Читать книгу El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III - Fernández y González Manuel - Страница 2

TOMO PRIMERO
CAPÍTULO II
INTERIORIDADES REALES

Оглавление

Doña Juana de Velasco, duquesa viuda de Gandía, era camarera mayor de la reina.

La viudez ú otras causas que no son de este lugar, habían empalidecido su rostro y poblado, aunque ligeramente, de canas sus cabellos.

Pero, á pesar de esto, el rostro de doña Juana era bastante bello, dulcemente melancólico, y sobre todo expresaba de una manera marcada la conciencia que la buena señora tenía de su nobleza, que, según los doctores del blasón, se remontaba nada menos que á los tiempos de la dominación romana.

Satisfecha con su cuna, con la posición que ocupaba en la corte y con sus rentas, que la bastaban y aun la sobraban para destinar parte de ellas á la caridad, doña Juana de Velasco, ó sea la duquesa de Gandía, era feliz, salvo algunos importunos recuerdos de su juventud.

No se crea por esto que la camarera mayor de la reina gozaba de una manera pasiva de su buena posición, ni que de tiempo en tiempo no la molestase algún grave disgusto.

Si la duquesa de Gandía no hubiese funcionado como una rueda, más ó menos importante, en la máquina de intrigas obscuras que estaba continuamente trabajando alrededor de Felipe III, no hubiera sido camarera mayor de la reina.

La duquesa de Gandía era acérrima partidaria de don Francisco de Sandoval y Rojas, duque de Lerma, marqués de Denia y secretario de Estado y del despacho.

Tenía para ello muy buenas razones, porque sólo apoyándose en buenas razones, podía ser amiga del duque la virtuosa duquesa.

Dotada de cierta penetración, de cierta perspicacia, comprendía la duquesa que Felipe III, si bien era rey por un derecho legítimo, que nadie podía disputarle, era un rey que no era rey más que en el nombre.

Sabía perfectamente la duquesa, sin que la quedase la menor duda, que Felipe III era miope de inteligencia; que sólo había heredado de su abuelo Carlos V ciertos rasgos degradados de la fisonomía; que el cetro se convertía en sus manos en rosario; que era débil é irresoluto, accesible á cualquiera audacia, á cualquiera ambición que quisiera volverle en su provecho, y lo menos á propósito, en fin, para regir con gloria los dilatadísimos dominios que había heredado de su padre.

La duquesa para decirlo de una vez, estaba plenamente convencida de que el rey necesitaba andadores.

La duquesa estaba también completamente convencida de que el duque de Lerma venía á ser los andadores de Felipe III.

El carácter tétrico del rey; su indolencia; su repugnancia, mal encubierta, á la gestión de los negocios públicos; su falta de instrucción y de ingenio, hacían de él un rey vulgarísimo, en el cual ningún ministro podía apoyarse confiadamente, puesto que cualquiera intriga mal urdida bastaba para dar al traste con el favorito y para establecer esa sucesión ruinosa de gobernantes egoístas é interesados que, desprovistos de todo pensamiento noble y fecundo, alentados sólo por una ambición repugnante, dan el miserable espectáculo de una lucha mezquina, que acaba por empequeñecer, por degradar á la nación que sufre con paciencia esta vergonzosa guerra palaciega.

El duque de Lerma, que después de una larga vida de cortesano, que le había hecho práctico en la intriga, llegó á ser árbitro de los destinos de España como ministro universal al advenimiento al trono de Felipe III, se había visto obligado, desde el principio de su privanza, á rodear al rey de hechuras suyas, á intervenir hasta en las interioridades domésticas de la familia real, y, lo que era más fatigoso y difícil, á contrabalancear la influencia de Margarita de Austria que, menos nula que el rey, quería ser reina.

Esto era muy natural; pero por más que lo fuese no convenía al duque de Lerma, que quería gobernar sin obstáculos de ningún género.

La duquesa de Gandía, pues, con muy buena intención, y creyendo servir á Dios y al rey, era el centinela de vista puesto por el duque junto á la reina.

Servía la duquesa á Lerma tan de buena voluntad, con tan buena intención, ya lo hemos dicho, como que creía que todo lo que faltaba á Felipe III para ser un mediano rey, sobraba á Lerma para ser un buen ministro.

Militaban además en el ánimo de la duquesa en pro del favorito, razones particulares de agradecimiento.

La duquesa era madre.

Lerma favorecía abiertamente á su hijo, el joven duque de Gandía, confiriéndole encargos altamente honoríficos.

Por rico y por noble que sea un hombre, hay ciertos cargos que enaltecen su posición, que aumentan su brillo.

La duquesa de Gandía estaba con justa causa agradecida al duque de Lerma.

Y como los bien nacidos no excusan nunca obligaciones á su agradecimiento, la duquesa servía á Lerma por convicción y por deber.

Pero era el caso que Lerma tenía más vanidad que perspicacia, y solía suceder que construyese sus más soberbios edificios sobre arena.

Así es que con frecuencia se equivocaba en la elección de sus instrumentos, tomando lastimosamente la adulación por afecto y el servilismo por solicitud.

El duque de Lerma se había creado sus enemigos en sus mismos instrumentos, y debía conservar el poder hasta el momento en que, robustecidos por él sus adversarios, se encontrasen bastante fuertes para derrocarle.

Respecto á la duquesa de Gandía, la equivocación de Lerma había sido de distinto género: ella le servía de buena fe, pero la duquesa no servía para el objeto á que la había destinado el duque.

Porque la reina era más perspicaz, y sin ser un prodigio, porque en los tiempos de Felipe III, los prodigios personificados habían dejado completamente de manifestarse en España; sin ser un prodigio la reina, tenía un claro talento, y maravillosamente desarrollada esa cualidad que se llama astucia femenil.

Desde el principio comprendió Margarita de Austria que su camarera mayor era un instrumento de Lerma, y no le rompió porque prefería un enemigo de quien podía burlarse, á arrostrar el peligro de que, más precavido el duque, ó más atinado en una segunda elección, la pusiese al lado una influencia más temible.

La reina, pues, procuró neutralizar el poder de Lerma respecto al insuficiente espía que la había puesto al lado, colmando de favores y distinciones á la duquesa y demostrándola un cariño de amiga, más que de soberana.

La duquesa tragó el anzuelo, y no vió de la reina más que lo que la reina quiso que viese.

Lerma no logró, pues, nunca saber á lo que debía atenerse á ciencia cierta respecto á la reina.

La duquesa creía verlo todo, y halagada de una parte por los favores del favorito, y de otra por el cariño traidor de la reina, vivía tranquila y feliz, salvo algunos disgustos inherentes á su posición, inevitables.

Como mujer de Estado, tenía satisfecha su vanidad, creyéndose uno de los primeros y más importantes resortes del gobierno.

Como mujer particular, había pasado de la edad de las pasiones, gozaba del respeto y de la consideración de todo el mundo, y pasaba la parte de vida que la dejaban libre los delicados deberes de su alto cargo, rezando, leyendo vidas de santos ó durmiendo.

