Читать книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel - Страница 15
TOMO PRIMERO
CAPÍTULO XV
DE LO QUE VIERON Y OYERON DESDE SU ACECHADERO QUEVEDO Y EL BUFÓN DEL REY
ОглавлениеUn hombre se paseaba en una habitación muy pequeña y harto humildemente alhajada.
Una estera de esparto, algunas sillas, una mesa sobre la que ardía una lamparilla delante de una Virgen de los Dolores, pintada al óleo, y algunas estampas en marcos negros sobre las paredes blancas, componían todo el menaje de aquella habitación.
Al fondo había una puerta cubierta con una cortina blanca.
Sentada en una silla, junto á una mesa, apoyado en ella un brazo, y en la mano la cabeza, había una mujer joven y hermosa, pero triste, pensativa y á todas luces contrariada.
Esta mujer era Luisa, la esposa del cocinero mayor de su majestad.
Blanca, blanquísima, pelinegra y ojinegra, gruesecita, de mediana estatura, si no se descubría en ella esa distinción, esa delicadeza que tanto realza á la hermosura, no podía negarse que era hermosa, muy hermosa, pero con una hermosura plebeya, permítasenos esta frase.
Había en ella sobra de vida, sobra de voluntad, violencia de pasiones, disgusto profundo de su suerte, todo esto representado y como estereotipado en su semblante. Estaba, como dijimos anteriormente, encinta de una manera abultada, y vestía sencilla, más que sencilla, miserablemente.
El hombre que se paseaba en la habitación y hablaba casi por monosílabos y lentamente con Luisa, era un hombre alto, fornido, soldadote en el ademán, en el traje y en la expresión, con cabellera revuelta, frente cobriza, ojos negros, móviles y penetrantes, mejillas rubicundas y grandes mostachos retorcidos. Vestía una gorra de velludo con presilla de acero, un coleto de ante, cruzado por una banda roja, una loba abierta de paño burdo que dejaba ver el coleto, la banda y un ancho talabarte de que pendía una enorme espada, unas calzas rojas imitadas á grana, y unos zapatos altos.
Este hombre, en el conjunto, podía llamarse buen mozo, uno de esos Rolandos lo más á propósito para volver el seso á ciertas mujeres que pertenecían á cierta clase media, despreciadoras de gente menuda, que no podían aspirar á los amores de los caballeros de alto estado, y que se contentaban y aun se daban por dichosas con los amores de hidalgos del porte y talante del sargento mayor don Juan de Guzmán, que era el hombre que hemos descrito, que se paseaba en el profanado dormitorio de Francisco Montiño y que hablaba por monosílabos con su mujer.
– Es preciso… pues… sí… de otro modo… – decía este hombre cuando el bufón y Quevedo se pusieron en acecho.
Tembló toda Luisa.
– Ha sido herido, casi muerto – añadió el soldadote.
– Pero yo…
– Sí; tú no tienes la culpa de que don Rodrigo Calderón haya tenido un mal encuentro, pero esto me impide pasar la noche á tu lado.
– ¿Tienes miedo? – dijo Luisa.
– ¡Miedo! ¿Y de qué? – dijo Guzmán – ; es cierto que todo marido, aunque sea tan ruin y tan cobarde como el tuyo, es respetable; no sé qué tienen los maridos; pero cuando él llama por allá yo escapo por ahí.
Y el sargento mayor señaló la ventana.
– Bueno es saberlo – dijo para sí Quevedo, probando si su daga salía con facilidad de la vaina.
– Me alegro por otra parte de que el bueno de Montiño haya tenido que ir á ver á su hermano. Tenía que hablarte.
– Yo también. Desde el día en que te vi estoy sufriendo, Juan. Primero, porque te amé, luego… porque cuando te amé conocí lo horrible que era estar unida para toda la vida con un marido como el mío. Hace seis meses que te escuché, y poco menos tiempo que te recibí en esta habitación por primera vez. La vida se me hace insoportable, Juan. Yo no puedo vivir así. Se pasan semanas y aun meses sin que podamos hablar… me veo obligada á contentarme con verte cruzar allá abajo por lo hondo del patio paseando con ese eterno amigo tuyo de quien tengo celos… me parece que le quieres más que á mí, que á mí me tomas por entretenimiento.
