver siquiera la cabeza Quevedo.

– Perdonad – dijo el lacayo, que alcanzó á ver en aquel momento la cruz de Santiago en el ferreruelo de don Francisco.

Entraron en una magnífica antecámara estrellada de luces y llena de lacayos.

El lujo de aquella antecámara en la casa de un ministro, era escandaloso: alfombras, cuadros de Tiziano, de Rafael, de Pantoja, del Giotto; tapicerías flamencas; lámparas admirables; puertas de las maderas más preciosas, incrustadas de metales; estatuas antiguas; un tesoro, en fin, invertido en objetos artísticos.

Una antecámara alhajada de tal modo, era un deslumbrante prólogo que hacía presentir verdaderas maravillas en las habitaciones principales.

– ¡He aquí, he aquí el sumidero de España! – murmuró entre su embozo Quevedo – ; ¡ah don ladrón ministro! ¡ah sanguijuela rabiosa! ¡Tántalo de oro! ¡chupador eterno! ¡para qué se han hecho los dogales!

Y adelantó.

– Oíd – dijo Quevedo á uno que atravesaba la antecámara, llevando una fuente vacía.

– ¿Qué me mandáis, señor? – contestó deteniéndose el lacayo.

– Llevad á este hidalgo á donde está su tío.

– Perdonad, señor; pero ¿quién es el tío de este hidalgo?

– El cocinero del rey.

– Seguidme – dijo el joven á Quevedo, estrechándole la mano.

– Nos veremos – contestó Quevedo.

– ¿Dónde?

– Adiós.

– ¿Pero dónde?

– Nos veremos.

Y volviendo la espalda al sobrino de su tío, se embozó en su ferreruelo, y se fué derecho á un maestresala que cruzaba por la antecámara.

Al ver el maestresala que se le venía encima una figura negra y embozada, donde todos estaban descubiertos, dió un paso atrás.

– No soy dueña – dijo Quevedo.

– ¿Qué queréis? – dijo el maestresala con acento destemplado.

– Decid á su excelencia, vuestro amo, que soy la duquesa de Gandía.

Dió otro paso atrás el maestresala.

– Mirad – dijo Quevedo ganando aquel paso.

Y mostró al maestresala el sobrescrito de la carta que le había dado la de Lemos.

– Acabáramos – dijo el maestresala – ; con haber dicho que teníais que entregar á su excelencia en propia mano…

– Esta carta viene sola.

Miró con una creciente extrañeza el maestresala al bulto que tenía delante, y se entró por una puerta inmediata.

Poco después volvió y dijo á Quevedo:

– Podéis seguirme.

– Sí puedo – dijo don Francisco; y tiró adelante, siguiendo al maestresala, que después de haber atravesado algunas habitaciones más suntuosas y mejor alhajadas que las de palacio, abrió con un llavín una mampara, y dijo á Quevedo:

– Pasad y esperad; mi señor me manda rogaros le perdonéis si tardare.

Y el maestresala cerró la mampara.

– ¡Perdonar! veré si perdono – dijo Quevedo adelantando, meditabundo, en la habitación donde le habían dejado encerrado – ; ¡esperar! sí… tal vez… espero… espero… he entrado con buena suerte en Madrid… y vamos… sí… yo no creía… me ha puesto de buen humor esta pobre condesa, y he encontrado á ese noble joven por quien únicamente vengo á Madrid. ¡Casualidades! una mujer que puede servirme, un joven á quien tengo el deber de servir, y una carta que no sé lo que contiene, pero que veré leer; y ver leer, cuando se sabe ver, es lo mismo que leer ó mejor… ¡pues bien, mejor! y la tapada que ha acompañado ese valiente Juan… y las estocadas de ese caballero con don Rodrigo Calderón… ¡enredo! ¡enredo! ¡y del enredo dos cabos cogidos! esta misma espera me ayuda; esperemos, pero esperemos pensando.

Y Quevedo se embozó perfectamente en su ferreruelo, se sentó en un sillón, apoyó las manos en sus brazos, reclinó la cabeza en su respaldo y extendió las piernas, después de lo cual quedó inmóvil y en silencio.

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

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