De lo expuesto se deduce que la duquesa de Gandía vivía soñando.

Y como la vida es sueño, vivía.

Para algo hemos presentado á nuestros lectores esta señora.

Ella va á servirnos de medio para empezar á conocer de una manera gráfica, por decirlo así, á uno de los más importantes personajes de nuestro drama.

Aquella misma noche en que acontecieron al sobrino de su tío las extraordinarias aventuras que dejamos relatadas en el capítulo anterior, y cabalmente en los momentos en que el joven sostenía su extraño diálogo con la dama encubierta, doña Juana de Velasco estaba sentada en un ancho sillón forrado de terciopelo, al lado de una mesa, leyendo á la luz de los dobles mecheros de un enorme velón de plata, un no menos enorme libro á dos columnas, mal impreso y cuyo papel era fuertemente moreno.

Aquel libro tenía por título: Miedos y tentaciones de San Antonio Abad.

La habitación en que la duquesa se encontraba era una extensa cámara del alcázar, cuyas paredes estaban cubiertas de damasco rojo, y adornadas con enormes cuadros del Tiziano, de Rafael y de Pantoja de la Cruz.

El techo, obscuro, de pino, tallado profundamente, según el gusto del Renacimiento, estaba, á causa de su altura, casi perdido en la sombra, que no alcanzaba á disipar la insuficiente luz del velón; acontecía lo mismo respecto á las paredes que, veladas por una penumbra opaca, hacían aparecer de una manera extraña y descompuesta las figuras de los cuadros; y el fuego brillante de un brasero colocado á cierta distancia, en la sombra, contribuía á dar cierto aspecto fantástico y siniestro á aquella silenciosa cámara, en la cual no se veía de una manera determinada más que el plano de la mesa en que estaba el velón, parte de la pared, en que proyectaba una sombra fuerte la pantalla, y medio cuerpo de la duquesa, con su toca blanca y su vestido negro, leyendo en silencio y con una atención gravísima.

No se oía ruido alguno, á excepción del zumbar del viento, y el chasquido de una ventana que el viento cerraba de tiempo en tiempo, produciendo un golpe seco y desagradable.

La duquesa seguía engolfada en su lectura.

De repente se estremeció y palideció.

Había llegado á un pasaje en que el demonio estaba retratado tan de mano maestra, que la duquesa tuvo miedo, y cerró el libro santiguándose.

Un segundo estremecimiento más profundo, más persistente, se dejó notar en doña Juana, que exhaló un grito y se puso de pie aterrada.

No podía ser el libro lo que había causado este nuevo terror.

En efecto, había sido distinta la causa.

La duquesa había visto abrirse una de las paredes de la cámara, y salir por la abertura una sombra negra.

Su sobresalto, pues, era muy natural.

Pero sobre los hombros de la figura negra, había una cabeza blanca con sus correspondientes cabellos rubios.

Era, pues, un hombre lo que la duquesa había tomado por una aparición del otro mundo.

– ¡Chists! ¡no gritéis, mi buena doña Juana! – dijo aquel hombre poniéndose un dedo sobre los labios – ; ¿no veis que vengo solo y de una manera misteriosa?

– En efecto, señor, y me habéis dado un buen susto – dijo la duquesa.

– Vos no sabíais que en las habitaciones de la reina había puertas ocultas, ¿eh? pues ni yo tampoco.

– Pero vuestra majestad… si saben…

– Os diré: nadie puede saber nada, porque he venido emparedado.

– Dejad, dejad que vuelva de mi susto, señor; ¿conque es decir que si no hubiera sido vuestra majestad…?

– Eso digo yo: en nuestro alcázar tenemos entradas y salidas que no conocemos; de modo que si algún miserable como Ravaillac conoce estos pasadizos, estamos expuestos á morir de la muerte del rey de Francia.

– En España no hay regicidas, señor: además, vuestra majestad es un rey justo y bueno y no tiene enemigos.

– Dicen que Enrique IV era un buen rey.

– Pero hereje…

– ¡Ah! por la misericordia de Dios, somos buenos hijos de Roma. Sin embargo, ¡si supiérais, doña Juana, de qué manera he sabido que se puede venir de mi cámara á la de la reina sin que nadie lo sepa!

– ¿Pues cómo? ¿no conoce vuestra majestad á quien se lo ha revelado?

– Cerrad las puertas, doña Juana, cerradlas, que no quiero que nadie nos vea, y venid á sentaros después conmigo junto al brasero. Hace frío, sí, sí por cierto, mucho frío. Tenemos que hablar largamente.

Mientras que la duquesa de Gandía cierra las puertas, toda admirada y toda cuidadosa, examinemos al rey, que se había sentado junto al brasero y removía el fuego aspirando su calor con un placer marcado.

Felipe III sólo tenía entonces treinta y tres años, pero su palidez enfermiza y la casi demacración de su semblante le hacían parecer de más edad; su frente era estrecha, sus ojos azules no tenían brillo, ni el conjunto de sus facciones energía; el sello de la raza austriaca, ennoblecido por el emperador Don Carlos, estaba como borrado, como enlanguidecido, como degradado en Felipe III; aquella fisonomía no expresaba ni inteligencia, ni audacia, sino cuando más la tenacidad de un ser débil y caprichoso; el labio inferior, grueso, saliente, signo característico de su familia, no expresaba ya en él el orgullo y la firmeza: había quedado, sí, pero un tanto colgante, expresando de una manera marcada la debilidad y la cobardía del alma; aquel labio en Carlos V había representado la majestad altiva y orgullosa: en Felipe II, el despotismo soberbio; en Felipe III, nada de esto representaba: ni el dominador, ni el déspota se había vulgarizado, se había degradado; no era un rasgo, sino un defecto.

Añádase á esto un cuerpo delgado y pequeño, caracterizado con el aspecto fatigoso de un cansancio habitual, y este cuerpo embutido dentro de un traje de terciopelo negro; añádase un cordón de seda del que cuelga sobre el pecho el toisón de oro; un pequeño puñal de corte, pendiente de un cinturón tachonado de pequeños clavos de plata, y al otro lado un largo rosario negro sujeto al mismo cinturón, y se tendrá una idea de Felipe III, tal cual se presentó á la duquesa de Gandía.

– ¿Habéis cerrado ya, doña Juana? – dijo el rey, después que hubo removido á su placer el brasero y colocádose en la posición más cómoda que pudo.

– Sí, señor.

– ¿Es decir, que no puede escucharnos nadie?

– Nadie, señor.

– Sentáos.

Sentóse la duquesa, pero en una actitud respetuosa y á corta distancia del rey.

– Acercáos, acercáos, doña Juana; hace frío… y sobre todo, tenemos que hablar largamente y á corta distancia, á fin de que podamos hablar muy bajo: vengo á buscaros como un amigo; como un amigo que se confiesa necesitado de vos, no como rey.

– Vuestra majestad puede mandarme siempre.

– No tanto, no tanto, doña Juana; ya sé yo que servís con el alma y la vida…

– A vuestra majestad.

– Ciertamente; sirviendo á Lerma, me servís, porque el duque es mi más leal vasallo.