– ¡Dios de Dios! – exclamó el sargento mayor, atusándose el mostacho y parándose delante de Luisa, el un pie adelante, afirmando el cuerpo en el otro y la mano en la cadera; ¿pues por qué, buena moza, no estoy yo ahora en Nápoles?
– ¿Qué diablos tendrá que hacer este tunante en Nápoles? – pensó Quevedo – ; oigamos, y palabras al saco.
– Es que si tú te fueras y no me llevaras, yo moriría de pesar.
– Descuida, descuida, paloma mía – dijo volviendo á su paseo el soldado – , que en concluyendo cierta empresa que tenemos acá entre manos, iremos á Nápoles á concluir otra. Tú no sabes bien con qué hombre tratas y qué hombres tratan con él.
– Lo que es el que pasa contigo por los corredores bajos de palacio no me gusta nada – dijo Luisa – , tiene el mirar de traidor.
– ¡Ah! ¡Agustín de Avila, el honrado alguacil de casa y corte! Pues mira, él no dice de ti lo mismo. Sólo se le ocurre un defecto que ponerte.
– Me importa poco.
– Maravíllase mi amigo de que teniendo por amante un hombre tal como yo, puedas vivir al lado de un marido tal como el tuyo.
– ¿Y qué le he de hacer?
– Ya te lo he dicho…
– ¡Oh! ¡nunca!.. ¡nunca!.. ¡qué horror! – exclamó Luisa.
– Pues será necesario que renuncies á verme.
– ¡Juan! – exclamó Luisa, cuyos ojos se llenaron de lágrimas.
– Preciso de todo punto: las cosas se ponen de manera que no se puede pasar más adelante. ¿No oyes que esta noche la reina ha salido á la calle?
– ¡Oh! no, eso no puede ser.
– ¿Que la amparaba un hombre desconocido?..
– ¡Dios mío! ¿pero qué tengo yo que ver con todo eso?
– Que ese hombre ha herido malamente á don Rodrigo Calderón.
– ¿Y á ti qué te importa?
– Luisa, todo lo que soy, lo debo á don Rodrigo.
– Bueno es ser agradecidos, pero cuando no nos piden imposibles.
– Nada hay imposible cuando se ama.
– Don Rodrigo no puede pedirte tanto.
– Debo á don Rodrigo el no haber dado en la horca.
– ¡En la horca tú! ¿y por qué?
– Por una calumnia. Pero tal, que si no hubiera mediado don Rodrigo…
– ¿Y qué te cargaron?
– ¡Bah! ¡poca cosa! Haber envenenado al marido de una querida mía.
– ¿Y eso es verdad? – dijo estremeciéndose Luisa.
– Ni por asomo; pero como yo era amigo del marido y entraba en la casa aun cuando él no estaba, y la mujer era una moza garrida, y un día amaneció muerto el marido, y dieron en decir los que le vieron que tenía manchas en el rostro…
– ¿Y eso era verdad?
– Pudo serlo, pero no lo era. Pues tanto dijeron y murmuraron y hubo tantos que supusieron que yo era el causante de aquella muerte, que dieron con los dos, con ella y conmigo, en la cárcel.
– ¡Dios mío!
– Ella murió.
– ¿La ajusticiaron?
– Tanto da, porque la pusieron al tormento y no pudo resistir.
– ¡Dios mío! ¿Y á ti no te atormentaron?
– Sí, pero el alcalde y el escribano eran amigos; mejor: les había hablado don Rodrigo, y aun más que hablado, y lo del tormento quedó en ceremonia. Dos meses después estuve libre y salvo y declarada mi inocencia, y para satisfacerme, de capitán que era de la guardia encarnada, hízome su majestad, por los buenos oficios del duque de Lerma, á quien don Rodrigo había dicho mucho bien mío, sargento mayor de la guardia española: mira, pues, si estoy obligado á servir á don Rodrigo.