– Lo podéis afirmar, señor… el duque de Lerma…

– El duque de Lerma me sirve bien; pero aquí, entre los dos, doña Juana, me tiraniza un tanto; á pretexto de que la reina es enemiga suya, me tiene casi divorciado; y la reina… está ofendida conmigo… ya lo sabéis.

La duquesa se encontraba en ascuas: lo que la sucedía era un verdadero compromiso, porque, al fin, el rey era el rey.

La rígida etiqueta de la casa de Austria, con arreglo á la cual raras veces se encontraba el rey libre de una numerosa servidumbre, había impedido hasta entonces que Felipe III la abordase con libertad, en su cualidad de cancerbera de la reina; pero aquella desconocida comunicación secreta, la había entregado sin armas y, lo que era peor, desprevenida, á una entrevista particular con el rey.

La duquesa se calló, no encontrando por el pronto otra contestación mejor que el silencio.

Alentado con este silencio, el rey añadió:

– Vos misma conocéis la razón con que me quejo. Lerma es demasiado receloso, demasiado, y no sé qué motivo pueda tener para desconfiar de la reina, para impedirme mi libre trato con ella.

– Nunca, que yo sepa, se ha cerrado á vuestra majestad la puerta de la cámara de su majestad, ni yo, como camarera mayor, lo hubiera permitido.

– Sí; pero yo creo que las paredes de la cámara de la reina oyen.

– Podrá suceder – respondió la duquesa con intención – , si las paredes de la cámara de su majestad tienen pasadizos como ese.

Y la duquesa señaló la puerta secreta que había quedado abierta.

Sea como fuere – dijo el rey – , cuando Lerma sabe que yo voy á ver á la reina, sabe todo lo que la reina y yo hablamos.

– Protesto á vuestra majestad que ninguna parte tengo…

– No, no digo yo eso, ni lo pienso, doña Juana; pero cuando la expulsión de los moriscos… la reina creía que el edicto era demasiado riguroso… pretendía que los reinos de Granada y Valencia iban á quedar despoblados… me indicó otros medios… estábamos solos la reina y yo… al día siguiente en el despacho, estuvo Lerma taciturno y serio y me hizo comprender con buenas palabras que lo sabía todo… es más: extremó los rigores, sin duda saludables, de la ejecución del edicto, y yo tuve después con la reina un serio disgusto; ahora, con la expedición de Inglaterra, la reina pretende que es aventurada, ruinosa, ineficaz… Lerma ha enviado allá á don Juan de Aguilar y la reina se ha negado á recibirme de todo punto.

Detúvose el rey esperando una respuesta, pero la duquesa no contestó.

– ¿Pero no se os ocurre nada que decirme, doña Juana? – dijo el rey, en el cual se iba haciendo cada vez más visible la impaciencia – ; estáis como asustada…

– En efecto, señor, vuestra majestad acaba de decirlo: estoy asustada, y suplico á vuestra majestad que… señor… perdonadme, pero no se me ocurre nada…

– Pues ello es necesario que se os ocurra, señora mía – insistió el rey con un tanto de aspereza – ; preciso… yo no contaba con encontrar á nadie, porque el papel que me han dejado decía…

– ¡Ah! ¡el papel que han dejado á vuestra majestad…!

– ¡Qué! ¿no os he contado…?

– Vuestra majestad me ha dicho…

– Que no sabía nada acerca de estos pasadizos, y eso es muy cierto. Pero… os exijo el más profundo secreto – exclamó interrumpiéndose y con una gravedad, verdaderamente regia, el rey.

– ¡Señor! ¡señor! ¡mi lealtad!

– ¡Sí! ¡sí! ya sé que la lealtad á sus reyes, es una virtud muy antigua en la noble familia de los Velascos. Y hace frío…

La duquesa removió de nuevo el brasero.

– Del mismo modo os exijo secreto, un secreto absoluto, acerca de lo que está sucediendo.

– ¿Pero qué está sucediendo, señor?

– Sucede que yo estoy hablando mano á mano y á solas con vos.

– Lo que me honra mucho.

– Pues bien; que nadie sepa, doña Juana, que habéis sido honrada de este modo… vos no me habéis visto.

– Crea vuestra majestad, señor…

– Sí, sí, creo que después de lo que os he dicho, seréis discreta. Pero estamos pasando lastimosamente el tiempo.

Y el rey fijó una mirada vaga en la puerta que correspondía á la recámara de la reina.

Aquella mirada hizo sudar á la duquesa.

– Sabed – dijo el rey, acercándose más á doña Juana y en voz sumamente baja – que mi confesor ha estado encerrado gran parte de la tarde conmigo.

Detúvose el rey, y la duquesa sólo contestó abriendo mucho los ojos, porque no sabía á dónde iba el rey á parar.

– Fray Luis de Aliaga, me habló de muchas cosas graves que no vienen á cuento… pero tened presente que mi buen confesor estaba solo conmigo.

Interrumpióse el rey, y la duquesa, por toda contestación, volvió á abrir desmesuradamente los ojos.

– Estaba solo conmigo y encerrado – continuó el rey – , ¿entendéis bien, duquesa? solo conmigo y encerrado…

– Sí, sí, señor, entiendo á vuestra majestad.

– Pues bien – dijo el rey soslayándose en el sillón y buscando en uno de los bolsillos de sus calzas – , cuando el padre Aliaga salió, me encontré sobre mi mesa esta carta cerrada, puesta á la vista y que, como veis, dice en su sobrescrito: «A su majestad el rey de España».

La duquesa miró el sobrescrito y continuó callando.

– Escuchad ahora lo que contiene esta carta, que por cierto no es muy larga, pero que, á pesar de su brevedad, es grave, gravísima: sí; ciertamente, muy grave.

Fijó el rey su mirada en la duquesa, que persistió en su silencio.

– Acercad la luz, doña Juana – dijo el rey.

Levantóse la duquesa, tomó el velón y continuó de pie junto á Felipe III, alumbrándole.

– Oíd, pues: oíd, y ved á cuánto os obliga mi confianza.

– Vuestra majestad no puede obligar más, á quien está tan obligada, señor.

– No importa, oíd.

Y el rey se puso á leer:

«Sacra católica majestad: Los traidores que os rodean…»

Dejó el rey de leer, levantó los ojos y miró á la duquesa, que estaba verdaderamente asustada.

– ¡Los traidores que me rodean! – dijo el rey – ¿qué decís á esto?

– Digo, señor, que no lo entiendo – contestó la duquesa.

– Ni yo tampoco – repuso el rey – ; yo creo que estoy rodeado de vasallos leales.

– Alguna miserable intriga…

– Oíd: «los traidores que os rodean, os tienen separado de su majestad la reina…»

Interrumpióse de nuevo el rey.

– En esto de tenerme separado de la reina, tienen mucha razón, y no tenéis en ello poca parte, doña Juana.

– ¡Jesús, señor! – exclamó la duquesa, que á cada momento estaba más inquieta.

– Como que sois muy grande amiga de Lerma.

– Yo… señor… – contestó con precipitación la camarera mayor – cuando se trata del servicio de mis reyes…

– Seguid oyendo… «os tienen separado de la reina: es necesario que este estado de cosas concluya…»

Dejó el rey de leer.

– Y yo también lo creo así – dijo – ; en cuanto á lo de no ver libremente á mi esposa… en esta parte piensa como yo el autor incógnito; pero prosigamos.

Y el rey inclinó de nuevo la vista sobre la carta:

– «…es necesario que este estado concluya, pero ni lo conseguirá vuestra majestad de Lerma, ni tendrá bastante valor… ¡para hacerse respetar!»

– Eso es una insolencia, señor – dijo la duquesa – : quien escribe esto á su rey, no puede ser más que un traidor.

– Eso dije yo… pero más abajo hay algo en que este traidor me sirve mejor que me sirven mis más leales vasallos, inclusa vos, doña Juana.

– ¡Señor! – exclamó toda turbada la duquesa.

– Vais á juzgar – dijo el rey continuando la lectura – : «pero lo que no conseguiríais del duque de Lerma ni de la camarera mayor…»

– ¡Oh, Dios mío! – exclamó la duquesa – : perdóneme vuestra majestad si le interrumpo, pero… me parece que el que ha escrito esta carta me cuenta entre el número de los traidores.

– ¿Quién dice eso? y aunque lo dijesen, ¿creéis que yo me dejaría llevar de carteles misteriosos? Si he dado importancia á éste es porque dice algunas verdades, y, sobre todo, porque ha producido un hecho.

– ¡Un hecho!

– Ciertamente: que yo conozca estos pasadizos. Pero continuemos, que se pasa el tiempo y esta cámara es tan fría…

Inclinóse un tanto la duquesa, y sin dejar de alumbrar al rey, removió de nuevo el brasero.

El rey leyó:

– «…pero lo que no conseguiríais del duque de Lerma ni de la camarera mayor, esto es, hablar con su majestad la reina en su misma cámara, sin temor de ser escuchados por nadie, va á procurároslo quien, no sirviéndoos por interés alguno, sino por su lealtad, os oculta su nombre. Buscad debajo de las almohadas de vuestro lecho: encontraréis un llavín de punta cuadrada; id luego al armario donde tenéis vuestros libros de devoción, y junto á la pared, por la parte que mira á vuestro lecho, encontraréis un agujero cuadrado también; meted en él el llavín, dad vuelta, y el armario se abrirá, dejándoos franco un pasadizo; seguidle en línea recta: á su fin encontraréis una puerta que abriréis con el mismo llavín, y os encontraréis en las habitaciones de… vuestra esposa.»

El rey dobló la carta lentamente, se soslayó de nuevo, y la guardó en su bolsillo.

– ¿Qué decís á esto, doña Juana? – la preguntó el rey.

La duquesa se había quedado con el velón en posición de alumbrar al rey y hecha una estatua.

– Dejad, dejad el velón, y venid á sentaros frente á mi. Dios me perdone, pero juraría que estábais temblando.

– ¡Ah, señor! – dijo la duquesa, que había dejado el velón, volviendo y juntando las manos – ; ¡cuando pienso que un traidor puede llegar hasta aquí impunemente!

– Hasta ahora sólo ha entrado el rey; pero sentáos, sentáos y escuchadme bien: exceptuando lo mal que os trata á Lerma y á vos, yo no sabría con qué pagar á quien me ha procurado los medios de llegar hasta aquí… de poder entenderme buenamente con vos: yo hubiera preferido que esa puerta hubiese dado inmediatamente al dormitorio de la reina.

– ¡Cómo, señor! ¿pesa á vuestra majestad haberme encontrado?

– No me pesaría si no fuéseis tan amiga de Lerma, ó si Lerma no creyera que la reina le quiere mal, aunque en ese caso, para nada necesitaba yo de pasadizos.

– Pero, señor, para mí, vuestra majestad, después de Dios, es lo primero.

– Sí, sí, lo creo… pero… estoy seguro de que… me opondréis dificultades.

– ¡Dificultades! ¡á qué!

– Mirad, doña Juana, yo amo á la reina.

– Digna de ser amada y respetada es su majestad, por hermosa y por discreta.

– La amo más de lo que podéis creer, y vos y Lerma me separáis de ella.

– ¡Yo, señor!..

– Siempre que he pretendido atraeros á mi bando, á mi pacífico bando, os habéis disculpado con las obligaciones de vuestro cargo, con que necesitábais llenar las fórmulas, con que la etiqueta no permite al rey ver á su consorte, como otro cualquier hombre… y yo quiero verla con la libertad que cualquiera de mis vasallos ve á su mujer… ¿lo entendéis?

– Sí; sí, señor, pero…

– Os prometo que nadie lo sabrá: que ese pasadizo permanecerá desconocido para todo el mundo; que aunque la reina quiera hablarme de asuntos de Estado…

– ¿Vuestra majestad me manda, señor, que le anuncie á su majestad la reina? – dijo la duquesa levantándose.

– No, no es eso… no me habéis entendido, doña Juana; yo no os mando, os suplico…

– Señor – dijo la duquesa inclinándose profundamente.

– Sí, sí, os suplico; quiero que reservada, que secretamente, me procuréis la felicidad que tiene el último de mis vasallos: la de poder amar sin obstáculo á su familia; mirad, hablaremos muy bajo la reina y yo… no os comprometeremos…

– Vuestra majestad no puede comprometer á nadie, porque vuestra majestad en sus reinos es el único señor, el único árbitro á quien todos sus vasallos tienen obligación de obedecer y de respetar.

– Pero si no se trata de obediencias, ni de respeto, ni de que toméis ese tono tan grave; lo veo: estáis entregada en cuerpo y alma á Lerma, le teméis; le teméis más que á mí; ¿será cierto lo que dicen acerca de que don Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, duque de Lerma, por nuestra gracia, es más rey que el rey en los reinos de España?

Estremecióse doña Juana, porque Felipe III se había levantado de su indolencia y de su nulidad habituales, en uno de sus rasgos en que, como en lúcidos intervalos, dejaba adivinar la raza de donde provenía.

Tanto se turbó la duquesa, de tal modo tartamudeó, que Felipe III se vió obligado á apearse de su pasajera majestad.

– Os suplico, bella duquesa – la dijo asiéndola una mano y besándosela, como hubiera podido hacerlo un caballero particular – que seáis mi amiga.

– ¿Vuestra majestad desea ver á la reina? – dijo toda azorada doña Juana.

– Deseo más.

– ¿Y qué más desea vuestra majestad?

– Deseo… que… que esto se quede entre nosotros.

– Yo jamás faltaré á lo que debo á mi lealtad, señor.

– Bien, bien; pues ya que soy tan feliz que logro reduciros, id y decid á mi esposa… á la reina… que yo…

– Voy á anunciar á su majestad, la venida de vuestra majestad.