– ¡Juan! ¡Juan! ¡por Dios! no me obligues á lo que yo no quiero hacer.
– ¿Pero á ti qué te importa? Toda la culpa caerá sobre tu marido.
– ¡Y si le ahorcaran inocente!.. ¡no y no!
– Pues bien, no me volverás á ver.
– No, tampoco.
– ¿En qué quedamos, pues? ¿no te digo que estoy haciendo falta en Nápoles?
– Echad abajo la ventana con vuestras fuerzas de toro, hermano – dijo rápidamente Quevedo al oído del bufón.
– Paciencia y calma, y dejemos que corra el ovillo – dijo el bufón.
Una ráfaga de viento arrastró las palabras de Quevedo y del tío Manolillo.
Habíase distraído Quevedo, y cuando volvió á mirar, vió que don Juan de Guzmán mostraba á Luisa un objeto envuelto en un papel, sobre el cual arrojó una mirada medrosa Luisa.
– No, no – repitió la joven – . ¡Qué horror!
– Pues bien – dijo el sargento mayor guardando el papel con una horrible sangre fría – , no hablemos más de eso. Adiós.
Y se dirigió á la puerta.
– No, no – dijo Luisa arrojándose á su cuello – , lo pensaré.
– Pues bien, piénsalo y… si te resuelves, pon por fuera de la ventana un pañuelo encarnado.
– Bien, sí, ¿pero te vas?
– Es preciso, preciso de todo punto; no puedo detenerme ni un momento. No sabes, no sabes lo que sucede.
– ¡Oh, Dios mío! ¡y sabe Dios cuándo podremos volvernos á ver!
– Cuando volvamos á vernos será para no separarnos. Pero adiós, adiós, que estoy haciendo falta en otra parte.
–¿Dónde hará falta este pícaro? – dijo Quevedo.
Oyóse entonce un beso dentro de la habitación. Cuando miró Quevedo de nuevo por los agujeros, ni Luisa ni don Juan de Guzmán estaban en la estancia.
– Nada tenemos que hacer ya aquí – dijo el tío Manolillo. Yo lo sospechaba, pero no había creído que se diesen tanta prisa. ¿Y no haber muerto ese infame de don Rodrigo? ¿tenía acaso las manos de lana el bastardo de Osuna? Pues no, cuando su padre daba un golpe no le daba en vano.
– Desengañáos, desengañáos, hermano Manolillo – dijo Quevedo – : hay hombres que tienen siete vidas como los gatos.
Y volvióse bruscamente hacia el almenar, y poniendo en él las manos, exclamó con ronca voz entre las tinieblas:
– ¡Ah! ¡infame alcázar, cueva de la tiranía, almacén de pecados, arca de inmundicias, maldígate Dios, maldígate como yo te maldigo!
– ¡Oh!, sí, maldiga Dios estos alcázares de la soberbia, donde sólo se respira un aire de infamia – exclamó el bufón.
– Un día soplará viento de venganza, y estos alcázares serán barridos como las hojas secas – murmuró con acento profético Quevedo – . Pero hasta entonces, ¡cuánto crimen, cuánta sangre, cuántas lágrimas!
– Habéis visto lo alto del alcázar, hermano don Francisco, y voy á llevaros á que veáis lo bajo. Seguidme.
– En buen hora sea, vamos á sorprender al alcázar en otra hora mala.
– Llegamos á los desvanes; bajad la cabeza, hay cinco escalones.
Poco después añadió el bufón:
– Abrid la linterna. Voy á llevaros á la cámara de la reina.
– Vamos, hermano, vamos, y que Dios nos tome en cuenta esta aventura gatuna, y el no haberla dado buena de esa infame adúltera y de ese rufián asesino.
– No hubiera sido prudente matar á don Juan de Guzmán; hubiera sido romper una de las cien manos de que se valen los traidores, y nada más; les sobrarían medios de llevar á cabo sus proyectos, de modo que acaso no podríamos conocerlos y estar á punto para destruirlos. Confiad en mí, que ni duermo ni reposo, que estoy siempre alerta, y que como decís muy bien, soy el mochuelo del alcázar, y que contando con vos, don Francisco, nada temo. Don Rodrigo se nos escapa; pero juro á Dios, que como el diablo no le ayude…
– Diablo y aun diablos debe tener al lado, cuando esta noche no ha dado con él al traste el bravo Juan Montiño. Pero dejad, dejad, yo tengo una espada tal y tan maestra que ella sola se va á donde conviene y no toca á un hombre que no le mate. Pero si no me engaño, estamos en el negro boquerón que vos encontrásteis tapiado cuando buscábais á vuestro gato.
– Y providencia de Dios fué que se me ocurriera destapiarle, porque yo me dije: detrás de ese tabique debe haber algo, algo que yo no conozco, y eso que me son familiares todos los escondrijos del alcázar: como que he nacido en él, y en él he pasado los cincuenta años de mi vida. Destapé y hallé con alegría lo que nadie conoce más que yo, y lo que vos vais á conocer. Entremos.
Dirigiéronse al negro boquerón, y Quevedo se encontró en lo alto de unas polvorientas escaleras de piedra, y tan estrecho el caracol, que apenas cabía por él una persona; aquella escalera estaba abierta, sin duda, en el grueso muro.
Empezaron á descender.
Quevedo contaba los escalones.
A los ochenta, el bufón tomó por una estrecha abertura abovedada.
La escalera continuaba.
– Por aquí – dijo el bufón.
Y siguió por el pasadizo.
A los cien pasos abrió una puerta, y siguió por el mismo pasadizo, que se ensanchaba algo más.
A los pocos pasos se detuvo junto á una puerta situada á la izquierda.
– Mirad – dijo á Quevedo – : esta puerta secreta corresponde al dormitorio de su majestad.
– ¡Ah!, ¿y para qué os detenéis? ¿qué vamos á hacer en el dormitorio de la reina?
– Mirad, mirad, y veréis algo que os asombrará.
– ¿Y cómo miro? ¿creéis acaso que yo tengo la virtud de ver á través de las paredes, como al través del vidrio de mis antiparras?
– Yo, para observar, he abierto dos agujeros pequeños. Helos aquí.
– ¡Ah! ¡famosa catalineta real! – dijo Quevedo arrimando sus espejuelos á las dos pequeñas perforaciones que le había mostrado el bufón.
– ¡Jesucristo! – exclamó Quevedo en voz muy baja – : ¿sera verdad lo que me habéis dicho acerca de ser pieza mayor el rey? En el lecho de la reina, más allá de ella, á quien da la luz de la lámpara sobre el bello semblante dormido, hay un bulto. Y en un sillón junto al lecho, vestidos de hombre.
– Y un rosario de perlas.
– ¡Ah! ¡es el rey!
– ¿Pues quién otro pudiera ser, ahí, en ese dormitorio y en ese lecho?
– ¡Maravilla! ¡milagro! ¡y la reina parece feliz y satisfecha, sonríe á sus sueños!
– Guárdela Dios á la infeliz – dijo el bufón – ; pero sigamos.
– Duerman en paz sus majestades – dijo Quevedo siguiendo al bufón.
Este se detuvo un poco más allá.
– Aquí hay otra puerta – dijo – , y en ella otros dos agujeros. Mirad.
– ¡Ah! – dijo Quevedo mirando – , ¡ah corazón mío! ¡guarda, guarda y no latas tan fuerte, que te pueden oír!
– ¿Qué veis, que murmuráis, don Francisco?
– Veo á la condesa de Lemos que vela… y que llora.
– ¡Ah! ¿y no se os abre el corazón?
– Abriera yo mejor esta puerta.
– No quedará por eso si queréis; pero luego: seguidme y veréis más.
– ¿Y qué más veré?
– Habéis visto á la hija llorando; y es muy posible que veáis al padre rabiando.
– ¿Y qué hace en el alcázar su excelencia?