El rey se quedó removiendo el brasero y murmurando:

– Creo, Dios me perdone, que la duquesa me teme: bien haya el que me ha mostrado el camino; pero ¿quién será?¿El padre Aliaga?¡Bah! el padre Aliaga no se anda conmigo con misterios… ¿quién será?¿Quién será?

Abrióse la puerta por donde había entrado poco antes la duquesa, y el rey se calló.

Adelantó doña Juana, pero pálida y convulsa.

– ¿Qué tenéis, duquesa? – dijo el rey, que no pudo menos de notar la turbación de la camarera mayor.

– Tengo… señor… que vuestra majestad va á creer que no quiero obedecerle.

– ¡Cómo!

– Me es imposible anunciar á vuestra majestad.

– ¡Imposible!

– Sí; sí, señor, imposible de todo punto.

– Pero y ¿por qué?..

– Porque… porque su majestad no está sola.

– ¿Que no está sola la reina? ¡Otra desgracia!.. ¿Pero quién está con la reina?

– Está… esa doña Clara Soldevilla; esa menina á quien tanto quiere, á quien tanto favorece, de la cual apenas se separa la reina mi señora… esa mujer á quien no ha sido posible arrancar del lado de su majestad.

– ¡Doña Clara Soldevilla! – dijo el rey palideciendo más de lo que estaba – ; ¿será necesario…?

– Sí; sí, señor; será necesario expulsarla á todo trance de palacio… es… perdone vuestra majestad… una intriganta… una enemiga á muerte del duque de Lerma, de ese grande hombre, del mejor vasallo de vuestra majestad.

– Pero en resumen… ¿el estar la reina con esa mujer impide…? ¿No es éste un refugio vuestro, doña Juana?

– Juro á vuestra majestad por mi honor y por el honor de mis hijos, que me es imposible, imposible de todo punto anunciar á vuestra majestad… á no ser que vuestra majestad quiera que lo sepa doña Clara…

– ¡Ciertamente que soy muy desgraciado!..

– Juro á vuestra majestad, que en el momento en que la reina mi señora quede sola… yo misma… por ese pasadizo, iré á avisar á vuestra majestad…

– ¡Cuando haya vuelto Lerma…! ¡Cuando…! no, no, doña Juana, yo volveré; yo volveré… esta noche á la media noche… esperadme… y yo, yo, Felipe de Austria, no el rey, os lo agradecerá.

Y Felipe III, como quien escapa, se dirigió á la puerta secreta, desapareció por ella y cerró.

La duquesa viuda de Gandía volvió á quedarse sola.

Durante algunos segundos permaneció de pie, inmóvil, anonadada, trémula.

– ¡Pero Dios mío! ¿Qué es esto? – exclamó con la voz temblorosa – . ¿Dónde está la reina? ¿Dónde está su majestad?

Y saliendo de su inacción, se precipitó de nuevo en la recámara de la reina.

Ni en ésta, ni en el dormitorio, ni el oratorio había nadie.

La reina, á juzgar por las apariencias, no estaba en el alcázar; al menos no estaba en las únicas habitaciones donde podía estar, porque suponer que la reina hubiese salido por las puertas de servicio, era un absurdo; ¿pero no podía haber salido la reina por algún pasadizo semejante á aquel por donde había aparecido el rey?

– La reina estaba sola: me despidió á pretexto de sus devociones y se encerró en el oratorio – dijo la duquesa – ; nadie ha entrado, y la reina… su majestad… no parece; ¡oh! ¿qué es esto, Dios mío?

Encontrábase entonces la camarera mayor en el dormitorio de la reina, buscando con una bujía que había tomado del oratorio, por todas partes; su vista estaba maquinalmente fija en el voluminoso lecho, y una idea siniestra, una tradición obscura, que reposaba como otras tantas en el seno del alcázar, vino á herir su imaginación.

– Aquí, en esta misma cámara – murmuró con miedo – , murió la reina doña Isabel de Valois.

La duquesa se detuvo.

– Dicen – continuó – que la envenenó, por celos de su hijo, el rey Felipe II.

La camarera mayor, que hemos dicho era supersticiosa, empezó á encontrarse mal, á tener miedo en el dormitorio.

– ¿Servirían estos pasadizos – dijo – para que el rey observase á su esposa?

Detúvose de nuevo la duquesa.

– Dicen que de tiempo en tiempo suceden en esta cámara cosas extraordinarias… que el alma de la reina doña Isabel…

En aquel momento la puerta que conducía al oratorio de la reina, dió un violento portazo. Sobresaltada, sobrecogida la duquesa, dejó caer la palmatoria que tenía en la mano y se quedó á obscuras.

Entonces sintió junto á sí los pasos de alguien que andaba por el dormitorio; sintió que aquellos pasos se acercaban á ella; sobrecogióla un pavor mortal; ni tuvo voz para gritar, ni para moverse; pero á pesar de aquel terror, oyó clara y distintamente una voz alterada, de entonación fingida, que dijo muy cerca de ella:

– Si queréis que nadie sepa vuestros secretos, noble duquesa, guardad vos un profundo secreto acerca de lo que habéis visto y oído esta noche.

La voz calló, los pasos se alejaron, rechinó la puerta, y luego todo volvió al silencio anterior.

Instantáneamente la duquesa se lanzó fuera del dormitorio y de la recámara de la reina, entró en la cámara donde poco antes había estado hablando con el rey y corrió á una campanilla y la agitó con violencia.

Entró una de las doncellas de la servidumbre.

– No, vos no – dijo alentando apenas la duquesa – ; decid á la señora condesa de Lemos que entre.

Poco después entró una joven como de veinticuatro años, hermosa, viva, morena, ricamente vestida, y sobremanera esbelta y gentil.

A la primera mirada comprendió que sucedía algo terrible á la duquesa.

– ¿Qué es esto, señora? – la dijo – ; estáis pálida, mortal, tembláis… ¿qué os ha sucedido?

– Una pesadilla… amiga mía: me había dormido al amor del brasero, y… hacedme la merced de mandar que me traigan agua y vinagre… pero no os vayáis… no… será una manía – añadió sonriendo penosamente – , pero no quiero estar sola.

La joven condesa de Lemos fué á pedir el agua, murmurando para sí mientras llegaba á la puerta de la cámara:

– ¡Una pesadilla que la ha puesto azul de miedo! ¡quién será el duende de esta pesadilla!

Al poco tiempo y después de haber bebido un enorme vaso de agua con vinagre, después de haber logrado con grandes esfuerzos obtener una serenidad aparente, la duquesa dijo á la joven dama de honor:

– ¡Ya se ve! ¡es tan tétrica esta cámara! luego, esas ventanas que golpean… el ruido de la lluvia… y además… antes de dormirme leía Los miedos y tentaciones de San Antonio Abad.

– ¡De tentaciones os ocupábais! – dijo la de Lemos – ; pues mirad, señora, la noche está de tentaciones.

– ¿Vos también leíais?

– No, señora, pensaba.

– ¿Y pensando teníais… tentaciones?..

– Y muy fuertes, señora.

– ¿Pero de qué? ¿qué diablo os tentaba?

– El diablo de la venganza.