– Ha venido á ver al rey y no le ha encontrado en su cámara: le han dicho que el rey está en la cámara de la reina, y si se le ha puesto saber hasta qué hora están juntos sus majestades, se habrá quedado sin duda en la cámara real; pero hablemos bajo no sea que nos oigan.
– Para no ser oídos, lo mejor es ser callados.
– Aquí – dijo con acento imperceptible el bufón, señalando otra puerta y en ella otros dos agujeros.
El bufón no se había engañado: el duque de Lerma velaba en la cámara real; pero no estaba solo.
En el momento en que se puso en acecho Quevedo, un ujier acababa de introducir en la cámara á un hombre vestido de negro á la usanza de los alguaciles de entonces: era alto y seco, de rostro afilado, grandes narices, expresión redomada y astuta, y parecía tener un doble miedo por el lugar en que había entrado, y por la persona ante quien se encontraba.
– ¿Tú eres Agustín de Avila, alguacil de casa y corte? – dijo el duque.
– Humildísimo siervo de vuecencia – dijo el corchete mientras Quevedo apuntaba en el libro de su memoria el nombre y la catadura del preguntado.
– ¿Has visto á don Rodrigo Calderón que está herido en mi casa?
– Sí, señor.
– Te habrá dado instrucciones.
– Y las he cumplido, señor; sé quién es el delincuente, ó por mejor decir, los delincuentes.
– Yo debí de haber matado á Francisco de Juara – pensó Quevedo – ; á veces la caridad es tonta, estúpida. Acúsome de necio: encerrado me doy.
El alguacil entre tanto sacaba un mamotreto de entre su ropilla.
– He aquí las diligencias de la averiguación de ese delito, excelentísimo señor – dijo el corchete.
– Diligencias que habréis hecho vos solo, sin intervención de otra persona alguna.
– Sí, señor.
– Leed.
– «Yo, Agustín de Avila…»
– Adelante.
«…llamado por su señoría el señor conde de la Oliva…»
– Adelante, adelante.
«…encontré á su señoría herido malamente…»
– Al asunto.
«…Preguntado Francisco de Juara, lacayo del señor conde de La Oliva dónde había estado esta noche desde su principio y con qué personas había hablado, dijo: que al principio de la noche, su señor le mandó seguir á un embozado; que habiéndole seguido, el embozado se entró en el zaguán de las casas que en esta corte tiene el excelentísimo señor duque de…»
– Adelante.
«…Que los porteros no dejaron entrar al embozado, que se sentó en el poyo del zaguán. Que el declarante se puso á esperarle; que á poco entró en el zaguán don Francisco de Quevedo y Villegas…»
– ¡Ah! – dijo el duque.
– ¡Pecador de mí! – murmuró Quevedo.
«…Que el embozado á quien el declarante vigilaba, habló con don Francisco, y que amparado por éste, dejáronle subir los porteros; que el que declara, se quedó esperando; que bien pasadas dos horas, el mismo embozado que había entrado en casa del señor duque, salió acompañado del señor Francisco Martínez Montiño, cocinero mayor de su majestad, y que entrambos rodearon la manzana, y se detuvieron junto al postigo de la casa de su excelencia, donde estuvieron hablando algún espacio, después de lo cual, el cocinero mayor partióse, y el embozado se quedó escondido en un zaguán frente al postigo de la citada casa de su excelencia. Que el declarante se quedó observándole á lo lejos. Que algún rato después se abrió el postigo de la casa del duque y salió un hombre sobre el cual se arrojó á cuchilladas el embozado que estaba escondido; que á poco las cuchilladas cesaron y el embozado y el otro se dieron las manos, hablaron al parecer como dos grandes amigos, y se escondieron en el zaguán. Que transcurrida bien una hora, se abrió otra vez el postigo y salió un hombre, en quien el declarante conoció, á pesar de lo obscuro de la noche, por el andar, á su señor don Rodrigo Calderón; que apenas don Rodrigo había andado algunos pasos cuando fué acometido, y que queriendo ir el declarante á socorrerle, como era de su obligación, se encontró con el otro hombre, que le esperaba daga y espada en mano, y en quien á poco tiempo conoció á don Francisco de Quevedo. Que siendo el don Francisco, como es notorio, muy diestro, y muy bravo, y muy valiente, y viendo el declarante que no podía socorrer á su señor, tomó el partido de ir á buscar una ronda, y huyó dando voces. Que á las pocas calles encontró un alcalde rondando, y que por de prisa que llegaron al lugar de la riña, encontraron á los delincuentes huidos y al señor don Rodrigo mal herido y desmayado y abierta la ropilla como si hubiese sido robado, rodeado de los criados del señor duque de Lerma, que habían acudido con antorchas; que trasladaron al señor don Rodrigo á la casa del señor duque, y puesto en un lecho y llamado un cirujano, el alcalde tomó declaración indagatoria bajo juramento apostólico al declarante; y á los criados del duque.» Esta, excelentísimo señor, es la declaración de Francisco de Juara tomada por mí, y á cuyo pie el declarante ha puesto una cruz por no saber firmar.
El duque de Lerma se levantó y se puso á pasear hosco y contrariado á lo largo de la cámara.
– ¿Y no hay más que eso? – dijo después de algunos segundos de silencio.
– Sigue la diligencia de haber buscado al cocinero mayor del rey y de no haberle encontrado.
– ¿Pues dónde está Montiño?
– Según declaración de su mujer, Luisa de Robles, ha partido á Navalcarnero, á donde decía haber ido su esposo á causa de estar muriendo un hermano suyo. Preguntada además si sabía que acompañase alguien á su marido, contestó que no: pero que podrían saberlo los de las caballerizas, porque siempre que Montiño hace un viaje, lo hace sobre cabalgaduras de su majestad. Luisa Robles puso una cruz por no saber firmar al pie de su declaración.
– Iríais á las caballerizas.
– Ciertamente, señor, y tomando indagaciones, supe que el señor Montiño había partido solo con un mozo de espuela. Y como sabía las señas del embozado, esto es, sombrero gris, capa parda y botas de gamuza, supe que aquel hombre había llegado aquella tarde en un cuartago viejo que me enseñaron en las caballerizas, donde le había mandado cuidar el señor conde de Olivares, caballerizo mayor del rey.
– ¡Cómo! ¿conoce don Gaspar de Guzmán al que ha dado de estocadas á don Rodrigo? – dijo Lerma hablando más bien consigo mismo que con el alguacil.
– No; no, señor; pero el incógnito había tenido una disputa con un palafranero á propósito de su viejo caballo, había querido zurrarle, sobrevinieron el señor conde de Olivares y el señor duque de Uceda, y el desconocido se descargó diciendo que era sobrino del cocinero mayor de su majestad.
– ¡Sobrino de Montiño!.. – exclamó el duque – . ¿Y no habéis afirmado más la prueba del parentesco del reo con el cocinero mayor?
– Sí; sí, señor; como el reo había ido á las cocinas en busca del que llamaba su tío, fuí á las cocinas yo. Era ya tarde y solo encontré á un galopín que se llama Cosme Aldaba. Díjome que, en efecto, á principios de la noche había estado en las cocinas un hidalgo preguntando por su tío, y que le habían encaminado á casa de vuecencia, donde se encontraba el cocinero mayor.
– ¿Volveríais á mi casa?
– Volví.
– ¿Preguntaríais á la servidumbre?
– Pregunté.
– ¿Y qué averiguásteis?
– Aquí está la declaración de un paje de vuecencia llamado Gonzalo Pereda, por la que consta, que el cocinero mayor del rey le mandó servir de cenar en la misma casa de vuecencia á un su sobrino, á quien llamó Juan Montiño.
– ¿De modo que ese Juan Montiño y don Francisco de Quevedo y Villegas son amigos? – dijo el duque.
El alguacil se calló.
– Dadme esas diligencias – dijo el duque.
Entrególas el alguacil.
– Idos, y que á persona viviente reveléis lo que habéis averiguado.
– Descuidad, señor – dijo el corchete, y salió de la cámara andando para atrás para no volver la espalda al duque.