– ¡Oiga! – exclamó la duquesa afectando una risa ligera, como para demostrar que había pasado enteramente su terror – : ¿conque queréis vengaros?

– Me han ofendido.

–¿Quién?

– Mucha gente…

– Pero explicáos, si es que… podemos saber el motivo de vuestra venganza.

– ¡Ay, Dios mío! sí, señora.

– Y ¿quién os ha ofendido?

– Primero el conde de Lemos.

– ¡Vuestro esposo!

– Mi esposo… y me ha ofendido gravemente.

– ¿Pero y en qué?

– En dar motivo para que le destierren de esta corte; ¡y qué motivo!, un motivo por el cual se ha puesto á nivel de ese rufián, de ese mal nacido, de ese Gil Blas de Santillana.

– ¡Ah, ah!

– Descender hasta…

– Pero eso debe ser una calumnia.

– No, señora; el conde de Lemos ha cedido á una tentación, y cediendo á ella me ha ofendido á mí… como que hay quien dice…

– ¡Calumnias!

– Hay quien dice que hubiera sido capaz de llevarme de la mano y de noche, á obscuras, al cuarto del príncipe don Felipe, solo por heredar á mi padre en el favor del rey, como ha sido capaz de llevar al príncipe don Felipe á los brazos de una aventurera.

El padre de la condesa de Lemos era el duque de Lerma.

– ¿Pero quién se atreve á decir eso?

– Quien se atreve á todo; quien, arrastrándose delante de todo el que puede darle algo, practica los más bajos oficios; quien no se detiene ni ante lo más alto, ni ante lo más grande; quien se atreve hasta á su majestad la reina, no contándome á mí, que soy su dama de honor, y simplemente condesa de Lemos. En una palabra: don Rodrigo Calderón, á quien tan torpemente concede mi padre toda su confianza.

– ¿Pero estáis loca, doña Catalina? Estáis loca; ¿qué cólera y qué malas tentaciones son esas?

– Acabo de recibir esta carta.

La joven sacó de su seno un pequeño billete. La duquesa se estremeció involuntariamente, porque recordó la carta del rey.

– Leed, leed, doña Juana, porque yo no me atrevo á leer esa carta dos veces.

La duquesa tomó la carta, se acercó á la luz, buscó sus antiparras, se las caló y leyó lo siguiente:

«Ayer fuí á vuestra casa y estábais enferma; yo sé que gozáis de muy buena salud: ayer tarde pasé por debajo de vuestros miradores, y al verme, os metísteis dentro con un ademán de desprecio; anoche hicísteis arrojar agua sucia sobre los que tañían los instrumentos de la música que os daba; esta mañana no contestásteis á mi saludo en la portería de damas y me volvísteis la espalda delante de todo el mundo; todo porque no he podido ser indiferente á vuestra hermosura y os amo infinitamente más que un esposo que os ha ofendido, degradándose. Me habéis declarado la guerra y yo la acepto. Empiezo á bloquearos, procurando que el conde de Lemos no vuelva en mucho tiempo á la corte. Tras esto irán otras cosas. Vos lo queréis. Sea. Por lo demás, contad siempre, señora, con el amor de quien únicamente ha sabido apreciaros.»

La duquesa, después de leer esta carta, se quedó muda de sorpresa.

– Esta carta – dijo al fin – merece…

– Merece una estocada – dijo la joven.

– No por cierto: esta carta merece una paliza.

– ¿Pero de quién me valgo yo? ¿á quién confío yo…?

– Mostrad esa carta á vuestro padre.

– Mi padre necesita á ese infame: además, ésta no es la letra de don Rodrigo; se disculpará, dirá que se le calumnia.

– ¡Esperad!

– ¿Que espere?.. ¡bah!, no señor; yo he de vengarme, y he aquí mis tentaciones.

– Pero ¿qué tentaciones han sido esas?

– Primero, irme en derechura al cuarto de su majestad.

– ¡Cómo!

– Decirle sin rodeos que estoy enamorada del príncipe.

– ¡Doña Catalina!

– Que valgo infinitamente más que otra cualquiera para querida de su alteza.

– ¿Y seríais capaz?..

– ¿De vengarme?.. ya lo creo.

– ¿De vengaros deshonrándoos?

– Un esposo como el mío, que se confunde con la plebe, merece que se le iguale con la generalidad de los maridos.

– Vos meditaréis.

– Ya lo creo… y porque medito me vengaré del rey, que no ha sabido tener personas dignas al lado de su hijo, mortificándole; del príncipe, enamorándole y burlándole…

– ¡Ah! burlándole… es decir…

– ¡Pues qué! ¿había yo de sacrificarme hasta el punto de deshonrarme ante mis propios ojos?.. no… que el mundo me crea deshonrada, me importa poco: ya lo estoy bastante sólo con estar casada con el conde de Lemos; un marido que de tal modo calumnia, solo merece el desprecio.

– ¡Cómo se conoce, doña Catalina, que sólo tenéis veinticuatro años y que no habéis sufrido contrariedades!

– ¡Ah, sí! – dijo suspirando la condesa.

– ¿Pero supongo que no cederéis á la tentación?

– Necesario es que yo me acuerde de lo que soy y de donde vengo, para no echarlo todo á rodar: ¡escribirme á mí esta carta!

Y la condesa estrujó entre sus pequeñas manos la carta que la había devuelto la camarera mayor.

– ¡Y si este hombre estuviese enamorado de mí, sería disculpable! pero lo hace por venganza.

– ¡Por venganza!

– Contra mi marido, porque al procurar un entretenimiento al príncipe, no ha tenido á mano otra cosa que la querida de don Rodrigo Calderón.

– Tal vez os ame… y aunque esto no es disculpa…

– Don Rodrigo no me ama… porque…

– ¿Por qué?

– Porque no se ama más que á una mujer, y don Rodrigo está enamorado de…

– ¿De quién? – exclamó la duquesa, cuya curiosidad estaba sobreexcitada.

La de Lemos se acercó á la camarera mayor hasta casi tocar con los labios sus oídos, y la dijo en voz muy baja:

– Don Rodrigo está enamorado de su majestad.

– ¡Explicáos, explicáos bien, doña Catalina!

– Ya sé, ya sé que un ambicioso puede estar enamorado de un rey, mirando en su favor el logro de su ambición; pero no he querido jugar del vocablo; no: don Rodrigo está enamorado de su majestad… la reina.

– ¡Ved lo que decís!.. ¡ved lo que decís, doña Carolina! – exclamó la camarera mayor anonadada por aquella imprudente revelación, y creyendo encontrar en la misma una causa hipotética de la desaparición de la reina de sus habitaciones.

– A nadie lo diría más que á vos, señora – dijo con una profunda seriedad la joven ni os lo diría á vos, si hasta cierto punto no tuviese pruebas.

– ¡Pruebas!

– Oíd: hace dos años, cuando estuvimos en Balsaín, solía yo bajar de noche, sola, á los jardines.

– ¡Sola!

– En el palacio hacía demasiado calor. Acontecía además, para obligarme á bajar al jardín, que… en las tapias había una reja.