Cogió éste y examinó minuciosamente los papeles que le había dejado el alguacil, y después los guardó en su ropilla y llamó.
– ¿Ha venido el señor Gil del Páramo? – dijo á un maestresala que se presentó á su llamamiento.
– En la antecámara espera, señor – dijo el maestresala.
– Hacedle entrar.
Entró un hombre de semblante agrio y ceñudo, vestido con el traje de los alcaldes de casa y corte, y se inclinó profundamente ante el duque.
– ¿Sois vos el que rondaba cuando encontrásteis herido al señor conde de la Oliva?
– Sí, excelentísimo señor.
– ¿Traéis con vos las diligencias que habéis practicado?
– Sí, excelentísimo señor.
– Dádmelas.
– Tomad, excelentísimo señor.
– Guardad un profundo silencio acerca de lo que sabéis y no procedáis en justicia.
– Muy bien, excelentísimo señor.
– Podéis retiraros.
– Guárdeos Dios, excelentísimo señor. El alcalde salió.
El duque se sentó en un sillón y quedó profundamente pensativo.
– ¿Te alegras ó te pesa de lo acontecido? – dijo Quevedo, procurando ver al través de la inmóvil expresión de aquel semblante – . Allá veremos. En cuanto á mí, no me escondo. No por cierto. ¿Cómo he tener yo miedo de un hombre que no sabe lo que le sucede? Ahora bien, amigo bufón, ¿queréis guiarme á la puerta de la cámara donde está la condesa de Lemos?
– Que no os haga doña Catalina hacer una locura; yo que vos me escondía.
– Pues ved ahí, yo voy ahora más que nunca á darme á luz. Pero guiad, hermano, guiad.
El bufón desandó lo andado, llegó frente á una puerta y dijo:
– Aquí es.
– Esperad, esperad y no habléis; reconozcamos antes el campo. En palacio es necesario andar con pies de plomo.
– Paréceme que hablan en la cámara.
– Pues escuchemos.
Quevedo observó.
Un gentilhombre estaba respetuosamente descubierto delante de doña Catalina.
– ¿Conque es decir que la señora camarera mayor – dijo la de Lemos – se ha puesto tan enferma que se ha retirado?
– Y os suplica que la reemplacéis, noble y hermosa condesa.
– Muy bien; retiráos.
– ¿De todo punto?
– De todo punto; que cierren bien las puertas exteriores y que las damas, las meninas y las dueñas se retiren también.
– ¿Y se va vuecencia á quedar sola?
– Que esperen dos de mis doncellas en la saleta de afuera.
– Muy bien, señora; Dios dé buenas noches á vuecencia.
– Gracias.
El gentilhombre salió.
Quevedo oyó cerrar las puertas.
La condesa se destrenzó los cabellos, se abrió el justillo, llegó á la luz, la apagó, y luego oyó Quevedo como el crujir de un sillón al sentarse una persona.
Quevedo cerró su linterna y dijo al bufón:
– Abrid y hasta otro día.
– Pero, hermano don Francisco, ¿os vais á encerrar sin escape en la cueva del león?
– La condesa de Lemos cuidará de darme salida.
– Dios quede con vos, hermano.
– Hermano, Él os acompañe.
Crujió levemente la puerta, y en silencio Quevedo adelantó sobre la alfombra.
La puerta volvió á cerrarse sin ruido.
Pero la condesa no dormía y percibió los pasos de Quevedo.
– ¿Quién va? – dijo á media voz levantándose.
– No gritéis, por Dios, señora de mis ojos – dijo Quevedo – , que el amor me trae.
– Os trae Dios – contestó doña Catalina – , porque tenemos mucho que hablar.
– Pues hablemos.
– Pero no á obscuras.
Quevedo abrió su linterna.
– Gracias, mi buen caballero – dijo la de Lemos – ; ahora sentáos y escuchadme.
– Siéntome y escucho.
– Oíd.
Doña Catalina y Quevedo, inclinados el uno hacia el otro, empezaron á hablar en voz baja.