– ¡Ah!

– Una reja bastante alta, para que pueda confesar sin temor que por aquella reja hablaba con un caballero, más discreto por cierto, más agudo, y más valiente y honrado que el conde de Lemos.

– Sin embargo, creo que hace dos años ya estábais casada.

– ¿Y qué importa? yo no amaba á aquel caballero, ni aquel caballero me amaba á mí.

– Os creo, pero no comprendo…

– Pero comprenderéis que cuando os confieso esto, os lo confesaría todo.

– ¿Pero cómo podías bajar á los jardines?

– Por un pasadizo que empezaba en la recámara de la reina, y terminaba en una escalera que iba á dar en los jardines.

– ¡Ah! ¡también hay pasadizos en el palacio de Balsaín!

– Un pasadizo de servicio, que todo el mundo conoce.

– ¡Ah! ¡sí! ¡es verdad!

– Pues bien: la noche que me tocaba de guardia en la recámara de la reina, cuando su majestad se había acostado; abría silenciosamente la puerta de aquel pasadizo y me iba… á la reja.

– Hacíais mal, muy mal.

– No se trata de si hacía mal ó bien, sino de que sepáis de qué modo he podido tener pruebas… de los amores ó al menos de la intimidad de don Rodrigo Calderón con la reina.

– ¡Amores ó intimidad!.. – murmuró la duquesa – ¡Dios mío! ¿pero estáis segura?

– ¿Que sí lo estoy? Una noche, cuando yo me volvía de hablar con mi amigo secreto, al pasar por detrás de unos árboles oí dos voces que hablaban, la de un hombre y la de una mujer.

– Y eran…

– Cuando arrastrada por mi curiosidad me acerqué cuanto pude de puntillas, conocí… que la mujer era la reina, que el hombre era don Rodrigo Calderón.

– ¡Y hablaban de amores!

– Al principio… es decir, cuando yo llegué, no; conspiraban.

– ¡Que conspiraban!

– Contra mi padre.

– ¡Ah! – exclamó la duquesa.

– Recuerdo que su majestad estaba vestida de blanco, y que don Rodrigo tenía un bello jubón de brocado; el traje de la reina me extrañó, porque recordé que cuando entramos á desnudarla tenía un vestido negro.

– Pero… ¿cómo… á propósito de qué conspiran… la reina y don Rodrigo contra el duque Lerma?

– La reina se quejaba de que mi padre dominaba al rey; y que no se hacía más que lo que mi padre quería; que las rentas reales se iban empeñando más de día en día; que la reina estaba humillada; que nuestras armas sufrían continuos reveses; que, en fin, era necesario hacer caer á mi padre de la privanza del rey, para lo cual debían unir sus esfuerzos la reina y don Rodrigo.

– ¡Ah! ¡ah! por el amor… ¿hablaron de amor?..

– Don Rodrigo pidió una recompensa por sus sacrificios á la reina.

– Y la reina…

– La reina le dijo: ¡esperad!

– ¡Pero una esperanza!..

– Mi buena amiga: cuando una mujer pronuncia la palabra ¡esperad! como la pronunció la reina, es lo mismo que si dijese: hoy no, mañana.

– Sin embargo, la reina, por odio al duque de Lerma, ha podido bajar hasta decir á un hombre que pudiese servirla contra el duque: ¡esperad! ¡pero bajar más abajo!

– La reina tiene corazón.

– Es casada.

– Está ofendida.

– El rey la ama.

– El rey ama á cualquiera antes que á su mujer.

– Tengo pruebas del amor del rey hacia la reina; pruebas recientes.

– Lo que inspira la reina al rey no es amor, sino temor, y procura engañarla sin conseguirlo. El rey quiere á todo trance que le dejen rezar y cazar en paz, y la lucha entre la reina y mi padre le desespera.

Quedóse profundamente pensativa la duquesa.

– Os repito – dijo recayendo de nuevo en su porfía – que no tengo la más pequeña duda de que la reina inspira á su majestad un profundo amor.

– Ya os he dicho y os lo repito: no se ama á un tiempo á dos personas.

– ¿Y el rey?..

– El rey ama á una mujer que… preciso es confesarlo, por hermosa, por discreta, por honrada, merece el amor de un emperador. ¡Pero vos estáis ciega, doña Juana! ¿no habéis comprendido que el rey está enamorado hasta la locura de doña Clara Soldevilla, verdadero sol de la villa y corte, y que vale tanto más, cuanto más desdeña los amores del rey?

– ¡Pero si doña Clara es la favorita de la reina! ¿Queréis que la reina esté ciega también?

– La reina sabe que si el rey ama á doña Clara, doña Clara jamás concederá ni una sombra de favor al rey, y la reina, con el desvío de doña Clara á su majestad, se venga del desamor con que siempre su majestad la ha mirado.

– Vamos: no, no puede ser; vos os equivocáis… tenéis la imaginación demasiado viva, doña Catalina.

– Quien tiene la culpa de todo esto, es mi padre.

A esta brusca salida de asunto, ó como diría un músico, de tono, la duquesa no pudo reprimir un movimiento de sorpresa.

– ¡Qué decís! – exclamó.

– Mi padre, con la manía de rodearse de gentes que le ayuden, se fía demasiado de las apariencias y comete… perdonadme, doña Juana, porque yo sé que sois muy amiga y muy antigua amiga de mi padre, pero su excelencia comete torpezas imperdonables.

– ¡Dudáis también de la penetración, de la sabiduría y de la experiencia de vuestro padre! Yo creo que si seguimos hablando mucho tiempo acabaréis por confesar que dudáis de Dios.

– Creo en Dios y en mi padre.

– Se conoce – dijo la duquesa no pudiendo ya disimular su impaciencia – que os galanteaba con una audacia infinita, antes de que os casárais, don Francisco de Quevedo.

Coloreáronse fugitivamente las mejillas de la joven.

– ¿Y en qué se conoce eso?

– En que os habéis hecho… muy sentenciosa.

– Achaques son del tiempo; hoy todo el mundo sentencia, hasta el bufón del rey; ¡y qué sentencias dice á veces el bueno del tío Manolillo! El otro día decía muy gravemente hablando con el cocinero mayor del rey: «Hoy en España se come lo que no se debe guisar»; y como el buen Montiño no le entendiese, replicó sin detenerse un punto: «por ejemplo, allá va un maestresala que lleva respetuosamente sobre las palmas de las manos un platillo de cuernos de venado para la mesa de su majestad.»1

A esta salida de la condesa, la camarera mayor no pudo contener un marcado movimiento de disgusto; reprimióse, sin embargo, y dijo procurando dar á su voz un acento conveniente:

– Vamos, se conoce que la insolencia de don Rodrigo os ha llegado al alma, porque estáis terrible, amiga mía; nada perdonáis, ni aun á vuestro padre, y voy convenciéndome de que por vengaros de ese hombre, seréis capaz de todo.

– ¿Pues no? ¿Os parece que una dama puede sufrir, sin desesperarse, insultos tan groseros?

– Confieso que tenéis razón y que en vuestro lugar…

– Vos en mi lugar, ¿qué haríais?

– Pediría consejo.

– Pues cabalmente yo no he hecho más que pedíroslo.

– ¡Ah! yo creía que sólo me habéis dado á conocer vuestras tentaciones.

– Pues de ese modo os he pedido que me aconsejéis.

Meditó de nuevo profundamente la duquesa.

– Pues bien – dijo después de algunos segundos – , voy á hacer más que aconsejaros: voy á vengaros.

– ¿A vengarme, señora?

– Voy á hacer que por lo menos destierren de la corte á don Rodrigo Calderón, y que levanten su destierro al conde de Lemos.

– Procurad lo primero y aun más si podéis – dijo con vivacidad la condesa – ; pero en cuanto al conde de Lemos, dejadle por allá: me encuentro muy bien sin él.

– Sea como queráis; y á propósito de ello, voy á escribir ahora mismo á vuestro padre.

– ¡Ah, señora! no sabré negaros nada si me desagraviáis.

– Permitidme un momento, amiga mía; concluyo al instante.

La camarera mayor se acercó á la mesa, se sentó delante de ella, abrió un cajón, sacó papel, se caló las antiparras y se puso á escribir, lenta, muy lentamente.

La lentitud de la duquesa consistía, no en que la fuese difícil escribir, sino en que pensaba más que escribía.

Ni un sólo momento durante la conversación con la condesa de Lemos, había olvidado la posición difícil en que se encontraba, esto es: su posición de camarera mayor de una reina que se había perdido en su recámara, mientras ella hacía su servicio en la cámara.

La conversación con la condesa de Lemos había agravado, á su juicio, aquella situación; había descubierto grandes cosas; esto es: que la reina alentaba á don Rodrigo Calderón, confidente y secretario íntimo del duque de Lerma, á quien lo debía todo, y que don Rodrigo, alentado por la reina, hacía una completa traición al duque.

Entonces sospechaba si sería don Rodrigo el que había procurado al rey el conocimiento de aquellos pasadizos, y si sería también él quien, en medio de las tinieblas, la había amenazado con publicar sus secretos, si no guardaba un profundo silencio acerca de los singulares sucesos de aquella noche.

La duquesa, desde el momento, había comprendido la necesidad de avisar al duque de la aparición inesperada del rey y de la no menos extraña desaparición de la reina; pero cuando hubo oído las terribles revelaciones de la condesa de Lemos, vió que era de todo punto imprescindible avisar á Lerma sin perder un segundo.

El duque tenía en su casa un convite de Estado, y era de esperar que aquella noche no viniese á palacio; la camarera mayor estaba retenida por las obligaciones de su cargo en el alcázar hasta la hora de recogerse la reina, que era bastante avanzada; urgía avisar al duque, pero la dificultad estaba en procurarse un intermediario de confianza.

Porque es de advertir que tan enmarañada estaba la intriga alrededor de Felipe III, que no había de quién valerse con confianza para confiarle una carta para el duque de Lerma.

La duquesa vió con alegría que la de Lemos, la hija querida del duque de Lerma, interesada gravemente en que aquella carta llegase sin tropiezo á su padre, era el intermediario que necesitaba.

Una vez tomada esta resolución por la duquesa, su mano corrió con más rapidez sobre el papel: llenó las cuatro caras de la carta, que era de gran tamaño, con una letra gorda y desigual, en renglones corcovados; cerró la carta, la selló y puso sobre su nema:

«A su excelencia el señor duque de Lerma, de la duquesa viuda de Gandía. – En mano propia.»

– Tomad, doña Catalina – dijo la camarera mayor – ; será necesario que os encarguéis vos misma de llevar esta carta á vuestro padre.

– ¡Yo… misma…! – contestó con altivez la de Lemos.

– Menos arriesgado es esto que lo que queríais hacer por vengaros de don Rodrigo.

– Pero tengo mis razones… no quiero mezclarme para nada en estos negocios directamente…

– Pero hay un medio. Ponéos un manto, tomad una litera, id por el postigo de la casa del duque, que da á sus habitaciones.

– Peor aún: ¿qué dirá quien me abra ese postigo, al verme entrar en casa de mi padre de una manera tan misteriosa?

– El que os reciba, nada os dirá… no se meterá en si vais encubierta ó no. Dad tres golpes fuertes sobre el postigo: cuando le abran, que será al instante, entregad al criado que se os presentará, esa carta para que lea su sobre. El criado os devolverá la carta, y os llevará al despacho de vuestro padre, que al punto irá á encontraros.

– Pero habré de darme á conocer á mi padre, me preguntará…

– De ningún modo; si vos no queréis descubriros, vuestro padre no os pedirá que os descubráis, y podéis haceros desconocer de él y salir sin hablar una palabra, tan encubierta como habéis entrado. Pero en cambio, vos, á quien únicamente interesa este negocio, estaréis segura de que la carta ha ido á dar en las manos de vuestro padre.

– ¡Iré! – dijo con resolución la de Lemos, después de un momento de silencio.

– Pues si habéis de ir, que sea al punto.

– Sí, sí; os agradezco en el alma lo que por mí hacéis, y voy á mandar que pongan una litera.

– Procurad que los mismos mozos que conduzcan la litera, no puedan conoceros.

– ¡Oh, por supuesto! Adiós, doña Juana; adiós, y hasta después.

– Id con Dios, doña Catalina. Y… oíd: hacedme la merced de decir á doña Beatriz de Zúñiga que entre.

– No quiere quedarse sola – murmuró la joven saliendo – ; ¿qué misterio será éste?

Y llegando en la antecámara á una hermosa joven que, acompañada de otras tres reía y charlaba, la dijo:

– Doña Beatriz, la señora camarera mayor, os llama.

La joven compuso su semblante dándole cierto aire de gravedad, y entró en la cámara de la reina, al mismo tiempo que la condesa abría la puerta de la antecámara y desembocaba por la portería de damas.

1

El autor se ve obligado, para que sus lectores comprendan que los cuernos de venado pueden comerse, á transcribir la siguiente manera con que dice se tienen de condimentar: Francisco Martínez Montiño, en la décimosexta impresión de su Arte de Cocina, á la pág. 163, dice así: Platillo de las puntas de los cuernos de venado. Los cuernos del venado ó gamo, cuando están cubiertos de pelo, tienen las puntas muy tiernas. Estas se han de cortar de manera que quede hacia la punta todo lo tierno y pelarlos en agua caliente, y quedarán muy blancos y hanse de aderezar con la tripa del venado, salvo que no se han de tostar, sino cocerlos con un poco caldo, y sazonar con pimienta y jengibre, y échesele un poquito de manteca de vacas fresca, y con esto cuezan cosa de una hora; y no se ha de cuajar con huevos, ni se ha de echar género de verdura. Es muy buen platillo; sólo el nombre tiene malo.

Por lo que se ve, el cocinero de su majestad llamaba cuernos á los que en realidad sólo eran cuernos en leche; como si dijéramos, cuernos inferi por nacer ó no acabados de nacer.

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III

Подняться наверх